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Braulio Rodríguez Plaza

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Homilía

Braulio Rodríguez Plaza, nuevo arzobispo de Toledo

Toma de posesión

21 de junio de 2009


Publicado: BOA 2009, 187.


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Leemos en el Libro Santo que, muerto Moisés, el Señor le dice a Josué: «¡Ánimo, sé valiente!, que tú repartirás a este pueblo la tierra que prometí con juramento a vuestros padres. Tú ten mucho ánimo y sé valiente para cumplir todo lo que mandó mi siervo Moisés. (...) No te asustes ni te acobardes, que contigo está el Señor» (Jos 1,6-7.9). Son palabras muy pertinentes, queridos hermanos, para esta celebración y que se ajustan a mis sentimientos en estos momentos de mi vida: la tarea me supera, soy consciente de mi inadecuación a ella. ¿Qué hacer? Lo habéis oído, hermanos: ser valiente, no acobardarme, pero sólo porque está el Señor en medio de su Pueblo. ¿Cómo, en caso contrario, aceptar esta misión que Su Santidad Benedicto XVI ha querido encomendarme, y a quien agradezco de corazón su confianza? ¿Cómo adecuarme a lo que Jesucristo quiere de mí a través de quien es la cabeza del Colegio Apostólico, pastor universal? ¿Cómo presentarme aquí, ante vosotros, hermanos cardenales, arzobispos y obispos, Sr. Nuncio? ¿Me atrevería a dirigiros estas palabras, porción del Pueblo Santo de Dios que formáis la Iglesia de Toledo, sacerdotes y fieles, religiosos y consagrados? ¿O ante ustedes, Sr. Alcalde con su Corporación, Sr. Presidente de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, autoridades civiles, militares, académicas y judiciales, autonómicas o de la nación, que han querido estar presentes en la Catedral Primada? La respuesta a estas preguntas es clara: puedo presentarme ante vosotros por Cristo, de quien dice san Pablo que en Él podemos responder «Amén», pues en Él todo se ha convertido en un “sí” (cf. 2Co 1,20).

¿Por qué hablar ante vosotros, que habéis venido de tantos sitios tan queridos por mí: de la Archidiócesis de Valladolid, a quienes saludo con el corazón agradecido, de Salamanca, de Osma-Soria, de Madrid, Getafe y Alcalá de Henares, de mi pueblo natal, Aldea del Fresno —mis saludos fraternos—, y sobre todo de las parroquias de Toledo: sacerdotes, consagrados y fieles laicos? Sólo existe, en realidad, una razón de mi presencia entre vosotros. Lo afirma el Apocalipsis, cuando dice que los muros de la nueva Jerusalén «se asientan sobre doce piedras, que llevan los nombres de los doce apóstoles del Cordero» (Ap 21,14). Únicamente porque mis hermanos obispos y yo hemos sucedido a los Apóstoles como pastores de la Iglesia, podemos presentarnos ante vosotros, amados de Dios, y guiaros, santificaros y enseñaros, en comunión jerárquica con el sucesor de Pedro y con los otros miembros del Colegio Episcopal.

¡Qué misterio que podamos re-presentar a Jesucristo, Cabeza de este Cuerpo de la Iglesia! Yo me admiro y, aunque me sienta débil, la confianza se hace grande y no temo nada con el Señor. En Cristo, como obispo, según la Sagrada Escritura y la Tradición de la Iglesia, puedo ser pastor, guardián solícito, padre, hermano, amigo, portador de consuelo, servidor, maestro, hombre fuerte, sacramento de bondad. Y eso quiero ser para vosotros, queridos hermanos e hijos de Toledo, porque esas palabras me remiten a Jesucristo y me indican que he de ser hombre de fe y de discernimiento, de esperanza y de empeño real, de mansedumbre y de comunión.

Ser sucesores de los obispos, en mi caso, es llegar a Toledo tras muy preclaros arzobispos en la sucesión apostólica, algo que me da seguridad y orientación. Es, pues, momento de agradecer profundamente al cardenal D. Francisco Álvarez y al cardenal D. Antonio Cañizares sus desvelos y su vida gastada a favor de esta Iglesia. Pero no quiero olvidar a D. Marcelo, de quien tengo tan vivo recuerdo de su amistad y su sabiduría según Dios, ni al cardenal Tarancón, que fue más tarde mi arzobispo y me ordenó presbítero de la querida Diócesis de Madrid-Alcalá; tampoco a los santos arzobispos a los que venerar: san Ildefonso, san Julián, san Eugenio, y a tantos arzobispos de la historia de esta preclara Iglesia Primada.

Ser sucesor de los Apóstoles nos da la gracia y la responsabilidad de asegurar a la Iglesia de Toledo la nota de apostolicidad, pero también la posibilidad real de que el Evangelio se conserve siempre íntegro, pues el obispo está llamado a custodiar y transmitir la Sagrada Escritura, a promover la Traditio, es decir, el anuncio del único Evangelio que comprende la Palabra de Dios, la Caridad que transforma a los hombres y a nuestro mundo, y la necesaria Liturgia, la que conmemora el Misterio de Jesucristo, su Misterio Pascual.

Además de todas estas hermosas realidades, el obispo está obligado a iluminar con la fuerza del Evangelio las nuevas cuestiones que los cambios de las situaciones históricas presentan de continuo. Ahí están, ante nosotros, los cambios en las cuestiones culturales, sociales, económicas, científicas y tecnológicas. ¿Serán estas cuestiones competencia, pues, del obispo? No, si entra en el juego político; sí, si se trata de iluminar y orientar problemas concretos que tienen los hombres y mujeres, también los cristianos, y que se abordan desde una fe en Jesucristo que unifica y no crea dualismos estériles y esterilizantes, pues la verdad no destruye, sino que purifica y une.

Nos dicen en ocasiones que los católicos somos presuntuosos y miramos a los demás con desdén. No es así, y no debe ser así. También a nosotros Dios nos hace preguntas que no sabemos responder, como Job, y no nos está permitido juzgar a los demás; pero creer en Jesucristo, cuya verdad nos hace libres, no hace de nosotros hombres y mujeres que no sepan cómo comportarse ni dar sentido a su vida desde una realidad objetiva.

Eso sí, tenemos experiencia también de lo que nos ocurre cuando creemos estar solos o con Cristo durmiendo y surgen tormentas y desesperamos. También Jesucristo nos pregunta: «¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?». Yo mismo vengo a vosotros porque me apremia el amor de Cristo. Pero con vosotros, hermanos de esta Iglesia de Toledo, he de aprender una vez más la lección nunca aprendida: que si uno, Cristo, murió por todos, todos murieron, es decir, Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos.

Lo que yo deseo ahora, en este día del comienzo de mi ministerio episcopal en la Archidiócesis Primada, lo que habéis de pedirme es que tenga fortaleza interior y exterior, para que no sólo hable, sino que esté también interiormente decidido, a fin de que sea cristiano no únicamente de nombre, sino sobre todo con la vida; que sea fiel a Cristo y esté dispuesto a gastar mi vida por vosotros, para que vosotros seáis lo más grande que se puede ser en este mundo: cristiano. Recuerdo ahora lo que san Ignacio de Antioquia ya confesaba: «Lo que necesita el cristianismo, cuando es odiado por el mundo, no son palabras, sino grandeza de alma» (Carta a los Romanos 3, 1-5).

Exigidme, pues, que esté dispuesto a caminar con vosotros, a serviros, a no ahorrar tiempo para animaros, para acercarme a los problemas concretos; a acompañar a los sacerdotes y también a los niños, jóvenes y mayores, a los atribulados y más pobres, a los que sufren, a los que les cuesta transmitir la preciosa fe a sus hijos, a los parados y a los inmigrantes. Recordadme que el obispo no es obispo para sí, sino para los demás, para los muchos hijos que Dios le ha dado en Toledo, sacerdotes, seminaristas y fieles laicos, religiosos y otros consagrados, mayores y ancianos.

¿Cómo me será posible afrontar tantas cosas? ¿Lo haré yo solo? Sería una desmesura. Estáis vosotros, familias cristianas, jóvenes y niños. Estáis vosotros, queridos sacerdotes. ¿A dónde iré yo sin vosotros? Vengo a servir a una Iglesia rica en personas valiosas, en sacerdotes y fieles laicos comprometidos. La tarea eclesial no la hace uno solo y son los santos los que más hacen avanzar la nave de la Iglesia. Lo que más me ilusiona es saber que somos la Iglesia, el nuevo Pueblo de Dios, el Cuerpo de Cristo, que todos somos esa nueva humanidad en Cristo resucitado, que nos sentimos hermanos, salvados por Jesucristo. Y que tenemos que llegar a la edad adulta del Cristo total; que no somos una realidad amorfa, sino que el Señor nos ha ganado el corazón. Trabajaré con ahínco en despertar más la corresponsabilidad de todos los hijos de Dios, con una hermosísima pluralidad y diversidad de carismas, pero un solo Dios y Señor.

«Así como la cabeza y el cuerpo de un hombre (o una mujer) no hacen más que un solo y único hombre, el Hijo de la Virgen y sus miembros, los elegidos, no hacen más que un solo y único hombre y un solo Hijo del hombre. Es el Cristo total, Cabeza y cuerpo, de quien habla la Escritura (...) Por eso, conforme a esta afirmación frecuente en la Escritura, el cuerpo no es sin la Cabeza, ni la Cabeza sin el cuerpo, igual que la Cabeza y el cuerpo no existen sin Dios. Así es el Cristo total (...) En pocas palabras, si Él es Hijo de Dios por su origen, sus miembros lo son por adopción, según las palabras del apóstol Pablo: “Habéis recibido un Espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: ‘¡Abba!, Padre’”» (Isaac de Stella, Sermón 42 para la Ascensión).

A cada uno de vosotros, que bien representáis aquí a la comunidad diocesana entera, dirijo con afecto mis saludos y mis gracias más sinceras por el trabajo pastoral que lleváis a cabo. Con vosotros agradezco a D. Antonio Cañizares sus desvelos y esfuerzos pastorales de estos años, junto a monseñor Carmelo Borobia, obispo auxiliar. Por medio vuestro, envío a todas las parroquias y comunidades cristianas mi saludo cordial. Os dirijo las palabras que san Pablo escribió a los fieles de Roma: «A todos vosotros, amados de Dios que estáis (en Toledo), a los santos por vocación, a vosotros, gracia y paz de parte de Dios nuestro Padre y de Jesucristo el Señor» (Rm 1,7).

Miremos todos a la Virgen, la gloriosa Madre del Sagrario; ella nos acerca a la esperanza, pues nos precede en la peregrinación de la fe y el amor. Sí, hermanos, nuestra vida está abierta a la esperanza de la vida eterna, como se refleja en la entraña de nuestra Liturgia Hispana, que anuncia con alegría incontenible que ha triunfado el León de la tribu de Judá, nuestro Señor Jesucristo «hasta que venga glorioso desde el cielo» (in claritate de coelis). Amén.