Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Carta

Queremos ver a Jesús

24 de octubre de 2010


Publicado: BOA 2010, 283.


«Queremos ver a Jesús» (Jn 12,21). Este deseo expresado por unos griegos que habían llegado a Jerusalén para la Fiesta de Pascua, y dirigido a Felipe, uno de los Doce que acompañaban a Jesús, es el lema de este año para la Jornada Mundial de las Misiones. El Evangelio se abre más allá de las fronteras de Israel. ¿Movía a aquellos griegos la curiosidad por ver a Jesús, de quien habían oído a muchos contar cosas inauditas? ¿Suplicaban poder encontrar a quien presentían en su interior como el Salvador del mundo? ¿No existe en nuestro tiempo una añoranza de Dios, aunque el término del deseo reciba también otros nombres? ¿No hay, más allá de la perceptible indiferencia, del rechazo y hasta de la agresividad de muchos de nuestros contemporáneos hacia lo religioso, una búsqueda de salvación, de sentido que ilumine la vida, de norte que nos oriente en medio de nuestro caos y confusiones? ¿No existe en el sentimiento de vacío una querencia del Dios desconocido? A veces puede vislumbrarse la necesidad de Dios en forma de ausencia. Todos buscamos el bien, la felicidad, la paz, la vida plena; y esta búsqueda señala hacia dónde tiende nuestro corazón.

Los peregrinos griegos de hace dos mil años, y también los hombres y mujeres de nuestro tiempo, piden a los discípulos de Jesús, nos piden a los cristianos, que no sólo hablemos de Jesús, sino que les ayudemos a ver a Jesús, que les mostremos el rostro del Redentor que ha venido a salvar a todos los hombres, de todos los pueblos, de todas las generaciones. A esta búsqueda, a veces inconsciente, debemos intentar responder los cristianos, que en virtud del Bautismo somos misioneros del Evangelio y miembros de la Iglesia, que es misionera por naturaleza.

¿Cómo podemos mostrar a los demás el rostro de Jesús, que es Imagen del Dios invisible (Col 1,15)? ¿Cómo podemos testimoniar a Jesucristo sus seguidores a quienes no lo conocen todavía, o no han tenido un encuentro vital con Él, o lo han olvidado y dejado al margen? ¿Cómo es posible, además de hablar con Él, hacerlo visible? Las palabras deben ser respaldadas con la elocuencia de las obras y de la vida. Las palabras mueven, el ejemplo arrastra. No amemos sólo de palabra y con la boca, sino con obras y de verdad. La situación de la fe cristiana en nuestro mundo reclama de los cristianos que transparentemos a Dios, que hagamos razonable y atractiva la fe.

Para desbloquear la actitud de quienes dicen no creer en Dios y aparentan tranquilidad, o suscitar esperanza en quienes padecen el sentido de su ausencia, es muy importante remitirles al amor a los necesitados. Como el hombre ha sido creado a imagen de Dios, a través de las personas se nos abre la vía para encontrar a Dios. Podemos recorrer el camino desde el original a la imagen y desde la imagen al original. Si ellos nos preguntan: “¿Dónde está tu Dios?”, nosotros podemos preguntar: “¿Dónde está tu hermano?” ¡Cuántas veces, a través de lo que hermanos y hermanas en la fe en Dios revelado en Jesucristo hacen por los demás, se enciende la lucecita de los alejados de Dios para entreverlo! Tanto el servicio a los necesitados en todos los órdenes como la búsqueda de Dios exigen que pongamos en juego lo más personal y humano de nosotros. Son iluminadoras de lo que intentamos decir unas palabras del profeta Isaías: «Cuando partas tu pan con el hambriento, hospedes a los pobres sin techo y vistas al que está desnudo, entonces brotará tu luz como la aurora y tu herida curará rápidamente. Entonces clamarás al Señor y te responderá: “Aquí estoy”» (Is 58,7-9). El amor fraterno abre el camino al amor de Dios, que es su fuente y su manifestación (cf. 1Jn 4,7-16).

Los misioneros y misioneras, enviados por el Señor desde nuestras diócesis y comunidades a otros rincones del mundo, son rostro amable y admirado de Dios en medio de los más pobres del mundo. Han marchado lejos para anunciar el Evangelio, es decir, para comunicar con palabras y obras la Buena Noticia de que Dios es Amor compasivo y cercano. El amor es la morada de Dios y su resplandor. Viven con aquellos a los que han sido enviados como hermanos entre hermanos, como cristianos entre personas que quieren ver a Jesús y formar parte de la comunidad de sus amigos. Nuestra sociedad sabe que lo que reciben los misioneros con una mano lo dan con la otra, ya que sería un contrasentido entregar la vida y retener el dinero. ¿No es verdad que a través de los misioneros la Iglesia se siente bien representada y que ellos muestran el rostro bondadoso del Padre celestial? ¿No es verdad que quienes desde nuestras latitudes se acercan a ellos, unas veces por curiosidad, otras para informar sobre la indigencia de hombres y mujeres, ancianos y niños, de aquellos países distantes, otras para mostrar lo que se puede hacer en favor de los pobres, otras para colaborar durante algún tiempo, quedan impresionados por los misioneros? ¿Qué los ha puesto en camino y los retiene años y años junto a aquellas personas, compartiendo un nivel y unas condiciones de vida que a veces producen una profunda conmoción? A los misioneros se dirigen las personas con las que conviven y también nosotros a distancia con la súplica de aquellos griegos: «Queremos ver a Jesús». Estamos llamados a testimoniar a Dios que es Amor no sólo verbalmente, sino realmente, es decir, con las obras y con la vida humilde, sacrificada y servicial.

Jesús encarnó y reveló el amor de Dios, haciendo el bien a los enfermos y acogiendo a los pecadores, perdonando a quienes lo crucificaban y ejercitando la misericordia en favor de quien, crucificado a su lado, le pidió que se acordara de Él cuando llegara a su reino. El amor auténtico no pasa nunca y nunca deja a nadie indiferente; es siempre elocuente y misionero. Así podemos ayudar a ver a Jesús. A través del Evangelio, anunciado y vivido, la Iglesia es patria donde los hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación van siendo convocados, ya que la comunidad de discípulos de Jesús es signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano.

Ante la Jornada Mundial de las Misiones recordemos a nuestros misioneros en la oración y con gratitud; estemos en comunicación con ellos; seamos generosos, a pesar de las dificultades económicas de la actual coyuntura, para ayudarles y para sostener las obras que ponen en marcha. La Iglesia es misionera en la vanguardia, en los conventos de vida contemplativa, en las parroquias y comunidades eclesiales, en las familias cristianas. Es saludable que alarguemos la mirada a otros pueblos y vivamos la fe en su dimensión misionera. Un saludo cordial en el Señor, en este mes de octubre, misionero y mariano al mismo tiempo.