Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Catequesis

Peregrinación y Encuentro de Jóvenes en Santiago de Compostela 2010

Jesús es nuestra paz

7 de agosto de 2010


Publicado: BOA 2010, 251.


Santiago de Compostela, que custodia la tumba y la memoria de Santiago, discípulo, apóstol y mártir de Jesucristo, es desde hace más de un milenio meta de peregrinaciones desde el centro de Europa, fermento de unidad entre hombres y pueblos, vehículo de fraternidad y cultura, llamada a la penitencia y la reconciliación, parábola del camino que es la vida humana, símbolo de esperanza y trascendencia del hombre, encuentro en el itinerario de personas antes desconocidas, despertador de la fe cristiana, impulso renovador y evangelizador. El Año Santo Jacobeo, o de la “Gran Perdonanza”, activa particularmente esta riqueza de significados, que se han ido acumulando a lo largo de la historia en el Camino de Santiago. Aquí hemos venido nosotros, reavivando la vida como peregrinación, y aquí llegará el papa Benedicto XVI, como peregrino, a principios de noviembre, según ha recordado el 25-7-2010, fiesta del Apóstol. El Camino de Santiago y la peregrinación jacobea es una experiencia y un aprendizaje a superar obstáculos, a caminar juntos y a testificar la fe, la esperanza y el amor cristianos. Salir al camino cargando con la mochila implica dejar la comodidad, vencer la rutina gris de la vida y despertarnos del sopor que nos adormece. ¡Es tiempo de caminar! (santa Teresa de Jesús). «Sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con constancia la carrera que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe» (Hb 12,1-2). No es tiempo de lamentaciones ante los males de la historia ni de quedarnos postrados, nutriendo el corazón con el veneno del escepticismo y sembrando desencanto.

Conservo viva todavía la impresión que me produjo, al comienzo de mi ministerio episcopal en Bilbao, una visita que hice a una casa de enfermos terminales de sida, atendida por Hijas de la Caridad. Ya habían muerto allí muchos, sobre todo jóvenes. Una hermana me dijo con la sencillez y hondura que caracteriza a lo auténtico: “Señor Obispo, aquí han muerto muchos enfermos —Recordemos que hace quince años los medicamentos eran escasos y difíciles de conseguir—. Hasta ahora ninguno ha muerto sin haberse reconciliado con Dios, con la familia y consigo mismo”. Los tres términos de la reconciliación son significativos y están conectados entre sí. Con la fuerza del Señor, en un ambiente de amor y respeto, se puede iniciar y recorrer el itinerario de la reconciliación. De hecho, el diálogo con los enfermos transmitía, en medio de la dura situación, algo profundamente humanizador. La cruz del Señor, asumida personalmente, comunica la gracia que mana de las heridas de Jesús y brota de su costado abierto.

Escuchemos Ef 2,11-22, que habla de la muerte de Jesús como reconciliación de los hombres y como fundamento de la Iglesia. En torno a este texto gira nuestra catequesis.

Jesús recibe varias decenas de nombres en el Nuevo Testamento que expresan su identidad personal y el sentido salvífico de su vida, de su muerte y de su obra. Unas veces son títulos mesiánicos (Hijo de David, Mesías, Hijo del hombre), otras son nombres de la esperanza de Israel (nuevo Moisés, nuevo templo), otras son designaciones de realidades salvíficas (sabiduría, redención, justificación, santificación), otras son realidades fundamentales de la vida (pan, luz, camino, piedra, agua, puerta). Recuerdo brevemente el alcance de algunas denominaciones (V. Taylor, The names of Jesus, Londres 1962).

A Jesús lo llamamos Mesías, es decir, Ungido, consagrado y enviado por Dios para cumplir las promesas de salvación hechas a la humanidad. Jesús es Mediador entre Dios y los hombres, ya que siendo Dios y hombre verdadero une a modo de puente a la humanidad con Dios, al cielo y a la tierra. San Agustín, dialogando con el Señor, recuerda en las Confesiones cómo suspiraba desde el abismo de su infidelidad: «¿Quién hallaría yo que me reconciliase contigo?». Y halló esta respuesta: «El Mediador entre Dios y los hombres, que tuviese algo de común con Dios y algo de común con los hombres» (X, 42, 67). Jesucristo, «en la unidad de la Persona divina, es Dios y hombre juntamente; por ello, es camino y patria: camino como hombre y patria como Dios. “Cristo Dios es la patria a la que esperamos. Cristo es la vía por la que caminamos” (Sermón 124, 3)» (A. Trappè, Agostino Aurelio, en: Biblioteca Sanctorum I, col. 577). El Hijo de Dios, al hacerse hombre, se convirtió en el camino de la verdad y la vida. Jesús es el sumo sacerdote de la nueva alianza, que con amor entregó al Padre su vida obediente como sacrificio superior a todos los sacrificios anteriores. Fue al mismo tiempo Sacerdote, Víctima y Altar, como enseñan los Padres de la Iglesia y celebra la Liturgia. Jesús es el Buen Pastor que nos protege, nos alimenta, nos reúne, nos conduce a las fuentes de la vida; se expone al peligro y entrega la vida por el rebaño que el Padre le ha confiado. Jesús es el Redentor de los hombres, ya que nos ha rescatado de la esclavitud del pecado y de la deshumanización que el pecado engendra, y con su sangre nos ha hecho hijos de Dios y familia de los santos. Como en la sangre de Jesús se expresa el amor hasta la entrega de la vida, el Nuevo Testamento habla con frecuencia de la sangre redentora de Cristo (cf. Ef 1,7; Col 1,20). Jesús es el Amigo que nunca falla. Es el Camino, la Verdad y la Vida (cf. Jn 14,6). Es el Pan de vida eterna (cf. Jn 6,51). Es la Palabra personal pronunciada por Dios en la eternidad (cf. Jn 1,1.14) y que debemos escuchar en el silencio. Es la Imagen y el Icono de Dios invisible (cf. Col 15). Sólo Él tiene palabras de vida eterna; por ello, siguiéndole no nos confundimos, no nos extraviamos, no perdemos el camino durante el tiempo de la peregrinación que conduce hasta la patria del cielo. Él nos enseña a vivir como hijos de Dios y como hermanos de todos los hombres y mujeres.

En esta catequesis queremos ir al encuentro de Jesús que es nuestra paz (Ef 2,14; cf. Is 9,6; Mi 5,4; Za 9,10; Lc 2,14). San Pablo, en la Carta a los Efesios, que eran cristianos procedentes del paganismo, aludiendo al muro que separaba a judíos y gentiles en el templo de Jerusalén, proclama que Jesús es la Paz que une a los dos pueblos, que reconcilia a la humanidad entera. En este rico pasaje de la carta recuerda primero Pablo la situación de los gentiles: «Estabais lejos de Cristo, excluidos de la ciudadanía de Israel y extraños a las alianzas de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Ef 2,12). En contraste con la situación precedente anuncia Pablo lo que ha realizado Jesucristo: «Ahora —gracias a Cristo Jesús— los que en un tiempo estabais lejos, estáis cerca por la sangre de Cristo. Él es nuestra paz, el que de los dos pueblos ha hecho uno, derribando con su cuerpo el muro que los separaba: la enemistad. Reconcilió con Dios a los dos en un solo cuerpo mediante la cruz, dando muerte en Él a la enemistad. Por eso, vino a anunciar la paz: paz a vosotros los de lejos, y paz también a los de cerca. Así, unos y otros podemos acercarnos al Padre por medio de Él con un mismo Espíritu» (Ef 2,12-18; cf. Is 57,19). Jesucristo es «la piedra angular» sobre la que reposa el edificio de la Iglesia, que es el templo, la casa y la morada de Dios, en la que habitan unidos judíos y gentiles (cf. Ef 2,19-22. 1P 2,4-10). Si la iglesia hubiera sido edificada sobre arena, terreno movedizo o tierra pantanosa, se agrietaría la casa y su ruina sería grande (cf. Mt 7,24-27. 1Co 3,10-17). Estamos edificados sólidamente, siendo Dios el constructor y Jesucristo el cimiento.

Hagamos algunas reflexiones a la luz de este rico pasaje paulino:

a) Diariamente levantamos muros de separación y de ruptura: Entre persona y persona, en el matrimonio y la familia, en los grupos sociales dentro de la sociedad, entre los cristianos dentro de la Iglesia, unos pueblos contra otros, bloques de la humanidad enfrentados y divididos. Durante varios decenios el llamado “muro de Berlín” dividió no sólo a la ciudad y a Alemania, sino también a Europa, e incluso se proyectó creando bloques contrapuestos y años de “guerra fría” sobre la humanidad. En la ciudad de Jerusalén se levantó otro llamado muro de la vergüenza. Ha habido diversas formas de separaciones y rupturas: apartheid de negros y blancos, discriminación entre los de dentro y los de fuera, de ricos y pobres, de varones y mujeres, de los nuestros y los otros. A veces se forman grupos cerrados en sí mismos dentro de la Iglesia, abocados a la marginalidad y a la esterilidad. ¿No quedan en vía muerta los grupos que practican sistemáticamente el disenso? Llama la atención cómo, incluso en situaciones graves, somos incapaces de concertar las voluntades y unir los esfuerzos para responder adecuadamente a los desafíos que a todos amenazan. Sería muy conveniente que reflexionáramos sobre los muros que construimos y que debemos derribar. Y es decisivo descubrir cuál es la fuerza que levanta los muros. ¿No es el odio, el desprecio de unos a otros, la violencia, la incomunicación orgullosa?

Un muro divisorio en el complejo del templo de Jerusalén excluía a los gentiles de las zonas específicamente religiosas, a cuyos atrios accedían diferenciadamente los judíos, las mujeres y los sacerdotes. En el lugar más santo sólo entraba el sumo sacerdote una vez al año. Los paganos no podían traspasar el atrio de los judíos. Hace poco ha utilizado el Papa la comparación de los diferentes atrios del templo para proponer a la Iglesia la creación de una especie de “atrio de gentiles”. La Iglesia debe estar en comunicación particular con las personas que, aunque no se reconocen creyentes, sienten la ausencia de Dios, experimentan la nostalgia de Él y a su manera continúan buscándolo. ¿No será una de las tareas del nuevo Consejo Pontificio para la Evangelización? Los cristianos debemos cultivar la relación apostólica en nuestro entorno con quienes no se confiesan creyentes, pero aprecian la fe y la valoran positivamente en los que la profesan y la viven. Israel llamaba “prosélitos” a los que se habían acercado, a los que simpatizaban con su religión; de modo semejante, mantengamos la comunicación con los que, sin estar dentro de la Iglesia o de la fe, no se sienten distantes; o, con palabras de la lectura, se aproximan al templo hasta el atrio de los gentiles.

b) Jesús ha dado muerte al odio en la cruz, para reconciliar a través de su sangre a todos los hombres, judíos y gentiles, en su cuerpo entregado y glorioso. Recordemos cómo Jesús pidió al Padre perdón para los que lo crucificaban e insultaban estando colgado en la cruz: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34; cf. Is 53,12). No devolvió insulto por insulto (cf. 1P 2,23; cf. 2Co 5,18-21). Si la sangre de Abel reclamaba venganza al cielo (cf. Gn 4,9-12), la sangre de Jesús, en cambio, habla mejor que la de Abel, ya que solicita perdón y misericordia (cf. Hb 12,24). Es más excelente ofrecer perdón que exigir rigurosamente el cumplimiento de la ley del talión (“ojo por ojo y diente por diente”: por ese camino todos quedaríamos desdentados y tuertos o ciegos).

Jesús ha realizado en el momento crucial de su vida lo que enseñó con una originalidad sin precedentes: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen» (Lc 6,27-28). Jesús enseña lo que vive y vive lo que enseña (cf. Mt 18,21-22.35); y sus discípulos, que habían escuchado la enseñanza del Maestro, que sabían cómo había muerto y que en la resurrección recibieron el sello de la paz, practicaron el perdón (cf. Hch 7,60) y lo anunciaron a todos (cf. Hch 10,42-43; 2Co 5,18-21). Vencer el mal con el bien (cf. Rm 12,21) es lo contrario de la espiral de violencia que aumenta el mal. Matando en el corazón el rencor con los buenos sentimientos, imitando con las palabras y las obras la bondad del Padre del cielo, no tomando cuentas al mal, se construye la paz. Contra lo que pensamos instintivamente, el perdón no es señal de debilidad ni debilita las relaciones humanas; al contrario, el perdón manifiesta la grandeza del alma y abre las vías al futuro y a la esperanza; el perdón abre a un nuevo comienzo. En este Encuentro recibimos la cruz de las Jornadas Mundiales de la Juventud, que peregrina con los jóvenes por todos los rincones del mundo, reavivando en cada uno de nosotros el sentido cristiano de la cruz. La cruz convertida por Jesucristo en árbol de salvación, es revelación del amor de Dios, de la sabiduría evangélica, de la genuina libertad y de la paz verdadera.

c) ¿Qué impulso levanta muros de división entre hombres y mantiene las heridas emponzoñadas? Jesús mató en su corazón el odio, que es el germen de la división. Perdonando ha derribado el muro de separación que es la enemistad; aquí reside el centro de este pasaje de la Carta de san Pablo. Jesús enseñó: «Lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas» (Mc 7,20-21). Del corazón salen las rivalidades, las divisiones, la envidia, la avaricia, los adulterios (cf. Ga 5,19-26). De lo que hay en el corazón hablan los labios; la violencia se gesta y se fragua en la cabeza y en el corazón; no se desarman las manos si no se pacifica el corazón y no aclara la mente sus confusiones y engaños. Sólo con un «corazón nuevo», con un «corazón de carne» (cf. Ez 36,26), podemos ser auténticamente pacificadores y creadores de un mundo nuevo y mejor. Si el Espíritu del Señor no reúne a los dispersos y no derrama el amor en nuestros corazones (cf. Rm 5,5), no podemos amar como Jesús nos ha amado (cf. Jn 13,34). ¡Que el Espíritu del Señor venza en nosotros el deseo de revancha, desoyendo el adagio “el que me la hace me la paga”; nos libere del resentimiento que es como veneno del alma; que destruya el “nido de víboras” al que a veces se parece nuestro corazón! Hay una forma de odio que conduce hasta tachar al otro de la lista y declararlo inexistente para nosotros; como si definitivamente nada quisiéramos compartir con él en el futuro. Es una especie de damnatio memoriae por la que en la antigua Roma se raían los nombres “condenados al olvido” que habían sido grabados en las esculturas y edificios, y se destruían sus efigies y estatuas. Declarar al otro excluido irrevocablemente del ámbito de nuestra vida es una forma de matarlo en el corazón (cf. 1Jn 3,15, que recuerda el ejemplo de Caín en el versículo 12). Decir sí al otro es restablecer la convivencia con él y mostrarle la disponibilidad a caminar juntos. El perdón une a los enemigos para construir en concordia el futuro.

d) Jesús es el «mediador de una alianza nueva» (Hb 12,24). A través de la muerte pacificadora de Jesús, Dios ha sellado la alianza eterna con la humanidad. Jesús, en la última Cena con sus discípulos antes de morir, instituyó el memorial de su muerte, aceptada libremente por nosotros. Así nos amó hasta el extremo, desbordando la medida de lo razonable, podríamos decir. Después de cenar tomó el cáliz y dijo: «Esta copa es la nueva alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en memoria mía» (1Co 11,25; cf. Lc 22,20). Al participar del pan que es comunión con el cuerpo del Señor entregado por nosotros y al beber de la copa de la nueva alianza, que contiene la sangre de Cristo, entramos en comunión profunda de alianza de amor con el Señor y entre nosotros. En el Cuerpo de Cristo somos cuerpo de Cristo. Por la participación en la Eucaristía, memoria actualizadora de la muerte y resurrección de Jesús, somos capacitados y al mismo tiempo urgidos a compartir los bienes que recibimos de Dios, a ser hermanos de la misma familia, a vivir la fe en solidaridad honda como miembros del cuerpo de Cristo, a participar en la vida y la misión de la Iglesia, a vivir en el amor con los rasgos nuevos y distintivos que recibió Jesús (cf. 1Co 13,4-7). El signo de la paz que intercambiamos en la celebración eucarística es muy elocuente; Jesús presente en la eucaristía nos da su paz, que compartimos los participantes a través de un signo social expresivo (apretón de manos, abrazo, beso, inclinación de respeto); y lo celebrado nos emplaza a ser pacificadores, allí donde transcurra nuestra vida diaria y encontremos hermanos.

e) La Iglesia es, por consiguiente, el pueblo nuevo de Dios, con quien el Señor ha sellado el pacto para ser nuestro Dios, y nosotros hemos prometido ser su pueblo. Por el bautismo formamos parte de la comunidad de la alianza. «Dios quiso salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente» (Lumen gentium, 9) . Dios, que es fiel a sus promesas y no se arrepiente de habernos llamado, espera de nosotros y nos acompaña. No vive cada uno aisladamente y a su aire sino en la comunión de la Iglesia, que es unidad con Cristo de todos y cada uno, y unidad entre todos. La unidad de los cristianos en la Iglesia no es únicamente cuestión de solidaridad social, ni se sostiene y rehace solamente con habilidades y recursos pedagógicos, sino que nace de la comunión profunda en la fe con Jesucristo, nuestra paz. «Él es la palabra que nos salva, la mano tendida a los pecadores, el camino que nos conduce a la paz» (Plegaria Eucarística de la Reconciliación II). En la cruz, donde Jesús es el supremo pacificador que ha reunido a la humanidad dividida y dispersa, está naciendo la Iglesia (cf. Jn 11,52; 19,24-37). La Iglesia es el pueblo de Dios que peregrina entre las tribulaciones del mundo y los consuelos de Dios, que busca la ciudad futura, la nueva Jerusalén (cf. Lumen gentium, 9). La Iglesia es como una caravana de peregrinos, que animados por la fe y la esperanza caminan hacia la gloria del cielo. No tenemos aquí morada permanente.

La peregrinación jacobea termina en la catedral de Santiago de Compostela; pasando por la puerta santa o del perdón, que significa la purificación de los pecados reconocidos a lo largo del camino; rezando el credo junto al sepulcro de Santiago, testigo acreditado del Señor; dando el abrazo tradicional al Apóstol como signo de adhesión y gratitud por su ayuda; participando en el sacramento del Perdón o de la Reconciliación; y tomando parte en la Eucaristía, podemos cruzar el “pórtico de la gloria” para cantar eternamente con los ángeles y los santos las misericordias del Señor.

Santuarios de Santa María la Virgen jalonan constantemente la peregrinación jacobea. Recibimos en nuestro Encuentro de Jóvenes el icono de la Madre del Señor. A ella pedimos: “¡Ven con nosotros al caminar, Santa María, ven!”.