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Santo Padre
Benedicto XVI

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Catequesis

Audiencia General

"Munus regendi"

26 de mayo de 2010


Temas: sacerdocio ("munus regendi" - oficio de gobernar).

Web oficial: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/audiences/2010/documents/hf_ben-xvi_aud_20100526_sp.html

Publicado: BOA 2010, 192.


Queridos hermanos y hermanas:

El Año sacerdotal está llegando a su término; por este motivo, en las últimas catequesis había comenzado a hablar sobre las tareas esenciales del sacerdote, es decir: enseñar, santificar y gobernar. Ya he dedicado dos catequesis a este tema, una al ministerio de la santificación —los sacramentos, sobre todo— , y otra al de la enseñanza . Por tanto, me queda hablar hoy sobre la misión del sacerdote de gobernar, de guiar, con la autoridad de Cristo, no con la propia, a la porción del pueblo que Dios le ha encomendado.

¿Cómo comprender en la cultura contemporánea esta dimensión, que implica el concepto de autoridad y tiene su origen en el mandato mismo del Señor de apacentar su rebaño? ¿Qué es realmente, para nosotros los cristianos, la autoridad? Las experiencias culturales, políticas e históricas del pasado reciente, sobre todo las dictaduras en Europa del Este y del Oeste en el siglo XX, han hecho que el hombre contemporáneo desconfíe de este concepto. Una desconfianza que, no pocas veces, se manifiesta sosteniendo como necesario el abandono de toda autoridad que no venga exclusivamente de los hombres y esté sometida a ellos, controlada por ellos. Pero precisamente la mirada hacia los regímenes que en el siglo pasado sembraron terror y muerte recuerda con fuerza que, en todo ámbito, cuando la autoridad se ejerce sin una referencia a lo trascendente, si prescinde de la autoridad suprema, que es Dios mismo, acaba inevitablemente por volverse contra el hombre. Es importante, por tanto, reconocer que la autoridad humana nunca es un fin, sino siempre y sólo un medio, y que necesariamente, en toda época, el fin siempre es la persona, creada por Dios con su propia intangible dignidad y llamada a relacionarse con su creador en el camino terreno de la existencia y en la vida eterna; es una autoridad ejercida en la responsabilidad delante de Dios, del Creador. Una autoridad entendida así, que tenga como único objetivo servir al verdadero bien de las personas y ser transparencia* del único Sumo Bien que es Dios, no sólo no es extraña a los hombres, sino que, al contrario, es una ayuda preciosa en el camino hacia la plena realización en Cristo, hacia la salvación.

La Iglesia está llamada y comprometida a ejercer este tipo de autoridad, que es servicio, y no la ejerce a título personal, sino en nombre de Jesucristo, que recibió del Padre todo poder en el cielo y en la tierra (cf. Mt 28,18). A través de los pastores de la Iglesia, en efecto, Cristo apacienta su rebaño: es Él quien lo guía, lo protege y lo corrige, porque lo ama profundamente. Pero el Señor Jesús, Pastor supremo de nuestras almas, ha querido que el Colegio Apostólico, hoy los obispos, en comunión con el sucesor de Pedro, y los sacerdotes, sus colaboradores más valiosos, participen en esta misión suya de hacerse cargo del pueblo de Dios, de ser educadores en la fe, orientando, animando y sosteniendo a la comunidad cristiana o, como dice el Concilio, «procurando personalmente, o por medio de otros, que cada uno de los fieles sea conducido en el Espíritu Santo a cultivar su propia vocación según el Evangelio, a la caridad sincera y diligente, y a la libertad con que Cristo nos liberó» (Presbyterorum ordinis, 6). Todo pastor, por tanto, es el medio a través del cual Cristo mismo ama a los hombres: mediante nuestro ministerio, queridos sacerdotes, a través de nosotros, el Señor llega a las almas, las instruye, las custodia, las guía. San Agustín, en su Comentario al Evangelio de san Juan, dice: «Apacentar el rebaño del Señor ha de ser compromiso de amor» (123, 5); ésta es la norma suprema de conducta de los ministros de Dios, un amor incondicional, como el del buen Pastor, lleno de alegría, abierto a todos, atento a los cercanos y solícito por los lejanos (cf. san Agustín, Sermón 340, 1; Sermón 46, 15), delicado con los más débiles, los pequeños, los sencillos, los pecadores, para manifestar la misericordia infinita de Dios con las palabras tranquilizadoras de la esperanza (cf. id., Carta 95, 1).

Aunque esta tarea pastoral esté fundada en el Sacramento, su eficacia no es independiente de la existencia personal del presbítero. Para ser pastor según el corazón de Dios (cf. Jr 3,15) es necesario un profundo arraigo en la viva amistad con Cristo, no sólo de la inteligencia, sino también de la libertad y de la voluntad, una conciencia clara de la identidad recibida en la ordenación sacerdotal, una disponibilidad incondicional a llevar al rebaño encomendado al lugar a donde el Señor quiere y no en la dirección que, aparentemente, parece más conveniente o más fácil. Esto requiere, ante todo, una continua y progresiva disponibilidad a dejar que Cristo mismo gobierne la existencia sacerdotal de los presbíteros. En efecto, nadie es realmente capaz de apacentar el rebaño de Cristo si no vive una obediencia profunda y real a Cristo y a la Iglesia, y la docilidad del pueblo a sus sacerdotes depende de la docilidad de los sacerdotes a Cristo; por eso, en la base del ministerio pastoral está siempre el encuentro personal y constante con el Señor, el conocimiento profundo de Él, el conformar la propia voluntad a la voluntad de Cristo.

En las últimas décadas se ha utilizado a menudo el adjetivo “pastoral” casi en oposición al concepto de “jerárquico”, al igual que, en la misma contraposición, se ha interpretado también la idea de “comunión”. Quizá éste es el punto en el que puede ser útil una breve observación sobre la palabra “jerarquía”, que es la designación tradicional de la estructura de autoridad sacramental en la Iglesia, ordenada según los tres niveles del sacramento del Orden: episcopado, presbiterado y diaconado. En la opinión pública prevalece, para esta realidad «jerarquía»*, el elemento de subordinación y el elemento jurídico; por eso, a muchos les parece que la idea de jerarquía está en contraste con la flexibilidad y la vitalidad del sentido pastoral, y también que es contraria a la humildad del Evangelio. Pero eso es un sentido* mal entendido de la jerarquía, históricamente causado también por abusos de autoridad y por un afán de hacer carrera, que son precisamente eso, abusos, y no derivan del ser mismo de la realidad “jerarquía”*. La opinión común es que la jerarquía es siempre algo vinculado al dominio y que, de ese modo, no corresponde al verdadero sentido de la Iglesia, de la unidad en el amor de Cristo. Pero, como he dicho, ésta es una interpretación errónea, que tiene su origen en abusos de la historia, pero no responde al verdadero significado de lo que es la jerarquía.

Comencemos con la palabra. Generalmente se dice que el significado de la palabra jerarquía sería “dominio sagrado”, pero el verdadero significado no es éste, sino “origen sagrado”, es decir: esta autoridad no viene del hombre, sino que tiene origen en lo sagrado, en el Sacramento; por tanto, somete la persona a la vocación, al misterio de Cristo; convierte al individuo en un servidor de Cristo y sólo en cuanto servidor de Cristo éste puede gobernar, guiar por Cristo y con Cristo. Por eso, quien entra en el Orden*<>? sagrado del Sacramento*, en la jerarquía, no es un autócrata, sino que entra en un vínculo nuevo de obediencia a Cristo: está vinculado a Él en comunión con los demás miembros del Orden sagrado, del sacerdocio. Tampoco el papa —punto de referencia de todos los demás pastores y de la comunión de la Iglesia— puede hacer lo que quiera; al contrario, el papa es el custodio de la obediencia a Cristo, a su palabra resumida en la regula fidei, en el Credo de la Iglesia, y debe preceder en la obediencia a Cristo y a su Iglesia. Jerarquía implica, por tanto, un triple vínculo: ante todo, el vínculo con Cristo y el orden que el Señor dio a su Iglesia; en segundo lugar, el vínculo con los demás pastores en la única comunión de la Iglesia; y, por último, el vínculo con los fieles encomendados a la persona, en el orden de la Iglesia.

Por consiguiente, se comprende que comunión y jerarquía no son contrarias entre sí, sino que se condicionan. Son una cosa sola (comunión jerárquica). El pastor, por tanto, es pastor guiando y custodiando la grey, y a veces impidiendo que se disperse. Fuera de una visión clara y explícitamente sobrenatural, no es comprensible la tarea de gobernar propia de los sacerdotes. En cambio, sostenida por el verdadero amor por la salvación de cada fiel, es especialmente valiosa y necesaria también en nuestro tiempo. Si el fin es transmitir el anuncio de Cristo y llevar a los hombres al encuentro salvífico con Él para que tengan vida, la tarea de guiar se configura como un servicio vivido en una entrega total para la edificación de la grey en la verdad y en la santidad, a menudo yendo contracorriente y recordando que el mayor debe hacerse como el menor y el superior como el servidor (cf. Lumen gentium, 27) .

¿De dónde puede sacar hoy un sacerdote la fuerza para el ejercicio del propio ministerio en la plena fidelidad a Cristo y a la Iglesia, con una dedicación total a la grey? Sólo hay una respuesta: de Cristo Señor. El modo de gobernar de Jesús no es el dominio, sino el servicio humilde y amoroso del lavatorio de los pies, y la realeza de Cristo sobre el universo no es un triunfo terreno, sino que alcanza su culmen en el madero de la cruz, que se convierte en juicio para el mundo y punto de referencia para el ejercicio de la autoridad como expresión verdadera de la caridad pastoral. Los santos, y entre ellos san Juan María Vianney, han ejercido con amor y entrega la tarea de cuidar la porción del pueblo de Dios que se les ha encomendado, mostrando también que eran hombres fuertes y determinados, con el único objetivo de promover el verdadero bien de las almas, capaces de pagar un precio en su persona, hasta el martirio, por permanecer fieles a la verdad y a la justicia del Evangelio.

Queridos sacerdotes, «apacentad la grey de Dios que os está encomendada (...); no por mezquino afán de ganancia, sino de corazón (...) siendo modelos de la grey» (1P 5,2-3). Por tanto, no tengáis miedo de llevar a Cristo a cada uno de los hermanos que Él os ha encomendado, seguros de que toda palabra y toda actitud, si vienen de la obediencia a la voluntad de Dios, darán fruto; vivid apreciando las cualidades y reconociendo los límites de la cultura en la que estamos inmersos, con la firme certeza de que el anuncio del Evangelio es el mayor servicio que se puede hacer al hombre. En efecto, en esta vida terrena no hay bien mayor que llevar a los hombres a Dios, despertar la fe, sacar al hombre de la inercia y de la desesperación, dar la esperanza de que Dios está cerca y guía la historia personal y del mundo: en definitiva, este es el sentido profundo y último de la tarea de gobernar que el Señor nos ha encomendado. Se trata de formar a Cristo en los creyentes, mediante ese proceso de santificación que es conversión de los criterios, de la escala de valores, de las actitudes, para dejar que Cristo viva en cada fiel. San Pablo resume así su acción pastoral: «Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros» (Ga 4,19).

Queridos hermanos y hermanas, quiero invitaros a rezar por mí, Sucesor de Pedro, que tengo una tarea específica en el gobierno de la Iglesia de Cristo, así como por todos vuestros obispos y sacerdotes. Rezad para que sepamos cuidar de todas las ovejas, también las perdidas, del rebaño que se nos ha confiado. A vosotros, queridos sacerdotes, os dirijo mi invitación cordial a las celebraciones conclusivas del Año sacerdotal, los días 9 al 11-6-2011, aquí en Roma: meditaremos sobre la conversión y la misión, sobre el don del Espíritu Santo y la relación con María santísima, y renovaremos nuestras promesas sacerdotales, acompañados por todo el pueblo de Dios. Gracias.

(Saludo a los peregrinos de lengua española, y a los jóvenes, enfermos y recién casados en la Memoria de san Felipe Neri)