Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Catequesis

A los jóvenes de Valladolid sobre la Cruz de Cristo

23 de octubre de 2010


Publicado: BOA 2010, 292.


  • (Introducción)
  • 1. Antes de la Crucifixión
  • 2. Después de la Resurrección

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    Estos días han estado en nuestra diócesis la Cruz de los Jóvenes y el Icono de la Virgen, símbolos de las Jornadas Mundiales de la Juventud y antesala de la que viviremos el próximo mes de agosto en Madrid . Agradezco la acogida que habéis dado a tan ilustres visitantes.

    Hoy nos hemos reunido en la S. I. Catedral para ponernos, de nuevo junto a la Cruz y junto a María, como discípulos, como cristianos en el camino de la Vida.

    ¿Qué significa la Cruz del Señor? ¿Qué tiene que ver con nosotros? ¿Permanecemos nosotros, como María, junto a la Cruz de Jesús? ¿Cargamos con nuestra cruz? ¿Ayudamos, como El Cireneo, a llevar la cruz de otros hermanos?

    No olvidemos que la cruz es el instrumento de tortura más cruel que ha inventado la humanidad para proporcionar a las personas una muerte lenta, sofocante y desesperante. En Roma, era una manera de morir indigna, reservada para extranjeros, enemigos o personas sin calificación humana.

    Hablando de torturas, varias veces he tenido la oportunidad de visitar el campo de concentración de Dachau, cerca de Múnich (Alemania). En este lugar hay tres monumentos-memorial a los miles de seres humanos que fueros asesinados allí: uno de los judíos, otro de los protestantes y otro de los católicos. Este último es una simple cruz de hierro, herrumbrosa, sin adornos,... desnuda. En aquel campo fue humillada la dignidad humana: antes de morir en las cámaras de gas, las víctimas pasaron frío, hambre y miedo. No es un lugar para la poesía, sino para la meditación. Y junto a aquella cruz tosca, mirando a la explanada, a los barracones, a las alambradas y a los hornos crematorios, es fácil estar en silencio y rezar.

    Y en la oración, la cruz siempre aparece como símbolo de lo que padeció Jesús por amor al Padre y por amor a nosotros. También es símbolo de lo que eliminaríamos de nuestra vida, si pudiéramos. Para algunos la cruz es rechazada como escándalo y como insensatez. Otros la saludamos como cruz gloriosa, como árbol de la salvación, como tronco abrupto en que estuvo pendiente la salvación del mundo (así la veneramos el día de Viernes Santo).

    De esta aparente contradicción se deduce que la Cruz de Cristo puede contemplarse desde dos perspectivas: antes de la crucifixión y después de la resurrección. Antes es símbolo de oprobio e ignominia; después, es testimonio glorioso y fuente de salvación y esperanza.

    1. Antes de la Crucifixión

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    En la vida pública de Jesús, todo lo que sucede antes de la confesión de Cesarea de Filipo le había convertido en un predicador con éxito. A partir de ese momento, sin embargo, la actitud de Jesús cambia y se dirige sobre todo a sus amigos más cercanos, en conversaciones y catequesis privadas: les anuncia que van a subir a Jerusalén, que será rechazado, entregado en manos de sus enemigos, que lo condenarán a muerte (Mc 8,31 y ss.; 9,30 y ss.; 10,32 y ss.).

    La reacción de los discípulos siempre es la misma: se resisten a aceptar semejante anuncio; habían imaginado el futuro de Jesús y el suyo propio de forma triunfante, nunca de forma servicial y, mucho menos, sufriente. Por eso, cuando el anuncio de Jesús se cumplió, quedaron desconcertados, con la esperanza truncada (cf. relato de los discípulos de Emaús). Para un judío la palabra “mesías” y la palabra “crucifixión” eran incompatibles, así que todos huyeron, abandonando a Jesús o negándolo.

    Es curioso constatar en el Evangelio cómo Jesús va pasando de mano en mano hasta que es levantado clavado en la cruz: Judas, con un beso, entrega a Jesús a los soldados enviados para prenderlo; los enviados por los jefes del pueblo lo entregaron al Sanedrín y al Sumo Sacerdote; éstos se lo entregaron a Pilato; Pilato se lo entregó a los verdugos, que lo azotaron y ridiculizaron antes de devolvérselo; después de lavarse las manos, de nuevo Pilato lo entregó para que lo crucificaran; y, finalmente, los verdugos lo entregaron a la muerte.

    Podemos decir que la Cruz es el resultado del rechazo de los hombres que se niegan a escuchar el Evangelio de Jesús, porque en nuestros cálculos de realización personal no entran la humillación, el último puesto, ni dar la vida por el Reino de Dios o por los demás. Cuando a Jesús se le complicó la vida, sus discípulos lo entregaron, lo negaron y lo dejaron solo con el Padre. Aunque Jesús pidió compasión, nadie la tuvo.

    Esto demuestra la incomprensión sobre el no-sentido de la cruz, que se hace patente en la narración evangélica. Nadie quiere sufrir. Y el propio Jesús, en la proximidad de su pasión, tiembla, llora ante el Padre, el único que podía arrancarlo de la muerte. En Getsemaní ocurrió un hecho contradictorio: abatido, resistiéndose la carne de Jesús al sufrimiento y a la cruz que le esperaban, siente pavor y angustia («Abba —Padre—, pase de mí este cáliz»: Mc 14,36); pero, finalmente, es capaz de vencer la debilidad («Pero no se haga lo que yo quiero sino lo que quieres Tú»: Mc 14,36). La oración del Huerto de los Olivos es sublime por la fragilidad que muestra Jesús y, a la vez, por la obediencia que le hace ponerse en manos del Padre, para que Él decida sobre su vida más allá de los sentimientos y deseos inmediatos.

    Y, misteriosamente, el Padre no intervino salvando a Jesús de la Muerte; lo salvó resucitándolo. Ni el mismo Jesús, que tenía poder para entregar la vida y retomarla, instrumentalizó su poder para salvarse así, como le dicen sarcásticamente cuando estaba en la cruz («A otros salvó pero Él no puede salvarse a sí mismo. Si es el hijo de Dios, que baje de la cruz y lo creeremos»: Mt 27,42). Jesús murió en manos de sus enemigos y depositó su espíritu en manos del Padre, que lo amó de forma original. No ahorrándole la cruz, sino confortando y sosteniendo a su Elegido.

    Desde ese momento, la última palabra no es la cruz, «pero era necesario que el Mesías padeciera para entrar así en la Gloria de Dios» (Lc 24,26). La sepultura no es el punto de destino; morir es cruzar una puerta acompañados por Aquél que murió por nosotros y resucitó para nuestra salvación.

    2. Después de la Resurrección

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    En el Nuevo Testamento se puede apreciar cómo la Cruz iluminada por la resurrección o, de otra manera, la Victoria del Resucitado, es el foco que pone luz a la vida anterior de Cristo: lo que hizo, lo que dijo, lo que padeció. Al mirar al Crucificado nuestra mirada se hace fe, esperanza, arrepentimiento y pide misericordia. Sin la cruz y sin la resurrección, el Nuevo Testamento sería un enigma.

    Cuando los apóstoles encuentran a Jesús, vencedor de la muerte, todo cambia definitivamente: la cruz ya aparece integrada en su relación con Jesús («Lejos de mí gloriarme sino en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo»: Ga 6,14). El centro del Evangelio es Jesús crucificado y resucitado. En el resumen que da Pablo (1Co 15,1 y ss.) de su predicación, al fundar la comunidad de Corintio, lo expresa con claridad: «El evangelio que os he predicado, que habéis creído y que os va a salvar es que Jesús murió por nuestros pecados, que resucitó al tercer día según las escrituras y que se apareció a Pedro».

    La palabra de Jesús en el Evangelio es la palabra de un viviente que pasó por la cruz. No es la de un sabio o letrado judío singularmente perspicaz o la de un profeta. Todo pasa ya por la cruz y la resurrección. No hay otro Jesús que el crucificado, vivo para siempre, sentado a la derecha del Padre. Desde la cruz iluminada podemos recibir la revelación de su vida y de su muerte.

    Clavado en la cruz, Jesús pidió al Padre que perdonara a quienes lo habían crucificado. El que mandó perdonar a los enemigos da ejemplo: frente al odio, responde con amor; cuando lo insultan, no devolvía el insulto; por eso, el anuncio del Cristo crucificado es, para nosotros, el anuncio y la promesa del perdón de los pecados.

    Jesús entrega su vida al Padre, enseñándonos el rostro de Dios, compasivo y misericordioso. Dios no es distante, ni insensible, ni ajeno a la cruz. El rostro de Dios en la Cruz es el Amor («Tanto amó Dios al mundo, que nos entregó a su hijo único, para que todo el que crea en Él tenga vida eterna»: Jn 3,16-18). Jesús muerto y resucitado nos revela cómo es el Dios-Amor. Y la Eucaristía es el memorial sacramental de la entrega de Jesús, sin resentimiento ni amargura.

    Valga como conclusión recordar que a la cruz la saludamos el Viernes Santo con la expresión “árbol de la vida”, en contraste con el “árbol del paraíso”, donde Adán y Eva mordieron la manzana. La obediencia de Jesús, que pasó por el abismo de la cruz (Flp 2,8) ha abierto un camino de vida en la desobediencia de Adán. Es el árbol de la Cruz, fuente de vida eterna. De las heridas del crucificado brota la salvación. Y junto a Él, en la cruz, la Virgen permanece en pie. Esperemos, pues, con María cuando nuestra vida vacile.