Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Conferencia

Asamblea General de la Unión de Superiores Generales (USG) y de la Unión Internacional de Superioras Generales (UISG) 2010

Llamada al futuro y vida religiosa: signos de esperanza

23 de noviembre de 2010


Publicado: BOA 2010, 436.


  • Introducción
  • 1. La vida religiosa es consagración a Dios
  • 2. Futuro de la vida religiosa

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    Saludo con respeto y afecto a todos. Doy gracias a Dios por lo que son y significan en la Iglesia, por la vida y misión que como religiosos y religiosas han recibido y cumplen. Manifiesto mi reconocimiento por la invitación a participar como obispo en esta asamblea convocada para tratar sobre la vida religiosa en la Iglesia que a todos nos concierne vitalmente.

    Hablo de la vida religiosa en la medida en que la conozco —yo procedo del presbiterio de la diócesis de Ávila— sobre todo a través del ejercicio del ministerio episcopal en varias diócesis de España: Santiago de Compostela, Palencia, Bilbao y Valladolid. Reconozco que la vida religiosa es un don inestimable de Dios a la Iglesia y desde la Iglesia a la humanidad. Participo de sus alegrías y sufrimientos, de sus crecimientos y disminuciones, de sus temores y esperanzas, de sus proyectos e incertidumbres, de sus pruebas y purificaciones. Su presencia y actividades son decisivas para la vida y la misión de la Iglesia; si por hipótesis desaparecieran los religiosos de las diócesis que conozco, quedarían inmensamente empobrecidas. La vida religiosa es uno de los lugares más sensibles de la Iglesia; por eso las crisis, en el sentido amplio de la palabra —como perplejidad y discernimiento, como oportunidad para la profundización, como cambio y purificación—, han repercutido particularmente en ella.

    En la reunión del mes de mayo han tratado Uds. sobre la vida religiosa en Europa y los desafíos que actualmente tiene planteados. En esta sesión proyectamos nuestra mirada hacia el futuro, con el fin de individuar los signos de esperanza y las experiencias de renovación. Obviamente, dirigimos nuestra atención al futuro no para actuar como adivinos o soñadores, sino para percibir las pistas que a él nos orientan y las anticipaciones que podemos vislumbrar. La reflexión sobre la vida religiosa de cara al futuro debe tener en cuenta las vías abiertas que se van recorriendo y las semillas que van creciendo, ya que se trata también de prolongar el pasado y el presente; pero, por otra parte, el futuro en sentido estricto y ciertamente en la historia de la salvación sorprende con novedades que el Espíritu creador y dador de vida puede suscitar. El Espíritu Santo mantiene viva en la Iglesia la memoria de Jesús y al mismo tiempo la guía hacia la verdad completa (cf. Jn 14,26; 16,13), iluminando perspectivas de la Palabra de Dios que han permanecido más en la penumbra e irrumpiendo con signos de actuación ajenos a nuestros cálculos. Nuestra vida, como personas, como familias espirituales y como Iglesia, está en la presencia de Dios, que es providente y conduce la historia en los tramos luminosos del camino y también cuando atravesamos cañadas oscuras. Afrontamos cristianamente el futuro, cuando mantenemos la fidelidad a lo recibido y nos mostramos disponibles a los signos del Espíritu del Señor que está en el fundamento de la vida religiosa desde el principio y en su recorrido por la historia.

    La vida religiosa, o quizá mejor la vida consagrada, ha tenido a lo largo de la historia de la Iglesia muchas manifestaciones, que por una parte reflejan la múltiple gracia de Dios (cf. 1P 4,10) y por otra responden a los desafíos que cada situación plantea a la Iglesia y a su misión. Son numerosas las formas históricas de la vida consagrada y no cesan de aparecer nuevas manifestaciones, como recuerda y clasifica sucintamente la Exhortación Apostólica postsinodal Vita consecrata en la Introducción. En la multiplicidad de la vida consagrada se trata siempre de seguir a Jesucristo con una proximidad particular, tanto en el estilo exterior de la pobreza, la castidad y la obediencia, como en el corazón, dentro de la comunión de la Iglesia, para testificar el amor y la santidad de Dios, y para proclamar el Evangelio, la Buena Nueva de la salvación, a los pecadores y necesitados, con las palabras y las obras, depositando en manos de Dios la existencia entera. La vida religiosa en sí misma es como un aldabonazo en medio del mundo que invita a prestar atención a Dios.

    1. La vida religiosa es consagración a Dios

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    Mirando hacia el futuro de la vida religiosa, lo primero que deseo subrayar es precisamente la dimensión de reconocimiento, de adoración, de dedicación a Dios, que constituye su núcleo más hondo e identificador y garante de porvenir. Dios es el Unico necesario, «sólo Dios basta» (santa Teresa de Jesús); vivir sólo y en totalidad para Dios. No sería acertado pretender asegurar la relevancia de la vida religiosa por algunas tareas que cumple con reconocimiento de la sociedad y que son sin duda un servicio valioso a la humanidad. «Solo Dios» (san Rafael Arnáiz) es la fuente inagotable de la vida religiosa y de su fecundidad en la historia. El Dios creído, conocido, buscado, amado y servido por la vida religiosa es el Dios revelado y comunicado por Jesucristo en el Espíritu Santo. Este Dios es Verdad y Amor y amigo de los hombres. Jesús fue “el hombre para los demás”, digamos utilizando una expresión muy socorrida en decenios anteriores, porque es el Hijo de Dios encarnado. El centro, la fuente, el fundamento, el norte y el sentido permanente de la vida religiosa es Dios Padre y Nuestro Señor Jesucristo. Cuanto más arraigue la vida religiosa en esta tierra nutricia, será tanto más sólida y fecunda.

    Sólo la vigorosa percepción de lo que constituye el corazón de la vida religiosa y el esfuerzo humilde y fiel de vivirlo con claridad puede orientarnos en medio de la etapa de la historia de la Iglesia y de la humanidad que nos ha tocado vivir. La identidad de la vida religiosa es la medida de su misión y la fuente de su genuina relevancia en medio del mundo. En el seno de una cultura, digamos una vez más “secularizada” o en proceso de profunda secularización, donde se silencia a Dios como si padeciéramos una singular afasia para pronunciar su nombre, donde se le margina como irrelevante a la hora de buscar solución a los problemas importantes de la humanidad, donde se tiende a recluirlo a la vida íntima de cada persona y relegarlo a la privacidad, donde por otra parte existe la añoranza muy sensible en muchos increyentes y se padece el silencio y el vacío de Dios; en esta situación el testimonio de Dios, humilde y claro, gozoso y paciente, es una tarea insustituible de la Iglesia, dentro de la cual la vida religiosa tiene una misión primordial. A los cristianos hoy se nos pregunta: “¿Qué ves en la noche, dinos, centinela?”. El servicio más precioso que podemos prestar a la humanidad consiste en testimoniar que Dios existe, que Dios es bueno, que Dios nos ama; que Dios es la morada de la fraternidad y el aliento de la esperanza. Los religiosos y religiosas son como árboles plantados junto a la corriente de agua, y por ello dan fruto también en el estío.

    Lo que termino de decir es elemental; pero a veces damos por supuesto lo que nunca debemos dejar de proferir, aunque nos parezca obvio. Me permito recordar algunos documentos que enseñan autorizadamente cuál es el núcleo de la vida religiosa.

    He aquí algunos textos de Vita consecrata. Las palabras «¡Qué bueno es estar aquí!» (Mt 17,4) «expresan con particular elocuencia el carácter absoluto que constituye el dinamismo profundo de la vocación a la vida consagrada: ¡Qué hermoso es estar contigo, dedicarnos a ti, concentrar de modo exclusivo nuestra existencia en ti!» (n. 15). El encuentro con Dios colma la aspiración del hombre; por eso la persona desborda de gozo y transparenta plenitud. Un santo triste es un triste santo. «Siguiendo a santo Tomás, se puede comprender la identidad de la persona consagrada a partir de la totalidad de su entrega, equiparable a un auténtico holocausto» (n. 17; cf. Summa Theologiae II-II, q. 186, a. 1). La comunicación con Dios en la oración, que es expresión, respiro y oxígeno de la fe, en la adoración, el silencio y la alabanza, debe iluminar el rostro de los religiosos. ¡Que sean signo, resplandor, anuncio, anticipación de la gloria eterna! Las personas consagradas realizan el primer estadio misionero abriendo el corazón a la acción del Espíritu de Cristo. «Su testimonio ayuda a toda la Iglesia a recordar que en primer lugar está el servicio gratuito a Dios, hecho posible por la gracia de Cristo, comunicada al creyente mediante el don del Espíritu. De este modo se anuncia al mundo la paz que desciende del Padre, la entrega que el Hijo testimonia, y la alegría que es fruto del Espíritu Santo» (n. 25). La renovación cristiana y evangélica se lleva a cabo en cada coyuntura histórica fundamentalmente por medio de los santos. «La vida consagrada ha sido a través de la historia una presencia viva de esta acción del Espíritu, como un espacio privilegiado de amor absoluto a Dios y al prójimo, testimonio del proyecto divino de hacer de toda la humanidad, dentro de la civilización del amor, la gran familia de los hijos de Dios» (n. 35). La Iglesia ha visto en la vida religiosa un camino singular a la santidad y un impulso inmenso para la reforma y renovación de la Iglesia. También en este periodo de la historia necesita la Iglesia el testimonio fecundo y evangelizador de la santidad de los religiosos. La asimilación vital y profunda del Concilio Vaticano II, la promoción de la nueva evangelización, la transfusión del Evangelio en las venas de la humanidad en el comienzo del tercer milenio como fuerza inspiradora y configuradora del mundo nuevo que está naciendo, son quehacer de la Iglesia, que debe y puede contar con los religiosos como insustituibles colaboradores. ¿En qué dosis contribuimos unos y otros a la debilidad o al vigor de la Iglesia?

    En la bendición solemne o consagración de profesos dice el Ritual: «Tú, Señor, bajo la inspiración del Paráclito has atraído innumerables hijos hacia el seguimiento de Cristo, para que, dejadas todas las cosas y ligados con el vínculo del amor, se unan a ti con ánimo ferviente y estén al servicio de todos los hermanos». «Su vida edifique la Iglesia, promueva la salvación del mundo, sea signo preclaro de los bienes celestes. Señor, Padre santo, sé para estos hijos tuyos apoyo y guía, y cuando lleguen al tribunal de tu Hijo, sé recompensa y premio, para que se alegren de haber consumado la ofrenda de su vida religiosa». En la bendición o consagración de las profesas pedimos a Dios: «Sean siempre fieles a Cristo su único esposo, amen a la Madre Iglesia con caridad activa y sirvan a todos los hombres con amor sobrenatural, siendo para ellos testimonio de los bienes futuros y de la bienaventurada esperanza». Por tanto, la comunidad cristiana pide a Dios que vivan con amor profundo, gozoso, perseverante, indiviso, puro y sacrificado a Jesucristo, el Amor de su alma y el único Esposo de su vida; consiguientemente, sería idolátrico buscar otros dioses. El anuncio de la vida eterna a través de la realidad existencial de los consagrados es un servicio precioso y hoy muy necesario para los cristianos, que a veces chapotean entre los bienes de la tierra sin levantar las alas hacia los bienes del cielo.

    En el interrogatorio previo a la profesión se pregunta a los candidatos: «Ya que por el bautismo habéis muerto al pecado y estáis consagrados al Señor, ¿queréis ahora consagraros más íntimamente a Dios con la profesión perpetua?». Si en la celebración litúrgica de la Iglesia se convierte en oración la fe cristiana, en la profesión religiosa se hace súplica lo que constituye el sentido de los consejos evangélicos vividos como entrega a Dios. La consagración a Dios toca lo más hondo de la persona; no queda sólo en el plano de la actuación moral o de las acciones del carisma recibido, y menos aún en el de la disciplina religiosa. La entrega de Dios por la profesión religiosa y la vida eterna anticipada en la conducta de los consagrados están íntimamente vinculadas. Sólo el Dios de la vida es la fuente de la Vida eterna.

    Recordemos algunos pasajes del Concilio, que continúa siendo brújula de orientación. El cristiano, mediante los votos sagrados, «hace una total consagración de sí mismo a Dios, amado sobre todas las cosas, de manera que se ordena al servicio de Dios y a su gloria por un título nuevo y especial» (Lumen gentium, 44) . Los llamados por Dios profesando los consejos evangélicos «se consagran de modo particular a Dios, siguiendo a Cristo, que, virgen y pobre (cf. Mt 8,20; Lc 9,58), por su obediencia hasta la muerte de cruz (cf. Flp 2,8), redimió y santificó a los hombres» (Perfectae caritatis, 1). «Los religiosos, fieles a su profesión, han de seguir a Cristo (cf. Mt 19,21) como lo único necesario (cf. Lc 10,42), dejándolo todo por Él (cf. Mc 10,28), escuchando sus palabras (cf. Lc 10,39) y solícitos de los asuntos del Señor (cf. 1Co 7,32)» (Perfectae caritatis, 5; cf. Código de Derecho Canónico, 573). Por la consagración religiosa que supone la bautismal, los miembros de cualquier instituto buscan ante todo y únicamente a Dios. Deben unirse por la contemplación a Dios con la mente y el corazón; y asociarse con amor apostólico a la obra de la salvación. La dimensión apostólica procede de la íntima unión con Dios. Jesucristo, Mediador entre Dios Padre y la humanidad, es el camino, y el Espíritu Santo la fuerza para la entrega sin reservas a Dios. El mayor vaciamiento que podría acontecer a un religioso sería la “secularización interna” por la que Dios con su amor y santidad se le harían irrelevantes; y la desviación más desorientada consistiría en distanciarse del seguimiento interior y exterior de Jesús. Jesucristo es el camino concreto para la entrega de Dios y el servicio a los demás. Siendo la Palabra eterna de Dios, al encarnarse se hizo nuestro camino.

    Los votos de pobreza, castidad y obediencia, vividos en el espíritu de las bienaventuranzas, son una alternativa desde la raíz al ídolo del dinero, al desorden sexual y al egoísmo individualista. Configuran un estilo de vida en libertad cristiana. Quien vive los votos con equilibrio humano y gozo en el Señor es en persona anuncio evangélico; en cambio, sería digno de compasión quien los viviera a regañadientes y como apesadumbrado por su carga.

    El papa Benedicto XVI, en un discurso al Consejo Ejecutivo de los Superiores Mayores, pronunciado el día 18-2-2008 , advertía sobre el peligro que para la vida religiosa puede significar el proceso de secularización que avanza en la cultura contemporánea. Un humanismo que no deja espacio a la religión o la convierte en una realidad privada amenaza con desdibujar la vida religiosa, desnaturalizar el sentido de la consagración y arrastrar consigo su legítima expresión. El daño mayor a la vida consagrada procede de lo que contamina la fe, la vida cristiana y el seguimiento de Jesús pobre, virgen y obediente; la belleza de las palabras no puede ocultar la verdad del Evangelio o edulcorar el escándalo de la cruz del Señor.

    No están en el mismo nivel, si así podemos decir, el amor a Dios con todo el corazón y el amor al prójimo como a nosotros mismos. La fe, la esperanza y el amor a Dios es fuente y fundamento; y el amor, la solidaridad y el trabajo por los demás son expresión y realización del amor a Dios. El que ama ha nacido de Dios porque Dios es amor (cf. 1Jn 4,7-11). La adecuada ordenación del amor evangélico tiene consecuencias importantes en la iniciación cristiana, en la formación para la vida religiosa, en la espiritualidad y en la acción pastoral. ¿Dónde están las raíces de la fidelidad a la vida consagrada? Sin duda Jesucristo es el cimiento y la raíz de todo religioso para ser fiel al Señor y a sus caminos. No consiste la vida religiosa en la “autorrealización” de cada uno —tampoco, evidentemente, en la “autodestrucción” masoquista—, si no se aclara bien en qué consiste esa autorrealización. ¿Qué significa perder la vida por Jesucristo, por el Evangelio, por el Reino de Dios? (cf. Mc 8,34-35). Ganamos la vida entregándola, siguiendo a Jesús muerto y resucitado. Si fijamos los ojos en Jesucristo, el que inicia y consuma la fe, podemos unidos a Él «soportar la cruz sin miedo a la ignominia» (Hb 12,2). La raíz de la fidelidad tampoco reside en el éxito de los trabajos apostólicos; unas veces coronará la bendición de Dios los esfuerzos, y otras parecerá que bregamos la noche entera sin la gratificación de los frutos (cf. Lc 5,5). Jesucristo es el centro de nuestro amor, del que reciben aliento y luz otros muchos amores radiales que forman la vida de una persona, también religiosa.

    Habrá servicios prestados por religiosos que reciban gran reconocimiento social, y otros quizá menos o sean criticados. Pero cada carisma ha sido suscitado por Dios para cumplir una misión, a la que el Señor no sólo llama y envía, sino también acompaña y fortalece. Cuanto más duros sean los trabajos por el Evangelio, y cuanto más realicen su tarea en las fronteras, tanto más necesitan los cristianos revestir su debilidad con el poder de Dios.

    Ante la indiferencia, el desinterés e incluso la aversión religiosa necesitamos subrayar que Dios revelado en Jesucristo es Buena Noticia para el hombre, es Evangelio. Jesús, en efecto, es el rostro viviente de Dios Amor. El amor de Dios ensancha el corazón, no lo ocupa para encogerlo. Pero no es fácil actualmente iniciar en la fe en Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo ni abrir el camino al encuentro con Dios. Muchos sufren porque no hallan lugar para la experiencia de Dios en medio de sus experiencias humanas. Hay personas convencidas de que no hay sitio para Dios en nuestro mundo. Si en otros momentos se ha hablado de la “inculturación” de la fe, ¿no estamos padeciendo una especie de “exculturación” de la fe y de la experiencia de Dios? Y al tiempo que podemos constatar esta especie de expulsión de Dios en la gestación de la cultura y en la conformación de la sociedad, podemos descubrir una manera singular de presencia de Dios, a saber, en forma de ausencia añorada y de vacío sufrido. ¿No debe ser la vida religiosa, precisamente por el vigor de la experiencia de Dios, y porque su forma de vivir es una apuesta radical por Dios, un impulso poderoso para la vivencia del encuentro con el Señor y para la evangelización tan necesaria en nuestro mundo? Sin una buena dosis de fe vigorosa y sin una vivencia radiante de Dios es muy difícil abrir vías al Evangelio en medio de una humanidad que padece frecuentemente una enfermedad singular: por una parte sufre anemia de Dios y por otra tiene inapetencia.

    Para la presencia de la vida religiosa en la sociedad y para cumplir la misión confiada no es indiferente el hábito religioso ni son irrelevantes otros signos de identificación. Cuando la sociedad secular tiende a recluir lo religioso en la privacidad; cuando se busca por todos los procedimientos, unas veces más claros y otras más sutiles, nivelar todo en lo “políticamente correcto”, ocultar lo religioso y relegarlo a la insignificancia, o convertirlo en cultura o en impulso ético, la invisibilidad de la vida religiosa puede ser un factor más de “secularización” que de “encarnación” misionera. No considero ahora los motivos que en su día condujeron a muchas congregaciones religiosas a abandonar el hábito; únicamente planteo hoy su sentido y relevancia. La Iglesia es sacramento de salvación, y consiguientemente los signos tienen en ella carta particular de ciudadanía. Es verdad que no se debe otorgar al hábito más valor que lo que significa, ya que los “hábitos” que santifican son las virtudes; pero tampoco conviene desconocer el relieve de los signos. Por ejemplo, una iglesia cerrada siempre es la prolongación de la sociedad secular, que tapia las puertas a la trascendencia; un hábito, sencillo y digno, puede ser alusión a otro mundo (Cf. Vita consecrata, 25). El lenguaje de los signos llama la atención a los extraños; y quienes llevan el hábito y portan el signo correspondiente exteriorizan también de esa manera su identidad y pertenencia, que los hace diferentes de los demás ciudadanos, porque están consagrados a Dios, que ilumina el sentido de sus trabajos en la educación, la justicia, la sanidad, la paz. Desde el principio de la historia de la Iglesia la profesión de la fe identifica con la comunidad cristiana y distingue de quienes no son cristianos. Por otra parte, muchos cristianos y otros que no se reconocen como tales aprecian positivamente el que en la sociedad aparezcan estos signos. Da la impresión de que los presbíteros diocesanos y religiosos jóvenes se inclinan más a vestir el hábito que los distingue. Y si en ocasiones se les exige dar la cara por el Señor, lo merece el servicio que le debemos; con el hábito se puede entrar también en los lugares donde vive la humanidad más secularizada y más humillada, con sencillez y sin desafiar a nadie. El amor a la misión aconsejará cómo proceder en las situaciones especiales.

    2. Futuro de la vida religiosa

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    Mirando al futuro de la vida religiosa en Europa, damos gracias a Dios por los fermentos de renovación que han surgido. Enumero sólo algunas manifestaciones que saludamos con gratitud: Se ha tejido una red de comunidades religiosas pequeñas en medio del pueblo, que han acercado la vida religiosa a personas y poblaciones antes más alejadas; muchos han tenido la oportunidad de una experiencia inédita de los religiosos y religiosas. Se han difundido estilos de oración que unen de manera gratificante la piedad, la hondura, la belleza y la sencillez de los signos en capillas acogedoras. Esta forma de vivir ha ofrecido la oportunidad para que muchas personas conozcan de cerca la sencillez, pobreza y servicialidad de religiosos que comparten con los demás las condiciones de vida de la gente. Un rasgo que debe ser subrayado es la creación de una vida comunitaria donde los miembros integrantes se relacionan entre sí de manera espontánea, cercana y fraternal, y donde muchas veces comparten la fe y la misión abriéndose unos a otros confiadamente.

    Mi experiencia es que los religiosos/as están insertos y colaboran con las Iglesias locales más intensamente que en tiempos no muy lejanos. Se ha producido un acercamiento mutuo de presbíteros religiosos y diocesanos, y de consagrados y fieles laicos en la participación en la pastoral de la Diócesis. Probablemente la penuria vocacional en las diócesis y la pérdida de servicios propios en los religiosos, teniendo presentes las orientaciones del Concilio Vaticano II, ha conducido a considerar con mayor claridad la Iglesia particular como la “patria” de todas las vocaciones. Dentro de la Iglesia, que es la convocación (Ecclesia) de Dios, vamos redescubriendo cada uno la específica vocación. Esta maduración es un fruto saludable del Concilio.

    Pero hay algo de cara al futuro que aparece constantemente en la comunicación entre el obispo y las comunidades de religiosos, que con razón nos interroga y preocupa; me refiero a las vocaciones. Con algunas excepciones, padecemos desde hace ya muchos años una escasez grande de vocaciones; en bastantes comunidades el envejecimiento general es ya muy alto. Quizás algunas congregaciones hayan desistido del empeño de transmitir el carisma y se hayan resignado a durar lo que la biología permita. En general el sufrimiento por la penuria vocacional está a flor de piel, se ruega mucho por ellas y los esfuerzos en la pastoral vocacional son más intensos que en situaciones pasadas. Es más que probable que en un horizonte no muy lejano el número de religiosos, de comunidades de vida contemplativa y apostólica y seguramente de congregaciones disminuirá considerablemente. El mapa de la vida religiosa cambiará profundamente en nuestras latitudes, si no se produce pronto una flexión significativa. Dentro de 25 años, por señalar una fecha aproximada, las casas religiosas en España serán bastantes menos que ahora. La presencia en la vida y misión de la Iglesia se habrá reducido de manera inquietante. Lo mismo podemos afirmar a propósito del número de sacerdotes y en general de cristianos “practicantes”. Cada congregación religiosa habrá hecho ya su prospección de futuro y habrá tomado las oportunas medidas ante la actual disminución; quizá con la persuasión y el temor de que dentro de algunos decenios tenga que actuar de nuevo. Digo esto con preocupación y sufrimiento, con los ojos abiertos y los cálculos previsibles, pero también con la confianza en Dios que no defrauda.

    En esta situación dolorosa e incierta, debemos ejercitar tanto la fe en Dios Señor de la historia y de la Iglesia, como la reflexión sobre las experiencias del pasado. Aprendemos también de los altibajos de la historia. No conviene olvidar que otras situaciones vocacionalmente más propicias y generosas eran resultado de la confluencia de factores no sólo cristianos y eclesiales, sino también culturales y sociales. Para orientarnos en esta coyuntura nos ayudan los análisis de la situación llevados a cabo en la II Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos para Europa. Allí se habla, utilizando una expresión impresionante, de «apostasía silenciosa». El Papa se refiere con frecuencia a esta situación preocupante, en la que está en juego nada menos que el reconocimiento y la fe en Dios. Este es el problema primordial de la misión de la Iglesia actualmente.

    Tendemos la mirada al futuro con lucidez, con inquietud y también con esperanza en Dios, que realiza sus designios por caminos insospechados. Porque Jesús ha vencido a la muerte, hay siempre motivos para la esperanza y para trabajar por un mundo nuevo. En Jesucristo ha amanecido la salvación para la humanidad; y esta luz nos impulsa a esperar la aurora que vence las tinieblas. El Evangelio, que es fuerza de Dios para los creyentes, proclama que Dios puede perdonar nuestros pecados, levantarnos de la postración, robustecer nuestra debilidad y abrir horizontes de vida y de gozo, cuando Él quiera y como Él quiera. También la noche es tiempo de salvación.

    Hubo un tiempo, no lejano en España, en que cuando un chico o una chica tomaba en serio la fe y el seguimiento de Jesús, se presentía que normalmente accedería a un seminario o a un noviciado. El Vaticano II ha profundizado en el gozoso redescubrimiento de la vocación bautismal, de la llamada a vivir como cristianos en medio del mundo. ¿No estamos todavía, sin olvidar otros factores, reequilibrando las diversas vocaciones en la Iglesia, laical, sacerdotal y religiosa, cuya grandeza y misión, dentro de la comunión de la Iglesia, presentó el Concilio? Cada cristiano va escuchando del Señor la vocación específica al recorrer el camino de la vocación bautismal. Ciertamente no descubrirá el cristiano su vocación si no cultiva la fe, si no escucha la Palabra de Dios, si no reza, si no participa de los sacramentos, si no vive confiadamente en el interior de la Madre Iglesia, si no es acompañado espiritualmente, si no va aprendiendo a seguir a Jesucristo.

    La situación actual de la Iglesia en Europa nos está ayudando a descubrir de nuevo el contenido histórico de las expresiones bíblicas del resto, del pequeño rebaño, del fermento, de la sal y de la luz, del grano de mostaza, de la ciudad levantada sobre el monte; con particular incidencia experimentamos la pequeñez, la debilidad y la fragilidad, y al mismo tiempo la gracia de ser diariamente rescatados de las amenazas que nos rodean porque el Señor nos defiende con su amor y fidelidad. El tesoro del Evangelio lo llevamos en vasijas de barro para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria procede de Dios y no de nosotros (cf. 2Co 4,7-12).

    ¿No podemos trasladar lo que terminamos de decir a la vida religiosa? El Señor nos ha mandado a predicar el Evangelio a todos los hombres y en todos los rincones del mundo; pero no tenemos palabra suya sobre el número de los que crean y se conviertan. Es verdad que no es lo mismo el residuo de un pasado que se está agotando que el “resto” en la historia de la salvación a través del cual Dios salva al pueblo y es el germen de una nueva etapa. El recurso al “pequeño rebaño” no es tampoco una engañosa consolación en nuestra debilidad, que se puede deber también a fallos no corregidos, al rechazo de una revisión humilde y a resistencias para entrar en los caminos abiertos por Dios en cada generación.

    La mirada hacia el futuro, desde nuestra situación actual, debe impulsarnos a redescubrir más hondamente el sentido genuino de la vida religiosa. Arraigar de nuevo en lo que constituye su identidad más honda es fortalecer la esperanza. Identidad y futuro de la vida religiosa son inseparables en el designio de Dios. Lo decisivo no es el éxito sino la fe en Dios, la realidad del amor, el seguimiento de Jesús, la paciencia en las pruebas, la llamada a lo Único necesario, la esperanza en la vida eterna. La consagración religiosa hunde sus raíces en Jesucristo, rostro viviente del Padre, que pasó haciendo el bien, que acogió a los pecadores, que defendió a los excluidos, que murió por nosotros y resucitó como el Primogénito de una multitud de hermanos y como germen firmísimo de esperanza.

    Estoy convencido de que la vida religiosa es una bendición de Dios a la Iglesia y a cada consagrado. Que, bendecidos por Dios, se levante desde el corazón de cada religioso y desde la Iglesia entera una bendición a Dios como «alabanza de la gloria de su gracia» (cf. Ef 1,6). La gracia recibida se convierte en agradecimiento nuestro y en súplica a Dios para que continúe bendiciéndonos.