Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Homilía

Corpus Christi 2010

6 de junio de 2010


Publicado: BOA 2010, 153.


La fiesta del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, que hoy celebramos, nos remite a la última Cena de Jesús con sus discípulos, cuando, la noche en que iba a ser entregado, confió a la Iglesia «el memorial de su muerte y resurrección, sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de amor, banquete pascual, en el que se recibe a Cristo, el alma llena de gracia, y se nos da una prenda de la gloria futura» (Sacrosanctum Concilium, 47). En la Eucaristía se actualiza la entrega de Jesús al Padre por la humanidad. Es fuente, centro y meta de las actividades de la Iglesia. Con la mirada de la fe y con el corazón agradecido celebremos solemne y gozosamente el sacramento por excelencia.

1. La Eucaristía es el sacramento —a saber, signo exterior e interna realidad dinámica— de la muerte y resurrección de Jesucristo, de su misterio pascual. «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!». La actualización de la Pascua de Jesús nos mueve también a nosotros a pasar de la muerte a la vida, de la tristeza al gozo, de la confusión al sentido luminoso de la existencia, de la división a la concordia, de la indiferencia hacia los demás al amor compasivo y solidario. Jesús pasó de este mundo al Padre (cf. Mt 26,17; Jn 13,1); y nosotros en la celebración de la Pascua de Jesús debemos pasar de una vida envejecida por el pecado a una vida nueva de gracia y esperanza. ¡Hagamos Pascua con Jesucristo en la Eucaristía! Cada vez que participamos en la Misa nos reconocemos peregrinos que miramos al cielo, iluminando con la esperanza los senderos de la vida. La mirada a lo alto no nos evade de las tareas diarias ni nos hace peatones de las nubes; más bien, nos fortalece en medio de las pruebas a que estamos sometidos cotidianamente. Como el profeta Elías fue reconfortado en el desierto camino del monte de Dios, en el que buscaba la fidelidad primera (cf. 1R 19,1-8), la participación en el banquete pascual nos rehace de los cansancios y nos otorga las fuerzas para proseguir en el seguimiento de Jesús. En el descampado el Señor multiplica el pan para que no desfallezcan los fatigados de la vida. «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, dice el Señor; quien come de este pan vivirá para siempre» (Jn 6,51).

2. La Eucaristía es el sacramento de la forma de presencia más intensa de Jesucristo entre nosotros. Queridos hermanos, no estamos solos ni en la vida ni en la muerte, ni en las tribulaciones y peligros. Jesús nos ha prometido su presencia: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Su compañía rompe nuestra soledad como nadie puede hacerlo. Jesús está presente cuando nos reunimos sus discípulos. «Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20).

Esta es la fórmula más elemental y básica de la Iglesia: somos los compañeros de Jesús, los acompañados por Él. Cuando reunidos escuchamos el Evangelio, Él habla a la asamblea y a cada uno buscando la respuesta personal y comunitaria. Sobre todo está presente en las especies del pan y del vino, cuando el sacerdote, obedeciendo el mandato del Señor y actuando el Espíritu Santo, dice: «Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros. Esta es mi sangre que será derramada por vosotros». La fe trasciende lo que perciben los sentidos. Nos arrodillamos con el corazón y la razón ante el Dios del poder y de la verdad. «Et, si sensus déficit, / ad firmandum cor sincerum / sola fides súfficit» (del cántico Pange lingua). «Y aunque no entendemos / basta fe, si existe / corazón sincero». «Adorad postrados este sacramento». «¡Dios está aquí! Venid, adoradores, / adoremos a Cristo Redentor» (del himno Cantemos al Amor de los amores). En la Eucaristía celebrada según el rito hispano-mozárabe, el sacerdote saluda cuatro veces a la asamblea con las palabras «El Señor esté siempre con vosotros», para subrayar las diferentes maneras de estar presente Jesucristo: en la asamblea reunida, en la Palabra y el Misterio eucarístico, en la misión de los cristianos en medio del mundo fortalecidos con la bendición de Dios. El que cree en Dios nunca está solo, ya que Dios mismo se hace su compañero y la comunidad cristiana es su compañía.

«Nosotros vencemos adorando», dijo a la luz de su experiencia un hermano de Carlos de Foucauld. Cuando entramos en el acatamiento del Señor, o mejor, cuando Él nos admite en su presencia, se establece una comunicación profunda entre Jesús presente en el Sacramento y fiel cristiano. De esta irradiación sale fortalecido el adorador para vivir con confianza y valor. Dios, que es origen, meta y guía del universo y de la historia, otorga seguridad y asidero, amparo y luz a las personas y a la sociedad. La humanidad no es una familia de huérfanos. Dios es nuestro Creador y Padre; nuestro cimiento y descanso. Cada vez está más claro el desconcierto y la intemperie que padecemos los hombres y mujeres cuando Dios no es tenido en cuenta y cuando olvidamos la “Realidad que determina todas las cosas”. La adoración eucarística implica poner en manos de Dios la vida entera con sus incertidumbres y este apoyo en Dios derrama serenidad en el corazón. La fe es reposar la existencia en el Dios Santo, Fuerte e Inmortal. (cf. Is 7,9; 28,16; 30,15). La adoración de Dios solo, sin postrarse ante los ídolos, es fuente de libertad personal y de orientación social. Arrodillarnos esta mañana ante el Santísimo Sacramento es un gesto del cuerpo que manifiesta el respeto a Dios y la disponibilidad para aceptar su voluntad. «No adoréis a nadie más que a Dios». La visita al Señor presente en el Sagrario hablando con el Amigo que nos ama, dedicando el tiempo a creer, orar y amar, es una preciosa ocupación. Estas actitudes profundas edifican a la persona creyente desde los mismos cimientos. Aclamar al Señor presente en la custodia, durante la hermosa procesión de esta mañana por las calles y plazas, significa que deseamos que nuestra vida entera esté iluminada por su presencia.

San Pablo recuerda la tradición que procede del Señor, según la cual la noche en que iba a ser entregado instituyó el sacramento de la Eucaristía diciendo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía». Apelando a la voluntad de Jesús corrige la forma pervertida de celebrar en la comunidad de Corinto la Cena del Señor, pues los que tienen humillan a los que no tienen y ahondan el foso de la división.

Cuando el Señor se entrega por amor, ellos se comportan de manera contraria (cf. 1Co 11,17-26). La Eucaristía auténticamente celebrada afianza la unidad de la Iglesia y promueve la fraternidad entre todos. De la Eucaristía brota la caridad.

3. La fiesta del Corpus Christi y Cáritas, como amor cristiano y como organización-insignia de los servicios caritativos y sociales de la Iglesia, están íntimamente unidos. Comer en la mesa del Señor nos lleva a la comunión fraterna y a la conmensalidad en los bienes de la tierra; comer juntos es ofrecer confianza y recibir confianza; la mesa compartida hace familia. De la Eucaristía en que comemos el Cuerpo de Cristo deriva como exigencia natural formar cuerpo entre los participantes; en la Eucaristía se significan los dones de la paz y la unidad eclesiales. A su vez, la colaboración generosa en las actividades caritativas de la Iglesia se renueva participando en la Eucaristía. En el doble sentido discurre la relación: De la Eucaristía a Cáritas y de Cáritas a la Eucaristía. La recepción del Cuerpo entregado del Señor alienta nuestra entrega a los hermanos. Y la garantía de la originalidad y fecundidad de Cáritas depende de su estrecha relación con la Eucaristía; ésta muestra su autenticidad cuando lleva a las obras de caridad y a los trabajos de evangelización.

La Eucaristía, además de ser el sacramento de la fraternidad de los cristianos y de la unidad de la Iglesia, es fermento de solidaridad con todos los hombres y mujeres, con los cercanos y los distantes. ¡Que la Iglesia sea acogedora con los inmigrantes para invitarlos a formar parte del hogar de la fe y para atenderlos con el espíritu del buen samaritano! La Eucaristía es escuela de paz, de reconciliación, de compartir el pan con los necesitados y también sus apuros y los sufrimientos. En el Evangelio aprendemos a responder al rechazo con la cercanía, al odio con el amor, a la indiferencia con la generosidad.

Cuando tantas personas y familias tienen escaso e inseguro el pan, debemos poner nuestras cosas, nuestro tiempo y nuestra persona en manos del Señor para que se renueve el prodigio de la multiplicación de los panes. Lo más genuino brota del corazón redimido del egoísmo y no busca el aplauso de las personas, porque el testigo supremo de la vida es Dios que impulsa al amor y ve en lo escondido.

El Señor, que nos enseñó a pedir al Padre del cielo el pan de cada día, dice a los discípulos en el Evangelio que hemos escuchado: «Dadles vosotros de comer» (Lc 9,13). Orar y trabajar son compatibles; no podemos pedir a Dios aquello por lo que nosotros no estamos dispuestos a trabajar. La oración abre el corazón al amor y las manos a la generosidad. La Iglesia también puede decir, como los discípulos a Jesús: «No tenemos más que cinco panes y dos peces» (Lc 9,13). ¿Qué es esto para tantos? Puede acecharnos, queridos hermanos, el peligro de quedarnos abrumados por la debilidad de nuestras fuerzas y por la magnitud de las necesidades; pero en la escuela del Evangelio aprendemos a valorar lo pequeño y a renunciar a la tentación de cargar sobre nuestros hombros el destino de la historia entera. Cáritas, que es parte de la Iglesia, puede hacer algo, bastante, mucho. ¡No dejemos de hacerlo! Puede ser fermento para que otros se movilicen a favor de la solidaridad. ¡No dejemos de invitar a esta empresa inmensa de la fraternidad!

Santa Teresa de Jesús, con sabiduría evangélica, invitaba a sus hijas del Carmelo: Ante los inmensos desafíos de la humanidad, «hagamos lo poquito que esté en nosotras». La bendición de Jesús multiplicó el pan, que sació a los hambrientos y sobró, y hará fecundos nuestros esfuerzos.

Queridos hermanos y hermanas, la Eucaristía es banquete pascual, presencia singular de Jesús con su cuerpo y con su sangre, y es manantial de amor y de solidaridad. ¡Que interceda por nosotros Santa María, la Virgen Madre de Dios y Madre nuestra!