Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Conferencia

XXVII Semana de la Familia en Valladolid 2011

El matrimonio,
signo eficaz y permanente de la gracia

17 de febrero de 2011


Temas: sacramento del Matrimonio (alianza de Dios, unión de Cristo e Iglesia, y fuerza del Espíritu Santo).

Publicado: BOA 2011, 113.


  • Introducción
  • 1. El amor matrimonial en la alianza de Dios con la humanidad en Cristo
  • 2. «Gran misterio es éste, referido a Cristo y a la Iglesia» (Ef 5,32)
  • 3. El Espíritu Santo da un corazón nuevo

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    La Palabra de Dios es anuncio de una existencia liberada del pecado y regenerada en la comunicación filial con Dios y fraternal entre los hombres; del anuncio brota la denuncia, así como con la luz evangélica percibimos mejor las sombras y oscuridades. Cuando el sol entra por una rendija en una habitación sin otros instrumentos que la mirada, vemos hasta las partículas de polvo que se mueven en el aire. Así podemos comprender que la Exhortación Apostólica Verbum Domini, 85 haya podido escribir: Frente a la situación actual, tanto en la comprensión de las cosas como en su realización en la vida real (que banalizan el cuerpo humano y la diferencia sexual), «la Palabra de Dios reafirma la bondad originaria del hombre, creado como varón y mujer, y llamado al amor fiel, recíproco y fecundo». Partimos del sí de Dios al hombre, a la unión del varón y de la mujer por amor y para el amor, que rechaza la instrumentalización de las personas y sabe que la creación está abierta a la alianza de Dios con la humanidad y de los hombres entre sí. El “no” a la degradación es el reverso del “sí” a la dignidad personal.

    Deseo exponer a continuación algunas reflexiones sobre el Matrimonio como sacramento, es decir, acerca de la dignidad del matrimonio, que formando parte de la buena creación de Dios ha sido enaltecido a la condición de ser oferta y mediación de gracia en Cristo y por Cristo. Lo grande ha sido magnificado aún más. Con palabras de la Vigilia Pascual podemos decir: Dios todopoderoso, «que tus redimidos comprendan cómo la creación del mundo en el comienzo de los siglos no fue obra de mayor grandeza que el sacrificio pascual de Cristo en la plenitud de los tiempos» (Oración después del salmo y de la primera lectura del Génesis). Creación y redención se corresponden, como comienzo de la salvación y como su plenitud, realizada en el misterio ya y que será consumada en la eternidad.

    La Constitución conciliar Gaudium et spes , en el capítulo primero de la segunda parte, trata de la dignidad del matrimonio y la familia. Merece la pena leer de nuevo este capítulo, que es recordado en muchos documentos posteriores (Exhortación Apostólica Familiaris consortio, que recoge los frutos de la Asamblea del Sínodo de los Obispos de 1980; Catecismo de la Iglesia Católica ; Ritual renovado del sacramento del Matrimonio, ya que la lex credendi determina la lex orandi y por esta se percibe aquella). El n. 48, titulado en el esquema preparatorio Sobre la santidad del matrimonio y la familia —aunque los títulos de los números no forman parte del texto definitivo aprobado, son buena guía para comprender su contenido—, después de haberse referido en el párrafo anterior a la significación de la comunidad conyugal y a los oscurecimientos que actualmente (hace casi cincuenta años) padece, entra en la cuestión que a nosotros ahora particularmente nos ocupa. La intención que guía a los padres conciliares es iluminar y fortalecer a los cristianos y a cuantos se esfuerzan por garantizar y promover la dignidad del estado matrimonial.

    La comunidad matrimonial fue fundada por el Creador, y se establece por la alianza de los cónyuges, es decir, por el consentimiento personal e irrevocable. Con palabras muy aquilatadas y bellas, densas y con múltiples alusiones, se habla del matrimonio como institución de la naturaleza y como sacramento de la Nueva Alianza.

    Por el pacto conyugal ya no son dos, sino una sola carne (cf. Mt 19,6 y Gn 2,24). Jesús remite al principio, a la voluntad originaria de Dios. En el comienzo, Dios los hizo varón y mujer; por ello, dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y los dos será una sola carne. Jesús, elevando a sacramento lo que originariamente estaba inscrito en la naturaleza humana, quiso que el matrimonio formara parte de las instituciones de su Reino. La realidad del amor matrimonial entre un varón y una mujer, sellado públicamente con la voluntad de “definitividad”, abierto a la transmisión de la vida y a la educación de los hijos, ha sido constituida por Jesucristo en la Iglesia como un sacramento, como un signo de la nueva alianza. El matrimonio es el fundamento de la familia, constituida básicamente por los padres y sus hijos.

    En el segundo párrafo, enseña el Concilio lo fundamental sobre el matrimonio en Jesucristo, es decir, sobre la vocación, santidad, significación y misión del matrimonio y la familia. Éstas son sus palabras: «Cristo nuestro Señor bendijo abundantemente este amor multiforme, nacido de la fuente divina de la caridad y que está formado a semejanza de su unión con la Iglesia. Porque, así como Dios antiguamente se adelantó a unirse a su pueblo por una alianza de amor y de fidelidad, así ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia sale al encuentro de los esposos cristianos por medio del sacramento del Matrimonio. Además, permanece con ellos, para que los esposos, con su mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad, como Él mismo amó a la Iglesia y se entregó por ella. El genuino amor conyugal es asumido en el amor divino, y se rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia, para conducir eficazmente a los cónyuges a Dios y ayudarlos y fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad y la maternidad. Por ello, los esposos cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de estado, están fortalecidos y como consagrados por un sacramento especial; con cuya virtud, al cumplir su misión conyugal y familiar, imbuidos del Espíritu de Cristo, que impregna toda su vida de fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su propia perfección y a su mutua santificación, y por tanto, conjuntamente, a la glorificación de Dios» (Gaudium et spes, 48 b).

    Seguramente podemos distinguir tres aspectos de la dimensión sacramental del matrimonio, del amor con sus expresiones corporales y espirituales del esposo y la esposa en el itinerario de su vida matrimonial y familiar. Ese amor es asumido, sanado y elevado con el don especial de la gracia de Jesucristo y del amor divino. Con el amor, en que se asocian lo humano y lo divino, vigorizado por la fuerza del Espíritu del Señor, podrán responder a la vocación cristiana matrimonial, podrán llevar una santidad de vida, y «cultivarán la firmeza del amor, la magnanimidad del corazón y el espíritu de sacrificio, pidiéndolos asiduamente en la oración» (ibíd., 49).

    1. El amor matrimonial en la alianza de Dios con la humanidad en Cristo

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    El matrimonio cristiano de los esposos está sustentado, asumido e incluido en la alianza de Dios, contraída y ratificada con su pueblo Israel (cf. Ex 19 y 24), con la humanidad (cf. La alianza con Noé en Gn 9,1-17), con la Iglesia, con cada cristiano. Es decir, conviene inscribir el matrimonio en el marco de la alianza de amor y de fidelidad de Dios con los hombres. La “alianza” (un anillo) no es solo el signo permanente del amor mutuo que se prometieron públicamente los esposos (que lo recuerda, lo actualiza y lo urge), sino también el sello del amor de Dios prometido y otorgado a los esposos. «Así como Dios antiguamente se adelantó a unirse a su pueblo por una alianza de amor y de fidelidad (cf. Os 2; Jr 3,6-13; Ez 16 y 23; Is 54)» (n. 48), ahora el sacramento es signo y comunicación del amor de Dios en la alianza sellada con la sangre de Jesucristo. Por eso, en la Eucaristía —sacramento de la nueva y eterna alianza (cf. Mt 26,28; Lc 22,20)— «el amor esponsal es signo sacramental del amor de Cristo a su Iglesia, un amor que alcanza su punto culminante en la cruz y, al mismo tiempo, origen y centro de la Eucaristía» (Exhortación Apostólica Sacramentum caritatis, 27) . El vínculo fiel, indisoluble y exclusivo que une a Cristo con la Iglesia tiene su expresión sacramental en la Eucaristía (cf. n. 28); en ella ambos renuevan permanentemente su amor esponsal, al celebrar la entrega de Jesús a nosotros por amor.

    El amor de los esposos ha sido incorporado e integrado en el amor de Dios, que generosamente, por su iniciativa generosa, ha querido ofrecer y sellar una alianza de fidelidad, de protección, de garantía para el futuro, de mutua pertenencia entre Él y su pueblo. Por esa alianza, Dios e Israel se unen estrechamente en donación mutua. La alianza, cuya fórmula es «vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios», que en los momentos más importantes de la vida de Israel el Señor le renueva y asegura, llega hasta el matrimonio. Dios se define como el Dios de Israel, e Israel como el pueblo de Dios. La mutua entrega y aceptación, la recíproca pertenencia, fidelidad y posesión del esposo y de la esposa en el amor tiene sus características cristianas en 1Co 13,4-7, a saber, un amor afable, humilde, que busca el interés del otro, que se alegra de la verdad y de la justicia. Es un amor que perdona hasta «setenta veces siete» (cf. Mt 18,22), que no se cansa de esperar, que recibe de Dios la capacidad de brotar de nuevo cada mañana, y cada noche puede cantar la fidelidad. Sólo por el amor, que es el alma de la alianza, podrá cumplirse adecuadamente la ley, que forma parte, con sus cláusulas, de la alianza, como las palabras de vida otorgadas por Dios a los hombres (cf. Mc 12,28-34; Ex 20,1-21; Dt 5,1-22). La promesa de Dios, rubricada en la alianza, es irrevocable; Dios no se arrepiente de sus dones ni retira la fidelidad prometida a los esposos. Consiguientemente, los cónyuges no deben desandar la vida, cuestionando sus orígenes en el amor, aunque una crisis los ponga a prueba; esta invita más bien a superarla por la purificación profunda, no por la ruptura. La vida no es tejer y destejer el amor con una persona o con otra; la libertad madura en la fidelidad y la cruz. El amor está llamado a crecer, a acrisolarse, a desarrollarse a lo largo de la vida, pasando por su primavera, verano, otoño e invierno. Y después del invierno de nuevo despunta el amor como una flor en la primavera, porque Dios cuida de sus fieles (cf. Jr 1,11-12). Ser amante del prójimo no es lo mismo que pensar ya en el “próximo”. Algún programa de televisión, que paradójicamente se llama “del corazón”, parece que tiende a convertirse en la presentación acicalada —no real— de infidelidades, divorcios, rupturas, frustraciones... hasta que la biología dure y los medios de comunicación tengan interés en mostrarlos. No son historias brillantes, aunque sean presentadas artísticamente, sino unas historias tristes, que tienen su lado oculto en el sufrimiento, la soledad y la desesperanza.

    La alianza de Dios con la humanidad es una alianza perpetua, que no es aburrida por ser duradera, sino que está rebosante diariamente de vida, ya que viene de la fuerza del amor que es Dios. Cada uno de nosotros hemos sido amados personalmente por Dios y hemos sido creados por amor; estamos hechos para el amor, para amar y recibir amor; nuestra vocación es vivir en el amor permanente, fiel y recíproco. El amor es restablecido por el don mayor que llamamos “per-dón”. “Per-donar” muestra un amor desbordante (cf. Diccionario de la Lengua Española). El amor a los enemigos es la forma más gratuita y desinteresada de amor y, por ello, la que más identifica con el Padre celestial (cf. Mt 5,45). «El amor de Dios es compasivo y sin medida, es un amor que rompe las leyes de la correspondencia». Consiguientemente, un amor en la forma del “per-dón” es «la expresión más acabada del amor de Dios» (S. Guijarro, Comentario al Nuevo Testamento, Madrid 1995, 3.ª edición, 48-49). Dios nos ha amado en Jesucristo hasta el extremo, hasta lo inimaginable, como en demasía. Dios, en el Antiguo Testamento, se acuerda de la alianza sellada con los padres. En el Magníficat, María canta la misericordia que Dios ha mostrado con el don del Mesías a Abraham y a su descendencia para siempre (cf. Lc 1,54-55). Es bello envejecer juntos; a veces, hasta se terminan pareciendo los esposos; el respeto, la confianza y la acogida recíproca integran hasta las “manías” de cada uno sin poner en peligro la convivencia pacífica y la aceptación serena. El roce diario va puliendo a las personas como la corriente del río los cantos que arrastra.

    2. «Gran misterio es éste, referido a Cristo y a la Iglesia» (Ef 5,32)

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    El Salvador y Esposo de la Iglesia «sale al encuentro de los esposos cristianos por medio del sacramento del Matrimonio» (ibíd., 48). La relación esponsal de Cristo con la Iglesia está en la base, en el cimiento y en la raíz nutritiva del matrimonio cristiano. Como Cristo amó a la Iglesia, el esposo debe amar a su mujer, y esta debe responder como la Iglesia santa, «sin mancha ni arruga» (Ef 5,27), recién purificada para el encuentro primero y primordial.

    Es necesario quitar a la autoridad toda señal de dominio y a la obediencia todo residuo de humillación; mandar no es ejercer ningún despotismo ni obedecer es renunciar a la dignidad personal. Sólo en este sentido, y a la luz del amor de Dios en Jesucristo, se debe entender el precioso pasaje de Ef 5,21-6,4, que habla del amor matrimonial y familiar. El v. 5,21, «Sed sumisos unos a otros en el temor de Cristo», indica que la sumisión debe discurrir en el doble sentido —del esposo a la esposa y viceversa—, igual que el amor y la búsqueda del mutuo interés que a veces tendemos a evitar.

    En este pasaje se expresa la relación de Cristo y la Iglesia con la doble imagen de la cabeza y el cuerpo, del esposo y la esposa. Cristo es cabeza y esposo de la Iglesia; y la Iglesia es cuerpo y esposa de Cristo. Están unidos en una sola carne, en mutua pertenencia y reconocimiento, en generosa entrega del uno al otro. No es una relación social y jurídica, sino sacramental y espiritual, es decir, en el poder del Espíritu Santo. En este marco se introduce la referencia al matrimonio: «Dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. Es este un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la iglesia. En una palabra, que cada uno ame a su mujer como a sí mismo, y que la mujer respete al marido» (Ef 5,31-33).

    Jesús se entrega a la Iglesia con un amor que llega hasta dar por ella la vida, con el amor más grande (cf. Jn 15,13). Como se ame así, el ejercicio de la autoridad no humillará, ya que queda eliminada la disputa por el poder. A veces llega a manifestaciones admirables; he conocido hace bastante tiempo a un esposo que durante trece años venía cuidando a su esposa, deteriorada mentalmente, en todo, día y noche. ¡Qué grande, qué bello, qué santo, qué admirable! Dios como amor se hizo fuente inagotable en el corazón de aquel esposo. Ésta es la vocación del matrimonio cristiano: el amor que se entrega, en libertad y comunión, en la unión de una sola carne, de una sola vida, de un solo proyecto de vida compartida. Es seguramente —me imagino yo—una novedad, que al principio puede producir sorpresas y desajustes, el que los esposos compartan a partir del día del matrimonio—como sello público, eclesial y civil del amor— ya todo: el mutuo cuidado, el corazón con exclusividad, la economía, la vida social, el gozo de la salud y los riesgos de la enfermedad. Yo me imagino que esta unión tan honda, tan amplia, tan abarcadora y permanente, debe ser tan gratificante como a veces “crucificante”. La cruz está plantada en todas las vocaciones cristianas, e igualmente la luz de la resurrección brilla en todos los caminos.

    El esposo debe amar a la esposa como Cristo a la Iglesia, y la esposa debe obedecer al esposo como la Iglesia a Cristo. El esposo y la esposa, el varón y la mujer, tienen la misma dignidad humana y personal, ya que fueron creados a imagen y semejanza de Dios. En el primer relato de la creación leemos: «Hagamos al hombre a nuestra imagen... Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó» (Gn 1,27). Y el segundo relato, de forma muy popular (Gn 2,18-25), habla de cómo solo la mujer (y el varón) es ayuda semejante para el otro, porque no es bueno que el hombre (y la mujer) esté solo. Dios hizo a alguien como él (v. 18). Ambos están llamados a representar a Dios en la tierra, participando de su señorío sobre las criaturas. ¿Por qué seremos tan lentos y cicateros en la historia de la humanidad para sacar las consecuencias de la igual dignidad del varón y la mujer en todos los ámbitos de la vida? ¿Por qué queremos a veces confundir todo bajo el pretexto de una presunta “igualdad”? La mujer se dignifica personalmente siendo mujer, y el varón es personalmente más digno siendo varón; y ambos se engrandecen con el mutuo reconocimiento. Los dos son hijos de Dios y discípulos de Jesús. Son iguales en dignidad por la creación y por la filiación divina; y también comparten la misma condición pecadora que no es ninguna exageración, y por ello pueden participar humildemente ambos de la gracia del perdón de Dios, y así rehacer la paz en el amor renovado. Por el contrario, el orgullo es enemigo declarado del amor y de la concordia en el amor.

    Asentada la misma dignidad, sin privilegios ni discriminaciones, debemos afirmar la autoridad del varón en la comunidad matrimonial; obedeciendo ambos a Cristo, cabeza de la Iglesia. La obediencia es parte de la comunión eclesial, aunque evidentemente la comunión matrimonial y eclesial tiene más ingredientes. Sería desfigurar la relación de autoridad-obediencia, si la redujéramos al ordeno y mando por una parte y al callar y estar sometida por otra. No reduzcamos la dignidad del varón al “mando, luego existo”, recordando el principio de Descartes. Ejercer la autoridad no es alardear de poder ni de prepotencia machista.

    El sacramento del Matrimonio está insertado en la relación de Cristo y la Iglesia, de donde fluye diariamente luz y fuerza para los esposos. ¡Que el esposo se mire en Jesucristo y la esposa en la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo por el que se entregó y al que se ha unido inseparablemente!

    La sacramentalidad del matrimonio garantiza y fortalece personal y comunitariamente, en el presente y de cara al futuro, la presencia y la gracia de Jesucristo. Sólo si el amor matrimonial está como entretejido, ensamblado y amasado en el amor de Jesucristo puede resistir la cruz, porque Jesús ha resucitado. Un pasaje del Decreto Ad gentes puede iluminar también la vida y la misión de los esposos: «Al ser enviados entramos en la vida y la misión del que se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo. Por eso, debe estar dispuesto a perseverar toda la vida en su vocación, a renunciar a sí mismo y hacerse todo para todos». Y, además, podemos continuar aplicando la vocación misionera a la vocación matrimonial y familiar: Dios concede la fortaleza para que «conozca la abundancia de gozo que se encierra en la experiencia intensa de la tribulación y de la absoluta pobreza» (n. 24). En la vida matrimonial y familiar conviven y se alternan el gozo y la cruz, la salud y la enfermedad, la acción de gracias y las inquietudes, las satisfacciones y el trabajo perseverante. La existencia tiene las dos caras; pretender a toda costa ocultar una y huir de ella “caiga quien caiga” es, además de imposible, una equivocación.

    3. El Espíritu Santo da un corazón nuevo

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    Me remito al Catecismo de la Iglesia Católica. «Las diversas liturgias son ricas en oraciones de bendición y de epíclesis pidiendo a Dios su gracia y la bendición sobre la nueva pareja, especialmente sobre la esposa. En la epíclesis de este Sacramento, los esposos reciben el Espíritu Santo como comunión de amor de Cristo y de la Iglesia. El Espíritu Santo es el sello de la alianza de los esposos, la fuente siempre generosa de su amor, la fuerza con que se renovará su fidelidad» (n. 1624). Recuerdo también la Introducción general al Ritual del Matrimonio, en su n. 9: «Por este Sacramento, el Espíritu Santo hace que, así como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, también los cónyuges cristianos, iguales en dignidad, con la mutua entrega y el amor indiviso, que mana de la fuente divina de la caridad, se esfuercen por fortalecer y fomentar la unión matrimonial».

    Jesús, ante la pregunta de los fariseos acerca de si uno puede repudiar a su mujer, no solo devuelve el matrimonio a su fuente —«serán una sola carne»—, sino que también dice que deben vivir en fidelidad indisoluble. Ante la presión de los fariseos que vuelven a preguntar sobre el acta de repudio, otorgada por Moisés, respondió: «Por la dureza de vuestro corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue así» (cf. Mt 19,8). Hay un tipo de enfermedad del corazón, llamada en el texto original sklerokardía (¿está registrada por los médicos?), que el Evangelio, la sabiduría de lo alto, la gracia de Jesucristo y el don del Espíritu Santo pueden curar. Jesús recuerda la voluntad primordial de Dios sobre la unidad perseverante del amor matrimonial en la fidelidad, y promete además el Espíritu que la hace posible. No suprime el designio del Creador, sino que lo recuerda autorizadamente, lo restablece frente a las “concesiones” históricas y garantiza que esta exigencia se puede cumplir; no “echando el resto” como si fuera un esfuerzo supremo frente al rigorismo que enmendaría la plana a Moisés, sino por la gracia del Espíritu Santo. La dureza del corazón significa que está enfermo por un endurecimiento, una tiesura, sequedad, rigidez, obstinación, calcificación, aspereza, insensibilidad, necrosis, etc. El Señor otorga al matrimonio, a los cónyuges, la fuerza del Espíritu para poder vivir unidos y cumplir la misión excelsa del matrimonio y de la familia. Hay un endurecimiento del corazón que impide “entender” (cf. Mt 19,11), que hace insensible a la compasión, que además se nutre de su propio resentimiento, que solo ve las cosas desde una perspectiva, desde su propia persona encerrada en su egoísmo y orgullo. Se puede entrar en una espiral terrible de endurecimiento, de forma que todo lo que el otro dice o hace sienta siempre mal, endurece más y más. ¿No necesitamos auscultarnos con un “fonendoscopio especial” para percibir si el corazón está calcificado, frío, amargado o envenenado por el resentimiento? (G. Marcel).

    Frente a este progresivo endurecimiento, que envuelve mortalmente al de corazón inmisericorde, está la promesa del Señor de dar un corazón nuevo, un espíritu nuevo; de sustituir el corazón de piedra por un corazón de carne; de someternos a un “trasplante” especial de corazón. Con ese corazón renovado podemos cumplir la ley del amor, que es la ley de la auténtica libertad (cf. Ga 5,13-14). Jesús no solo recuerda el designio primero sobre el matrimonio, sino que, frente a la debilidad del hombre para realizarlo, le otorga la fuerza del Espíritu Santo. Necesitamos, siendo viejos, nacer de nuevo (cf. Jn 3,4-5). El premio Nobel de la Paz 2010, el disidente chino Liu Xiaobo, dijo con gran penetración del espíritu humano: «El odio daña la sabiduría y la conciencia; la hostilidad envenena el espíritu».

    Con el Espíritu Santo podemos caminar en la alianza de Dios y entrar en el dinamismo del amor que se entrega, porque Dios mismo se hace fuente en el corazón del Hijo traspasado en la cruz. Es posible el perdón, la fidelidad renovada después de los agostamientos y enfriamientos sufridos; se nos da la gracia de comenzar de nuevo; la conversión y la fe nos hacen entrar humildemente en los caminos de Dios que pasan por el corazón nuevo. El perdón no significa negar lo que ha ocurrido ni equivale a olvidar lo que quizá no sea posible; pero el perdón puede cambiar el futuro y la relación con el ofensor. La petición de perdón y el perdón otorgado crean la base para afrontar el porvenir de manera distinta, a saber, caminando reconciliados. El perdón posee el poder de dejar espacio a la esperanza de cara al futuro y caminar de nuevo unidos en el amor. Un mundo sin perdón es insoportable por la venganza amenazadora. El matrimonio, ante las crisis, en lugar de romperse, se puede reavivar y reanudar por el amor. El nuevo Ritual del Matrimonio ha subrayado la acción del Espíritu Santo, ya que es un sacramento, una acción de la Iglesia, en que actúa el Señor Jesucristo por el Espíritu Santo; de esta manera, se actualiza el misterio del amor fecundo y la unidad indisoluble entre Cristo y la Iglesia. Los esposos son así ministros y colaboradores del Creador y del Salvador en la transmisión de la vida y del sentido cristiano de la vida.

    Recojo para concluir algunos textos de bendición del nuevo Ritual: «Envía sobre ellos la gracia del Espíritu Santo, para que el amor, derramado en sus corazones, los haga permanecer fieles en la alianza nupcial» (n. 82). «Que la gracia de tu Espíritu Santo inflame desde el cielo sus corazones, para que en el gozo de su mutua entrega se vean rodeados de hijos, riqueza de la Iglesia» (n. 113). La bendición del n. 143 recuerda los tres motivos que hemos intentado desarrollar: «Que el amor del hombre y de la mujer sea signo de la alianza que estableciste con tu pueblo»... «Que la unión de los esposos en el sacramento del Matrimonio manifieste las bodas de Cristo con la Iglesia»... «Extiende tu mano poderosa y derrama en sus corazones la gracia del Espíritu Santo». La bendición es gracia descendente desde Dios que los colma con su amor y, a su vez, desde los esposos se convierte en bendición ascendente y acción de gracias a Dios por su amor y su gloria. Bendición del n. 179: «A estos hijos tuyos, a quienes mediante esta bendición unimos con el vínculo del Matrimonio, santifícalos con la gracia de tu Espíritu Santo y acompáñalos benignamente con amorosa protección».

    El matrimonio cristiano hunde sus raíces en el misterio del amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.