Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Viene el día, tu día,
en el que todo vuelve a florecer

5 de abril de 2009


Publicado: BOA 2009, 88.


¿De qué día se trata? «Éste es el día que hizo el Señor. Cantemos y alegrémonos en él» (Sal 117). Así cantamos con un versículo del Salterio de Israel que ya manifestaba la espera del Resucitado, y que se ha convertido en el cántico pascual de los cristianos. Pero, ¿no es una burla que nos alegremos, en un mundo de sufrimientos? ¿Estamos redimidos? ¿Está redimido el mundo, cuando hay hombres y mujeres cuyos derechos son pisoteados por doquier? «No os dejéis seducir: moriréis con todos los animales, y después no viene nada más», dijo Bertold Brecht. Ciertamente, para que haya justicia en el mundo tiene que haber justicia para todos, también para los difuntos. Pero para que eso sea posible, debería haber resurrección de los muertos.

¡Y lo que decimos es eso mismo!: ¡Cristo ha resucitado! ¡Sí, existe justicia para el mundo! Existe justicia completa para todos, porque existe Dios y porque Él tiene el poder para ello. La Semana Santa no es un bello poema, una hermosa narración, a la que nos aferramos los humanos recordando a aquel maravilloso Jesús de Nazaret. La Liturgia de la Iglesia tiene una virtualidad: lo que pasó con Cristo encierra un misterio inagotable, y se puede conmemorar, esto es, volver a celebrar siempre con novedad. Dios no puede sufrir, pero sí compadecer, porque puede amar. Este poder de la compasión a partir del amor es el poder que es capaz de revocar lo irrevocable y otorgar justicia. Cristo ha resucitado, es decir, existe la fuerza que puede crear justicia y que crea justicia.

Pero no es la causa de Jesús la que vive, sino Jesús mismo. Y así todo tiene nuevo sentido. La muerte y la resurrección de Jesús son reales, nos siguen alcanzando; somos invitados a celebrar de nuevo los misterios que nos dieron nueva vida en los sacramentos de Iniciación Cristiana, en la que otros hermanos nacerán por primera vez, según aquellas palabras de Cristo: «En verdad te digo; si uno no nace de nuevo, no podrá ver el reino de Dios» (Jn 3,3).

¿Cómo podemos, entonces, corresponder a este mensaje de muerte y resurrección? ¿Cómo puede éste introducirse y hacerse realidad entre nosotros? La Pascua es como el resplandor de la puerta abierta que conduce fuera de la injusticia del mundo y la invitación a seguir ese resplandor de luz, a mostrárselo a otros, sabiendo que no se trata de un ensueño, sino de una luz real, de la salida real. Pero ¿cómo podemos ir hacia allá? A esa pregunta responde la lectura del Domingo de Pascua: «Si habéis sido resucitados juntamente con Cristo, buscad lo de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios. Aspirad a lo de arriba, no a lo de la tierra» (Col 3,1s).

Cuando los oídos modernos escuchan esta indicación de san Pablo, estamos probablemente tentados de decir: «¡o sea, que es verdad: fuga del mundo!». Pero tal interpretación es un grave malentendido. Quien sólo busca el cuerpo, lo empequeñece. Quien sólo quiere las cosas de este mundo, ése destruye justamente de ese modo la tierra. Servimos a la tierra en la medida en que la trascendemos. Por eso, la tradición cristiana ha hablado muy conscientemente de seguimiento de Cristo, y no simplemente de seguimiento de Jesús. No seguimos al muerto, sino al Viviente. No buscamos imitar una vida pasada o transformarla en un programa de todo tipo de compromisos y reinterpretaciones. Seguimiento significa asumir el camino en su totalidad, entrar en lo que es de arriba, en lo oculto, que es lo auténtico y propio: en la verdad, en el amor, en la condición de hijos de Dios. No es sólo nuestro derecho alegrarnos: es nuestra obligación, porque el Señor nos ha regalado la alegría y porque el mundo la espera. ¿Y cómo vamos a llevar la alegría sin Cristo resucitado y su cuerpo glorificado? Sólo podemos creer en el Resucitado si nos hemos encontrado con Él.