Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Homilía

VIII Jornada por la Vida 2009

Vigilia por la vida

25 de marzo de 2009


Publicado: BOA 2009, 91.


Mis queridos hermanos:

Os saludo y os agradezco de corazón vuestra presencia en la Catedral en esta fiesta de la Encarnación de Cristo, tras el anuncio del Ángel y la aceptación de nuestra Señora a ser Madre del Hijo de Dios. La solemnidad es una perla pascual engastada en la Cuaresma, una celebración muy querida por los cristianos: el que era eterno Hijo del Padre se encarna en María y comienza su vida humana, pues será alumbrado nueve meses más tarde. En esto a Jesús le sucede como a cada uno de nosotros: al ser engendrados por nuestros padres, comienza nuestra vida, vida de persona concreta, única, que nueve meses más tarde, día más, día menos, somos dados a luz. Es el día del comienzo de la vida, y por ello, de acción de gracias, de felicitación para que ese milagro del alumbramiento suceda y no se aborte.

La primera característica de esta solemnidad es, pues, que estamos ante un misterio de obediencia: «Cuando el Señor entró en el mundo dijo (...): “Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad”». Así comienza la celebración de este 25 de marzo. Obediencia del Hijo al Padre, de María a la voz divina, obediencia nuestra al designio salvador de Dios, que ha pensado en cada uno de nosotros desde toda la eternidad, que nos ha amado en su Hijo bien amado, y que ha pensado en nosotros. Nuestra vocación es sencilla y sublime: hacernos semejantes al Verbo de Dios en su naturaleza divina, al que es Dios y Hombre verdadero. ¿Queremos mejor señal que ésta? No la hay en el cielo y en la tierra: es la señal/signo de la Virgen que da a luz un hijo, que es Enmamuel.

¿Qué es el cristianismo? Algo muy simple, esto es, nada complicado. No es algo que el hombre invente. Tampoco es la elevación del hombre por sus propias fuerzas. Ni simplemente un cumplimiento de mandamientos dados por Dios para que realicemos por nosotros mismos. El cristianismo es la obra del Dios vivo en nosotros. Es lo que nos da Él, el Dios vivo de la gracia, en el perdón y la redención, en la justificación y en la comunicación de su propia gloria.

Pero como lo que Dios nos da no es, en definitiva, su don creado, sino Él mismo, el cristianismo, finalmente, es el mismo Dios eterno que viene al ser humano y que actúa en él por su gracia, de manera que éste abre libremente su corazón para que penetre en el pobre corazón de esa pequeña criatura la total, espléndida, infinita vida del Dios trinitario; es el amor de Dios a los hombres, en el que Dios mismo se les comunica, y es el amor de los hombres a Dios concedido por Dios a esos mismos hombres. Y ese amor de los hombres a Dios, dice Jesús, incluye también el amor al prójimo. Para nosotros esto significa, ante todo, que este amor al prójimo en el amor a Dios consiste principalmente en que la recepción, en virtud de la gracia de Dios, de la totalidad de la vida divina que penetra en nuestro corazón por la fe y el amor, debe alcanzar a los demás hombres y mujeres, que están destinados a recibir a nuestro lado y con nosotros la única salvación del Dios eterno.

Desde este pensamiento digo que es mentira que nosotros, en la Iglesia, nos preocupemos menos por toda la vida y más por la vida en su inicio y en su fase terminal. Esto, que es afirmado en ocasiones por los que no comparten nuestra fe y también por muchos cristianos, es muy lamentable, porque es un infundio y se convierte tal vez en una coartada para no oponerse al aborto y a quienes lo apoyan, como si estuviéramos ante un tema ideológico, abierto a muchas opiniones. Dudo que ese procedimiento sea bueno.

La Iglesia se ha opuesto siempre al aborto. Además de en la Escritura Santa, los cristianos desde hace muchos siglos han escuchado aquello de: «Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por su modo de vida (...). Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho» (Carta a Diogneto, V, 6-7). Pero también han escuchado desde antiguo: «No rechazarás al necesitado, sino que comunicarás en todo con tu hermano y de nada dirás que es tuyo propio. Pues si os comunicáis en los bienes inmortales, ¿cuánto más en los mortales?» (Didajé o Doctrina de los Doce Apóstoles, IV, 8).

Pero no nos oponemos al aborto y a otros ataques a la vida humana, a toda injusticia contra la vida de los niños, jóvenes y mayores, sólo porque somos cristianos; además lo hacemos porque es injusto y un ataque contra la dignidad de las personas. Y personas son todos los humanos desde que son engendrados, y ni las mujeres ni los varones tienen derecho al aborto. Eso, a pesar de que sea presentado como moderno y progresista, se vuelve contra los humanos, es una hipocresía y es ver el problema de los embarazos no deseados únicamente desde un solo ángulo, con el ojo miope, por cierto. Es un asunto muy complejo como para que una posible ley injusta diga que lo resuelve. «Ninguna mujer debe ir a la cárcel por abortar», hemos oído. ¿Ha ido encarcelada alguna por abortar en los últimos 25 años? Toda Europa sabe de la permisividad que se da en España en el tema del aborto.

«Hay que desdramatizar el aborto y la eutanasia», se nos dice. Ese verbo, que viene del francés, viene a significar quitar pasión o virulencia a un asunto, o no darle importancia. ¿Quién tiene que desdramatizar? ¿Lo ha hecho la comisión de expertos, que ha presentado al Congreso de los Diputados sus conclusiones, que las ha aprobado de cara a la posible ley del aborto? Para nada. Lo que han hecho es intentar sacar el aborto del Código Penal, para que no moleste. Otra de las razones aducidas para aprobar un aborto libre es que «hay que acomodarse a la realidad», a lo que sucede cada día, ampliando los derechos de los ciudadanos. ¿Qué derechos? ¿Puede ser un derecho abortar? ¿Nos acomodamos a la realidad en otros campos del actuar humano? Real es la violencia machista; real es el paro; real es la creciente falta de recursos en una España que no iba a sufrir en la crisis. Real es la falta de valores; real es esa mujer que, queriendo tener su niño, no sabe dónde acudir porque los poderes públicos no piensan mucho en esas situaciones.

Comprendo que una persona, por haber carecido de posibilidades, no tenga idea de lo admirable que es la vida. Comprendo que muchos no hayan podido cultivar su sensibilidad y no distingan la más bella música de un simple ruido. Lo que no puedo comprender es que haya personas incapaces de sentir que la vida humana, desde que se inicia, nos maravilla por su complejidad, su potencia creadora, su capacidad de configurar en poco tiempo un organismo que cientos de generaciones bien dotadas no han logrado descifrar totalmente. En efecto, el genoma humano es, podríamos decir, el conjunto de instrucciones de construcción del cuerpo humano. Se trata, nos dicen, de un texto de tres mil millones de caracteres, escrito en cada una de nuestras células con un alfabeto de cuatro letras. Ese texto lo poseen cada una de los miles de millones de células de un cuerpo humano, en sus moléculas de ADN. Fue descubierto a mediados del siglo XX, pero no fue descifrado hasta el año 2000.

Pues bien. Para el profesor cristiano Francis Collins, que lideró el Proyecto Genoma, la revelación de la secuencia del genoma humano tenía un significado especial, pues se trataba del texto con el que Dios daba a miles de millones de seres humanos la orden de vivir. «Ciertamente está escrito en un lenguaje que apenas entendemos, y se requerirán décadas o siglos para comprender todas sus instrucciones». Lo que dice este profesor, de nivel mundial, es que el Dios de la Biblia es también el Dios del genoma. Se le puede adorar en la catedral o en el laboratorio, porque su creación es majestuosa, sobrecogedora, complejísima y bella, y no puede estar en guerra consigo misma. Sólo nosotros, humanos imperfectos, podemos iniciar tales batallas. Y sólo nosotros podemos terminarlas.

¿Cómo podemos, pues, enfrentarnos al poder maravilloso que dirige ese proceso que va organizando la vida de alguien que va a moverse, hablar, sentir, querer, hacer felices a los otros, abrigar anhelos sin límites? Es lo que viene a preguntarse un conocido profesor universitario (Alfonso López Quintás). El ser humano, tras desarrollarse mediante la información contenida en los genes, se abre a dimensiones infinitas. Pensemos, pues, unos minutos y nos espantará que podamos arrogarnos el derecho de quebrar de raíz el milagro de la vida humana. Es devolvernos a épocas menos desarrolladas en cuanto a moralidad o, sencillamente, a carecer de sentido humanitario aceptando mentalmente la barbarie del aborto. El aborto es realmente injusto. Y quienes aplican el poder que les han dado a vulnerar el derecho a nacer, no sólo herirán la sensibilidad de millones de españoles, sino que verán que la realidad acabará vengándose. Dios perdona siempre; los humanos algunas veces; la naturaleza nunca.

¿Qué hemos de hacer, hermanos? Orar, sin duda. Y esa es la campaña que, durante un año, os pido que hagáis. Orar a Dios, a Jesucristo, a la Madre del Señor que acogió la vida de la existencia humana del Señor, Dios y hombre verdadero. Oración intensa, fuerte, confiada e incesante. Pero también hay que hacer otras cosas. Por ejemplo, ganar la batalla al emotivismo que se esconde en nosotros, en nuestras casas, en nuestros hijos; no dejar que las pseudoverdades nos venzan y ganen nuestra mente y nuestro corazón. Sabed que, por tantas causas, la mayoría de nuestros cristianos jóvenes, vuestros hijos y nietos, aceptan con un sentimiento afincado en su interior el aborto, sobre todo, el de los niños en embarazos no deseados; que la sensibilidad de cuya ausencia nos lamentábamos antes es el lugar por donde viene la aceptación de la cultura de la muerte. Lo saben bien los mass media dedicados a estos menesteres.

Podemos hacer más de lo que creemos. Tenéis la fuerza de la razón humana, de la gracia de Dios, para ofrecer debates y acciones perfectamente democráticas. Debemos, además, siempre pensar, leer, preparar bien las oportunidades. Quiero terminar con una observación que nos puede proporcionar razones para no interrumpir ese proceso de la vida que comienza con la generación de un nuevo ser. El argumento que más puede impresionar a nuestra sociedad es la fuerza que tiene en los seres humanos la obligación moral.

Una obligación presente tanto en el niño que se queja porque algo «no es justo», como en los debates éticos de la medicina o en la invocación de la Derechos Humanos que nadie en su sano juicio puede negar. Un deber moral exclusivo del hombre y mujer, imposible de explicar con el esquema evolucionista de la selección natural, pues pide a un médico curar al enfermo, intentar una recuperación del que se muere y salvar a uno que se está ahogando, incluso si es mi enemigo y arriesgo mi propia vida. Esta ley moral no es específica de ninguna cultura, y no es, por ello, un producto cultural, como pueden serlo las lenguas habladas por los hombres. Entonces, si no procede de la cultura ni de la biología, ¿de dónde procede?

Dios nos dé capacidad para ver tanta belleza en la vida humana; Él os guarde en su paz, hermanos.