Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

Imprimir A4  A4x2  A5  

Homilía

Braulio Rodríguez Plaza, nuevo arzobispo de Toledo

Misa de despedida

7 de junio de 2009


Publicado: BOA 2009, 183.


Mis queridos hermanos y amigos: ¿Cómo despedirse de los que durante más de seis años han sido el centro de mi vida, de mi preocupación y quehacer pastoral? ¿Podría hacerlo sin más, fríamente, sin alteración de mis sentimientos? He llegado a la conclusión de que no sé despedirme de los que he sido obispo, y no creo que aprenda. Así que hablaré con el corazón, sin preocuparme demasiado de la forma, como se habla a los amigos, a los hijos, a los hermanos, a los que conmigo habéis vivido estos años intensos de vida de la Iglesia de Valladolid.

Quiero teneros a todos en mi corazón: desde D. José Delicado Baeza, arzobispo emérito, con méritos suficientes como para agradecerle de corazón su presencia densa que tantos hermanos mayores tienen; a los jóvenes y a los niños, con muchos de los cuales he compartido el querer rejuvenecer el rostro de la Madre Iglesia y el deseo de seguir a Jesucristo; a los matrimonios, que lleváis el peso de la familia y la crianza de los hijos en una vocación de amor preciosa que os hace grandes, y, si sois mayores, el ejemplo de la fidelidad y la presencia callada que tanto bien hace a los hijos ya mayores e independientes; a las religiosas, de vida contemplativa o en la vida apostólica más directa, viviendo vuestro carisma. Sabéis que he respetado esa consagración bautismal que os da una manera de ser propia en la Iglesia; a los religiosos, tantos de vosotros sacerdotes, que trabajáis en tan gran número en esta Iglesia de Valladolid; a vosotros, sacerdotes y diáconos, sin los cuales no es posible la vida de nuestras comunidades, sacerdotes de Jesucristo, tan necesarios para la vocación de los demás cristianos. No sé cómo agradeceros tantas cosas; tal vez sólo diciéndoos que os respeto y pido por vosotros. No será fácil que me olvide de vosotros y os reconoceré cuando os vea.

Habéis tenido un arzobispo concreto, que no se ha escapado de los encasillamientos al uso, que tanto nos despistan. Un obispo, sin embargo, de carne y hueso y, por tanto, con sus debilidades, sus limitaciones, pero con deseo grande de mostrar el amor de Jesucristo a la humanidad, de anunciar la vida nueva que surge del misterio pascual. Una vida que nos hace coherentes, seres nuevos, que se posicionan en la vida desde el Señor en la Iglesia, y que nos proporciona la felicidad y la alegría de confiar en el Padre de los cielos, y el empeño de acercarnos a los demás con respeto y amor, sobre todo a los más necesitados. Una vida que bulle en nosotros, y por eso queremos transmitirla a las nuevas generaciones y cuidarla en los que empiezan, seres humanos desde la concepción, y en los que terminan la aventura de los humanos al morir. Una vida que, recibida gratis en el Bautismo y la Confirmación, crece en nosotros por la Eucaristía, sobre todo la dominical; y, cuando pecamos, se sana por el abrazo del Padre en el sacramento de la Penitencia.

Sabemos cuantos formamos la Iglesia que somos débiles, que no somos una elite, ni los puros, pero queremos ser la Esposa de Cristo, su Cuerpo, su Pueblo santo, donde somos amados por lo que somos, no por lo que tenemos, donde todos tenemos un papel que realizar, donde nadie es más que nadie, donde lo particular no se opone a lo universal, estas comunidades a aquellas. Somos el Pueblo de la comunión; en la que puede haber discrepancias, pero no rupturas; donde Cristo con su Espíritu supera contrarios, presididos por el obispo y por la Iglesia que tiene la primacía de la caridad; en la que hoy vive Pedro, el papa Benedicto.

Todo esto ha sido mi empeño en estos seis años y algo más de ocho meses. Esta hermosa realidad, nunca conseguida, siempre buscada, ha dado sentido a mi vida y ésta ha sido apasionante, sin pedir en exceso, sin dejar el empeño de cada día, confiando en Jesucristo y su amor, confiando en vosotros, tal vez enfadándome en ocasiones, pidiendo al Señor salir de desánimos y estrecheces de corazón. Lo he pasado bien, con gozos y dolores, pero prevaleciendo los primeros.

Ahora tengo que ir a otra Iglesia; físicamente un poco lejos, en el corazón muy cerca; es momento de decir adiós, pidiéndoos me perdonéis mis pecados, mi cansancio en serviros, mis imprudencias o mi falta de arrojo y audacia para mejorar las cosas. Al final, sólo os digo que os llevo dentro y os quiero. Así de sencillo. Pido por vosotros a Cristo, el Señor de nuestras vidas, nuestro Salvador, y a su Madre, María, la que siempre nos precede en la peregrinación en la fe.

¿Me permitís alguna sugerencia en este domingo en que celebramos la Trinidad Santísima? Esforzaos en la unidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son de la misma sustancia y de una inseparable igualdad. La unidad reside en la esencia; la pluralidad en las Personas. Así también vosotros: sois la Iglesia de Valladolid, por cada uno de vosotros corre la sangre del Hijo de Dios, que os ha hecho reyes y sacerdotes; el Bautismo os ha comunicado la vida divina, que es la que ha de impulsaros desde el seno de la Iglesia a llegar a todos los hombres y mujeres, porque Cristo no sólo quiere conocerlos, sino vivir en ellos.

Tenéis que mostrar cada día más nítidamente que sois una Iglesia particular con el propósito de mostrar el verdadero rostro de la Iglesia católica, una y única. Con la unidad auténtica, la Iglesia es siempre fuente inagotable de espíritu evangelizador, como muestra el final del Evangelio de san Mateo que hoy se proclama: «Id y haced discípulos de todos los pueblos...». ¡Qué palabras tan alentadoras las de Jesús!: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).

Se trata de relanzar el espíritu misionero, no por temor al futuro, sino «porque la Iglesia es una realidad dinámica y el verdadero discípulo de Jesucristo goza transmitiendo gratuitamente a otros su divina Palabra y compartiendo con ellos el amor que brota de su costado abierto en la cruz» (Benedicto XVI, discurso a los obispos de Perú en visita ad limina, 18-5-2009) . Y eso no se puede hacer con una mirada que no llegue más allá de pequeños grupos, de pequeñas o grandes parroquias, de localismos que no van a ninguna parte, con un espíritu de “mesa camilla”. Lo que somos como Iglesia de Valladolid debe ser preocupación de todos, no divididos en compartimentos que nos agotan y nos convierten en reinos de taifas. Hay que convocar a todos los que quieren estar vivos en nuestra/vuestra Diócesis, para que caminen desde Cristo irradiando siempre la luz de su rostro; en especial a los hermanos que, tal vez por sentirse poco valorados o no suficientemente atendidos en sus necesidades espirituales y materiales, buscan en otras experiencias religiosas respuestas a sus inquietudes.

Todavía falta mucho para que tantos descubran la grandeza de pertenecer a la Iglesia de Valladolid, de sentirse un creyente en Cristo, pero en una Iglesia, en un Pueblo grande, que tiene mucho que decir a esta sociedad que se ha olvidado de leer en la gramática de la Creación de Dios y el Verbo del Padre, Jesucristo, una fuente de vida, que da sentido a la existencia. Un Pueblo que debe cuidar de sus niños, adolescentes y jóvenes, acompañar a los matrimonios jóvenes, a la familia cristiana, que junto a la Liturgia que hace posible la Presencia de Cristo, sabe cuál es su fe y vive la caridad de los unos hacia los otros y no olvida nunca el «mandamiento nuevo» de Jesús: los más pobres, los abandonados, las dificultades de los inmigrantes, la soledad de los enfermos y mayores.

Dios os bendiga, hermanos, a todos. Es hora ya de orar por vuestro próximo arzobispo. No hagáis perfiles de él, orad para que os muestre a Cristo y la misión que la Iglesia tiene en la sociedad vallisoletana. Pedídselo a la Virgen, para que ella vele por vosotros, amados de Dios.

† Braulio Rodríguez Plaza, Administrador diocesano de Valladolid