Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez, arzobispo de Valladolid

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Homilía

Semana Santa 2011

Sermón de las Siete Palabras

22 de abril de 2011


Temas: Siete Palabras (perdón, salvación, María, sufrimiento, sentido, fidelidad y confianza).

Publicado: BOA 2011, 99.


  • Introducción
  • 1. «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34)
  • 2. «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,43)
  • 3. «Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Jn 19,20-27)
  • 4. «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 14,34)
  • 5. «Tengo sed» (Jn 19,28)
  • 6. «Todo está cumplido» (Jn 19,30)
  • 7. «En tus manos pongo mi espíritu» (Lc 23,46)
  • Conclusión

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    Participo por primera vez como arzobispo de Valladolid en la Semana Santa, que es un monumento de fe y de piedad, de imagen, silencio y música, de participación popular en templos, calles y plazas. Es para mí un honor predicar el Sermón de las Siete Palabras, una manifestación elocuente de su rica solera. Desde Valladolid se difunde una estela de belleza honda, sobria e impresionante. Saludo a las autoridades, cofrades, vallisoletanos y visitantes. Mi saludo de afecto y respeto se extiende a cuantos pueden seguirnos a través de los medios de comunicación, que transmiten la palabra y la imagen. Nos sentimos orgullosos de formar parte de una cadena viviente que enlaza el presente con un pasado de siglos y con un futuro en el que nos internamos con esperanza. Estamos convencidos de que estos días santos emiten un mensaje de trascendencia, de reflexión silenciosa en el ruido, de esperanza en medio de incertidumbres, de solidaridad que desde la cruz de Jesucristo nos envuelve a todos. Este mensaje, que por ser permanente se actualiza cada año, nos viene bien a quienes nos reconocemos gozosamente cristianos; a quienes buscando a Dios se acercan, como ha dicho el papa Benedicto XVI, al “atrio de los gentiles”; y a quienes al pasar por aquí se hacen las preguntas fundamentales: “¿Dónde está tu hermano? ¿Dónde está tu Dios? ¿Dónde estás tú?”.

    Santa Teresa de Jesús fundó en Valladolid el cuarto convento de su Reforma. Las madres carmelitas guardan desde entonces sus huellas con sumo esmero. La Santa, como decimos los abulenses, cuenta que en una ocasión mirando a un «Cristo muy llagado» toda se turbó, ya que «representaba bien lo que pasó por nosotros» (Vida, 9, 1). La imagen de Cristo, que quedó como esculpida en su alma, fue potente acicate para cambiar de vida. ¡Que estas impresionantes imágenes que hablan de manera insuperable el lenguaje de la fe y de la belleza toquen nuestro espíritu! ¡Que las imágenes y las palabras de este Sermón se refuercen mutuamente para hablarnos a cada uno de nuestro Señor Jesucristo que nos ofrece amor, perdón y confianza! Podemos decir con Santa Teresa «desde esta atalaya se ven verdades» (Vida, 21, 5).

    Los Evangelios nos han transmitido siete palabras —número bíblico por excelencia, símbolo de plenitud y totalidad— de Jesús clavado en la cruz y levantado entre el cielo y la tierra. Son palabras pronunciadas desde un púlpito singular, por un moribundo único. Son palabras como gritos, arrancados desde el alma, que quebrantan todo tipo de sordera. Son palabras que Jesús pronunció al final de su vida, son palabras últimas; pero son también palabras de plenitud en que culminan las enseñanzas de una vida entera. Es, por ello, una oportunidad inestimable para que en este espléndido marco las escuchemos nuevamente como un precioso testamento. Tres palabras aparecen en el Evangelio de san Lucas, otras tres en el de san Juan, y una en Mateo y Marcos. Todas unidas, como teselas de un mosaico impresionante y vigoroso, nos muestran a Jesús que jadea en medio de atroces tormentos; son frases entrecortadas, ya que de un moribundo no se pueden esperar largos discursos. A través de ellas se nos manifiesta la belleza de su alma, que se asoma por un rostro desfigurado (cf. Is 53,3). De aquella figura despreciada, de aquellos labios heridos y resecos, brotan palabras de sabiduría, misericordia y esperanza. Merece la pena recordarlas cada año, el Viernes Santo, de generación en generación, pasándolas por el corazón y meditándolas piadosamente. Quiero escucharlas con todos vosotros y agradezco la oportunidad que se me ha ofrecido de expresar públicamente el eco que suscitan en mi espíritu.

    1. «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34)

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    La grandeza de alma que se refleja en estas palabras es sublime; en lugar de ceder a la rebelión interior y a las amenazas, de sumirse en la amargura y el resentimiento, Jesús pide perdón al Padre a favor de los que lo han crucificado y le insultan. Nos conmueve que además los disculpa; no tienen estas palabras un deje de orgullo porque no le han entendido, sino que revelan a una víctima cuyo misterio es inefable (cf. Hch 3,17; 13,27; 17,30; 1Co 2,8; Is 53,12). Jesús, que nos conoce hasta el fondo, sabe hasta qué punto el hombre se ciega a sí mismo y se vuelve ignorante de lo que le molesta. Como dijo Pascal: «El día del juicio los elegidos ignorarán su virtud y los condenados el tamaño de sus crímenes».

    Jesús, desde la cruz, cumple lo que había enseñado: «Perdonad a los enemigos; rezad por los que os persiguen» (cf. Lc 6,27). Invoca la misericordia del Padre por quienes lo han maltratado y por la humanidad entera. Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados (cf. 2Co 5,19). Jesús es el camino de la misericordia y el Mediador de la gracia y el perdón. Esta oferta de perdón es una poderosa invitación a que pasemos del pecado, que se resume en olvidarnos de Dios y dar la espalda a quien nos necesita, a la fidelidad a la Ley de Dios, que se sintetiza en amar a Dios con todo el corazón y al prójimo como a nosotros mismos (cf. Mc 12,29-31).

    El gesto sublime y conmovedor de Jesús, que pidió perdón al Padre en favor de sus verdugos y en realidad de todos los hombres, resonó desde el principio como un aldabonazo potente en el corazón de los discípulos y en la vida de la comunidad cristiana. Y les quedó grabado vivamente en su memoria. Por ello, debían imitar su ejemplo y seguir sus huellas: «Él no cometió pecado ni encontraron engaño en su boca; cuando lo insultaban, no devolvía el insulto; en su pasión no profería amenazas; al contrario, se ponía en manos del que juzga justamente. Cargado con nuestros pecados subió al leño, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Sus heridas nos han curado» (1P 2,22-24). Estas admirables palabras proceden probablemente de un himno que cantaban los primeros cristianos para aprender de Jesús a vencer el mal con el bien (cf. Rm 12,14-21). Dios no nos paga como merecen nuestros pecados; el amor de Dios se manifiesta en las palabras y la conducta de Jesús, que desde el madero de la cruz perdona e intercede ante Dios Padre solicitando el perdón para todos.

    El ejemplo de Jesús fue imitado por el primer mártir, y es una gracia y un deber de los discípulos de Jesús de generación en generación. El diácono Esteban, que murió lapidado, exclamó como Jesús: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado» (Hch 7,60). Mons. Florentino Asensio, nacido en Villasexmir, paisano nuestro, obispo de Barbastro, murió también ofreciendo el perdón. Con serenidad y paz, cargando pacientemente con la cruz y perdonando, como el Señor, a quienes le maltrataban y mataron, padeció el martirio. En la capilla de la Sede de la Conferencia Episcopal Española, recientemente restaurada, aparece el beato Florentino con la palma del martirio; con su vida, con su ministerio sacerdotal y con su martirio siguió los pasos de nuestro Señor Jesucristo. El perdón ofertado a los enemigos, también en el trance de la muerte, es un rasgo inconfundible de lo que Jesús enseñó y vivió.

    «Podemos revertir el ciclo de destrucción y construir la paz practicando el poderoso y bello arte del perdón» (Roland Joffé). El perdón mutuamente pedido y otorgado fragua la reconciliación y pone el fundamento para caminar unidos a un futuro de esperanza. Si el dinamismo del resentimiento, la venganza y el odio presagian un porvenir poblado de amenazas, el perdón ofrece la oportunidad de un nuevo comienzo y prepara un futuro iluminado por la confianza. El pecado paga con muerte; el perdón es puerta para la vida. Por supuesto, el perdón no procede de la ingenuidad ni equivale a negar lo ocurrido y la gravedad de lo causado; significa, en cambio, que la memoria cesa de clamar venganza, que ha tenido lugar un cambio en el corazón de la persona que el Nuevo Testamento compara a veces a un nuevo nacimiento (cf. 1Jn 3,11-16). El premio Nobel de la Paz de 2010, el chino Liu Xiaobo, dijo acertadamente: «El odio daña la sabiduría y la conciencia; la hostilidad envenena el espíritu».

    El perdón es poderoso con la fuerza del amor; si el poder del odio es destructor, el poder del amor cura al ofendido y otorga nueva confianza al agresor. ¿Quién ha dicho que el rencor es poderoso y que el amor es débil? Si el amor fuera la primera fuerza que moviera el mundo, se abriría paso victoriosamente la fraternidad y la esperanza. El amor que aprendemos de Jesús es paciente y es humilde, no lleva cuentas del mal, se alegra con la justicia y la verdad, espera sin desfallecer (cf. 1Co 13,4-7).

    2. «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,43)

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    Junto con Jesús fueron crucificados dos malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. «Hay tres hombres en cruz: uno que da la salvación, otro que la recibe, un tercero que la desprecia. Para los tres, la pena es la misma, pero todos mueren por distinta causa» (san Agustín). La cercanía a Jesús se ve invadida por el misterio; uno lo rechaza, el otro lo acepta. Uno insulta a Jesús; pero el otro, reconociendo que ellos padecen con razón, y que en cambio Jesús era inocente, se dirige a Él con una súplica confiada: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23,42); a la cual respondió Jesús, con la conciencia de que podía hacer esa promesa supremamente liberadora: «En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). Jesús, condenado como “Rey de los judíos”, según estaba escrito en la tablilla que portó colgada al cuello hasta el Calvario y que fue colocada en lo alto de la cruz, muere en el desvalimiento mayor y es al mismo tiempo vía de salvación eterna. Padeciendo el mismo suplicio, Jesús como Salvador acoge la petición del buen ladrón. Cristo tiene el poder, también moribundo en la cruz, de garantizar la entrada en el Reino de Dios, que antes había anunciado y podía ser inicialmente recibido por quienes a través de la fe entraban en contacto con Jesús. “Hoy” significa que la salvación puede ser ofrecida eficazmente ya desde la cruz. Jesús en persona es el Evangelio del Reino de Dios y las horas de su agonía son también tiempo de gracia de Dios. Lo mejor que le aconteció al buen ladrón tuvo lugar durante los últimos momentos de su vida, en un diálogo de tú a tú con otro crucificado, con Jesús. Reconoció en aquel crucificado singular no sólo la inocencia, «éste no ha hecho nada malo» (Lc 23,41), sino también la puerta del paraíso. Un moribundo pide a otro moribundo la vida, quien se la otorgará inmediatamente.

    Nos son desconocidos muchos buenos ladrones que murieron robando la vida eterna, ya que la bondad del Señor no tiene límites. Pero hace poco hemos conocido cómo terminó la historia de un malhechor y criminal, en su género con altísima calificación. El 1-10-1957 Jacques Fesch terminó su diario de prisión con estas palabras: «Dentro de cinco horas veré a Jesús». Efectivamente, en la hora señalada fue guillotinado. Un preso de la cárcel romana Regina Coeli resume en estos términos su testimonio fidedigno: «Era un joven descentrado, de rica familia; se convirtió en asesino y fue condenado a muerte. Tenía 27 años. En la cárcel vivió una conversión radical, fulgurante, alcanzando altas cumbres de espiritualidad». Después de un año en la cárcel, a impulsos de esa conversión auténtica, fue bautizado, siendo madrina una hermana suya ocho años mayor; se arrepintió sinceramente, aceptó su castigo con serenidad, y se reconcilió con su esposa e hija la noche antes de ser ejecutado. Éstas honraron su memoria y, con algunas colaboraciones, publicaron su diario, que terminó llamando poderosamente la atención. El cardenal Jean-Marie Lustiger, entonces arzobispo de París, después de una investigación a fondo, abrió el proceso de beatificación en 1993, que ahora justamente pasa de París a Roma. Es obvio que su posible beatificación no significa darle un certificado de buena conducta, sino reconocer su conversión cristiana como verdadera y regeneradora de la vida, cuando estaba a punto de ser ajusticiado. A la luz del Evangelio, podemos decir que es un buen ladrón de nuestro tiempo. El Papa beatifica a la persona, no la trayectoria, de quien perdió la fe a los 17 años y desde entonces fue dando tumbos y pasando de absurdo en absurdo. ¡Junto a Jesús siempre existe, también en la situación extrema, la esperanza del perdón y del paraíso!

    ¡Que podamos escuchar también nosotros, cuando llegue la hora de nuestra muerte, las palabras consoladaras de Jesús: «Hoy estarás conmigo en el paraíso», hoy entrarás en la gloria del cielo! Confiamos escuchar del Señor, cuando nos acerquemos al umbral de la muerte: «No te disolverás en la nada, no te perderás a la deriva; vendrás a mis brazos y te introduciré en la casa de mi Padre, donde serás feliz para siempre».

    3. «Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Jn 19,20-27)

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    «Dame tu mano, María, / la de las tocas moradas; / clávame tus siete espadas / en esta carne baldía / (...) ¿Dónde está ya el mediodía / luminoso en que Gabriel, / desde el marco del dintel, / te saludó: “Ave María”? / (...) Qué lejos, Madre, la cuna / y tus gozos de Belén: / “No, mi Niño, no. No hay quien / de mis brazos te desuna” / (...) ¡Qué larga / es la distancia y qué amarga / de Jesús muerto a Emmanuel!» (Gerardo Diego).

    El contraste entre el fiat (‘hágase’) de la anunciación y el stabat (‘estaba en pie’) junto a la cruz de Jesús es inmenso. La distancia entre Belén con el Niño en el regazo de María, y el Calvario con Jesús muerto en sus brazos, es larga y amarga. El poeta Góngora subrayó dos distancias inmensas cubiertas por el Hijo de Dios: Pasó del seno del Padre al seno de María haciéndose hombre y de «hombre a muerto». María dijo sí al ángel, dando «al Señor las llaves de su voluntad» (Santa Teresa de Jesús, Vida, 20, 22), dejando a Dios que tomara posesión de su vida. Recorrió la peregrinación de la fe y «mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz, donde, no sin designio divino, estuvo en pie» (Lumen gentium, 58) . María fue fiel también en la dureza de la hora cuando las tinieblas del monte Calvario cubrían la agonía de Jesús y oscurecían el corazón de la Madre. Podemos decirle: “María, así te hemos dejado al Hijo; ahora tú, con indecible dolor, lo tomas en tus brazos, lo besas y lloras ya muerto”.

    El sábado está dedicado especialmente a la Virgen, según una tradición secular de piedad mariana. María es como el puente que une la fe en Jesús muerto en la cruz el Viernes Santo y la manifestación luminosa el Domingo de Resurrección. La fe en Jesús se refugió en el corazón de María, donde siempre se mantuvo encendida. La confianza de María en su Hijo nunca se desvaneció. «Esperaste, cuando todos vacilaban, el triunfo de Jesús sobre la muerte» (canto popular). Con esta tradición venerable, se conectaba un gesto llamativo, seguramente para todos, pero sobre todo para los niños. En el llamado Oficio de Tinieblas de Semana Santa, al terminar cada salmo se apagaba una vela del tenebrario; pero la vela colocada en lo alto no se apagaba, sino que se retiraba encendida a un lugar donde su resplandor no impidiera que la comunidad reunida experimentara realmente la oscuridad y las tinieblas. A esa vela se la llama en algunos lugares, por ejemplo en Palencia, precisamente “María”.

    «María, puente y camino que Dios y el hombre recorren. Tú que nos traes a Dios, llévanos a Él» (Cesáreo Gabaráin). María, por el “sí” dado al ángel, abrió las puertas de su corazón y del mundo para que entrara el Hijo de Dios encarnándose en sus entrañas virginales. Y María, desde el nacimiento, presenta a los hombres a Jesús, el fruto bendito de su vientre; y confiamos en que nos lo mostrará cuando termine nuestra peregrinación en la tierra.

    Si, atenazados por las pruebas, no encontramos a Dios por ninguna parte; cuando la pregunta del salmista «¿Dónde está tu Dios?» sea como un aguijón clavado en nuestra carne; recurramos a María, que nos mostrará a su Hijo como a los pastores y a los magos, y nos ayudará a permanecer junto a la cruz, soportando el peso de la vida y las tinieblas de la historia. Jesús nos ha entregado a su Madre como nuestra Madre; podemos acudir a ella confiadamente, en los días luminosos y cuando la oscuridad cubra nuestro espíritu. Ella cuida de nosotros, nos acoge en su regazo, nos escucha y nos alienta. Acojamos a María en nuestra casa, en nuestra familia, en nuestras tareas, en nuestra vida. ¡Que la procesión por nuestras calles y plazas sea un signo de la hospitalidad que le prestamos!

    «María tiene una doble dimensión: ser la Madre de Jesús, por lo que todo el mundo le tributa cariño, respeto y veneración; y la de ser símbolo de la Iglesia, que está naciendo en aquel momento, por lo que debe ser recibida por todo el mundo creyente como algo propio e irrenunciable. Se trata de la pertenencia a la Iglesia. Esta pertenencia se halla incluida en lo esencial del discípulo cristiano, que es la fe» (Felipe Fernández Ramos, Comentario al Evangelio según San Juan, en: Comentario al Nuevo Testamento III, Madrid 1997, 3.ª ed., p. 327). María, como nueva Eva, ejerce una maternidad espiritual sobre los discípulos de Jesús, representados en el discípulo amado. La devoción a la Virgen María, Madre de Jesús y nuestra Madre, forma parte de la fe cristiana. No hay nacimiento sin madre, no hay regeneración por la fe sin la participación de María en este alumbramiento. María está junto a la fuente bautismal. No podemos celebrar la muerte y resurrección de Jesús sin la presencia de María, Madre de la fe.

    4. «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 14,34)

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    La Iglesia antigua forjó dos expresiones que afirman con nitidez que el Hijo de Dios se había hecho realmente hombre, participando de nuestra suerte desde el nacimiento hasta la muerte: «María es la Madre de Dios» y «Dios padeció» («Maria Dei Genitrix» y «Deus passus»). Jesús, este hombre concreto, es el Hijo de Dios. Jesús, como todo niño, se expresó al principio solamente con el lenguaje del llanto y la sonrisa; trabajó también como hombre y se le encallecieron las manos; pasó frío y calor. En el Huerto de los Olivos, sintió tristeza, pavor y angustia (cf. Mc 14,33-34). Ahora desde la cruz pregunta a Dios, su Padre: «¿Por qué me has abandonado?».

    “El grito” (L. Díaz Castilla) de la humanidad doliente halla eco en el clamor de Jesús. Él dio cauce a las preguntas que podemos llevar en el corazón y salen desgarradamente de nuestros labios: “Señor, ¿por qué esto?, ¿por qué ahora?, ¿por qué a mí?”. Un diagnóstico médico que nos deja aturdidos; un accidente mortal; una acción terrorista que injustamente siega la vida de una persona y deja sumidos en un sufrimiento indecible a sus familiares; un acontecimiento que nos pone a la intemperie, indefensos y desolados, como ante las cuerdas de la suma fragilidad; una catástrofe que muestra el poder imponente de la naturaleza y al mismo tiempo descubre la debilidad humana; una actuación de la maldad del hombre que desborda todo lo comprensible. La historia personal, familiar, social y humana padece pruebas incontables y suscita numerosas preguntas en el espíritu hondamente lastimado. «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».

    La pregunta lacerante “¿Dónde está Dios?”, la que pone en relación el sufrimiento de los inocentes y la providencia, bondad y fidelidad de Dios, sólo la experimenta el creyente; por eso, las preguntas más hirientes salen de sus labios; por ejemplo, de Jeremías o de Job. «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», clamó Jesús con voz potente. El que no es creyente también sufre y grita, pero no siente el dolor de la fe desconcertada, e incluso puede experimentar un gozo sarcástico por el dolor de los fieles ante el silencio de Dios y la ocultación de su presencia bienhechora.

    «Jesús estaba verdaderamente solo. Todos morimos solos, incluso cuando morimos rodeados de amor. Por mucho que el agonizante tienda su mano y se aferre a otra mano, sabe que allá, en el interior, donde se libra el último combate, está solo, definitivamente solo. (...) No fue una frase, sino un grito que taladra la historia. Había ya en el Calvario un gran silencio. Y fue entonces cuando Jesús hizo un esfuerzo que parecía imposible; se incorporó en la cruz, llenó de aire sus pulmones y gritó en voz alta: “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?”» (José Luis Martín Descalzo, Vida y misterio de Jesús de Nazaret, Salamanca 1998, 7.ª ed., p. 1141).

    Las palabras de Jesús «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», que conmueven nuestra concepción de Dios, son las primeras de un salmo (Sal 22,2). Más adelante el salmista reza con palabras en que se alternan sentimientos diferentes. «Abren contra las fauces leones que descuartizan y rugen» (Sal 22,14). «Mi corazón, como cera, se derrite en mis entrañas; mi garganta está seca como una teja, la lengua se me pega al paladar; me aprietas contra el polvo de la muerte» (Sal 22,15-16). Pero el salmo, la oración que rezaría también Jesús en medio de sufrimientos terribles, se abre a la memoria de la bondad de Dios y a la confianza en su fidelidad de cara al futuro. El salmista no sólo llora, también cantará en la asamblea de los fieles. «En ti confiaban nuestros padres y los ponías a salvo» (Sal 22,5). «Desde el vientre materno Tú eres mi Dios» (Sal 22,11). «Fuerza mía, ven corriendo a ayudarme» (Sal 22,20). «Él es mi alabanza en la gran asamblea» (Sal 22,26). «Alabarán al Señor los que lo buscan: viva su corazón por siempre» (Sal 22,27). «Me hará vivir para Él, mi descendencia le servirá» (Sal 22,30.31). El bálsamo del Señor va serenando el corazón, va derramando en las heridas el aceite del consuelo y el vino de la esperanza hasta que el fiel termina cantando «todo lo que hizo el Señor» (Sal 22,31).

    Las preguntas que hieren con tanta aflicción nuestro corazón se responden confiando en Dios, soportándolas con paciencia junto a la cruz de Jesús, con la ayuda y la compasión de los demás que comparten con nosotros sinceramente el sufrimiento, con humildad y sin exigir cuentas a Dios, esperando en silencio la respuesta de Dios, cuya bondad es ilimitada.

    5. «Tengo sed» (Jn 19,28)

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    «Tengo sed» fue un grito impresionante de Jesús sediento en su cuerpo y en su alma. El suplicio sangriento de la crucifixión le produjo una angustia terrible. «La sed provoca un ansia insospechada en el ajusticiado, máxime cuando las fuerzas comienzan a flaquear, el aire parece que está ausente, las extremidades estás exhaustas y la vista se nubla. Por si fuera poco, la respiración se hace cada vez más lenta y el reo no soporta la sequedad que tiene en su garganta y en sus labios» (A. Llamas, Siete palabras, en: Diccionario de Jesús de Nazaret, Burgos 2001, p. 1214) (cf. Sal 22,16; 69,22). Los antiguos consideraron la crucifixión como la muerte más cruel de todas (mors crudelissima omnium), condena indigna de un ciudadano romano; reservada a esclavos y a personas particularmente peligrosas. Aterra imaginarse el grito del crucificado sediento en la cruz.

    Comenta el papa Benedicto XVI en su libro sobre Jesús de Nazaret, recientemente publicado: «Al término de la pasión, bajo el sol abrasador del mediodía, colgado en la cruz, Jesús gritó: “Tengo sed” (Jn 19,28). Como solía hacerse, se le ofreció un vino agriado, muy común entre los pobres, que también se podía considerar vinagre; se la tenía como una bebida para la sed» (Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección, Madrid 2011, p. 254). Una primera significación de la sed de Jesús crucificado es obvia, está desangrado y alentando fatigosamente; pero tiene también un alcance simbólico. La queja de Dios por su pueblo, viña escogida y cuidada, que produjo agraces (cf. Is 5,2), resuena en el Redentor sediento en la cruz a quien se ofrece vinagre. «No sólo Israel, sino también la Iglesia, nosotros, respondemos una y otra vez al amor solícito de Dios con vinagre, con un corazón agrio que no quiere entender el amor de Dios. “Tengo sed”, este grito de Jesús se dirige a cada uno de nosotros» (p. 255).

    Jesús, en otra ocasión, durante su vida apostólica, pidió agua junto a un pozo para calmar la sed comprensible a mediodía: «Dame de beber» (Jn 4,7). Jesús pide a la mujer de Samaría que le dé agua del pozo; pero al mismo tiempo le promete otra clase de agua que sorprende a la mujer, porque sacia la sed para siempre y brota hasta la vida eterna. Jesús promete el Espíritu que se convierte en fuente inagotable (cf. Jn 7,37-39). «Aquel que le pedía de beber tenía sed, en realidad, de la fe de aquella mujer» (San Agustín). ¿Qué sed padece Jesús en la cruz? Como es frecuente en Juan, la palabra tiene dos significados: Su garganta está “seca como una teja”, pero tiene otro tipo de sed; en su corazón desea ardientemente llevar a término la obra encomendada por el Padre, cumplir la Escritura en que se diseña el designio de Dios sobre el Mesías.

    La sed nos habla de otras insatisfacciones del hombre, que unas veces hallan respuesta y otras quedan fallidas por beber en fuentes sin agua. Un doble pecado ha cometido mi pueblo, dirá el profeta Jeremías en nombre de Dios: Me han abandonado a mí, fuente de aguas vivas, y se han cavado cisternas agrietadas que no pueden contener el agua que buscan (cf. Jr 2,13). ¿No es verdad que bebemos en ocasiones aguas contaminadas? ¿No es verdad que buscamos a veces saciar la sed profunda del espíritu bebiendo en fuentes que, en lugar de dar frescura, vida y esperanza, producen resaca, amargura y sed aún mayor? ¿No estamos como tierra reseca y sin agua? Es clásica la descripción del castigo del sediento junto a la fuente, que no alcanza a beber del agua fresca.

    La Madre Teresa de Calcuta, la monja menudita, encorvada y con el rostro surcado de arrugas, fue una llamada vibrante del amor de Dios a la humanidad doliente; su cercanía a los más pobres de entre los pobres tocó el corazón del mundo. Pues bien, «el “tengo sed” de Cristo en la cruz y el “dame de beber” que pidió la samaritana se convirtieron en lema y en obligada respuesta al evangelio» (José Antonio Carro Celada, en: Nuevo Año Cristiano, 5 de septiembre, pp. 90-91). Teresa escuchó el clamor de Jesús en la cruz que se dejaba oír en muchas personas tiradas en las calles. El Centro Nirmal Hriday (Centro del Corazón Inmaculado), surgido en 1954, fue un refugio para moribundos, para que «los que habían vivido como animales pudiesen morir como ángeles, sintiéndose amados y estimados». Cuando Juan Pablo II llegó en 1986 a ese lugar de Calcuta, donde «se podía tocar a Cristo» y donde en medio de tanto dolor se podía «compartir su pasión», conmovido, el Papa hizo este elogio: «Es un lugar de esperanza, es un sitio que confiere dignidad a todo ser humano». La humanidad agradeció el servicio precioso a los pobres otorgando a la Madre Teresa de Calcuta el Premio Nobel de la Paz; y la Iglesia con la beatificación ha reconocido en ella a una discípula fiel de Jesucristo sediento en la cruz. La Madre Teresa dejó escrita esta oración para que la rezaran diariamente sus hermanas Misioneras de la Caridad: «Haznos dignos, Señor, de servir a nuestros semejantes de todo el mundo que viven y mueren en medio de la pobreza y el hambre. Dales hoy, a través de nuestras manos, el pan de cada día y, junto con nuestro amor y comprensión, dales paz y alegría». El «Tengo sed» de Cristo en la cruz se ha contagiado a muchos hombres y mujeres del mundo en forma de amor a los abandonados y de ardor apostólico por la gloria de Dios y la salvación de las almas.

    6. «Todo está cumplido» (Jn 19,30)

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    En esta palabra de Jesús se percibe una resonancia de victoria, porque ha llevado a cabo el encargo recibido del Padre. Apoyándose en Él, ha podido recorrer el camino desde Getsemaní, en que con gritos y lágrimas pidió que le fuese ahorrado el trago amargo de la pasión (cf. Mt 26,39) hasta la cruz. La Carta a los Hebreos escribe, con aparente sorpresa para el lector, que Jesús fue escuchado por Dios. ¿Cómo fue escuchado? Dios Padre, aunque no le evitó la muerte, lo arrancó definitivamente de su poder (cf. Hb 5,6-10). Dios también nos escucha.

    La palabra de Jesús «Todo está cumplido» significa que todo ha llegado a su término. Nosotros diríamos compasivamente que por fin dejó de padecer. Pero la significación es más honda. Aquí resuena lo que al introducir el lavatorio de los pies había escrito el evangelista: Jesús amó a los suyos «hasta el extremo» (Jn 13,1). «Este fin, este extremo cumplimiento del amor, se alcanza ahora, en el momento de la muerte. Él ha ido realmente hasta el final, hasta el límite y más allá del límite. Él ha realizado la totalidad del amor, se ha dado a sí mismo» (Joseph Ratzinger, Jesús de Nazaret, p. 260).

    Jesús, que al entrar en el mundo había dicho: «He aquí que vengo para hacer tu voluntad» (Hb 10,9), ahora, con la satisfacción de haber obedecido hasta la muerte (cf. Flp 2,8), vuelve al Padre. Ha cumplido la misión que el Padre le había confiado, que diariamente constituía su alimento (cf Jn 4,34; 17,4) y que en la hora culminante ha consumado. La fidelidad paga con felicidad auténtica. Hay en la obra bien hecha una satisfacción que, más allá del tener y del poder, mejora el mismo ser y plenifica las aspiraciones del hombre. Jesús ha vivido su historia insertándola en el dinamismo del amor de Dios y en la historia de la salvación, que narra la Sagrada Escritura. Si investigamos las Sagradas Escrituras, nos dice el mismo Jesús, hallaremos en ellas el testimonio sobre Él (Jn 5,37-39). La fe en Jesucristo es como la llave para abrir el libro de la Palabra de Dios y para comprender la historia de Dios con la humanidad, con cada uno de nosotros.

    La culminación de la obra cumplida por Jesús no es sólo el éxito de una personalidad extraordinaria que resistió todas las pruebas y torturas sin echarse atrás ni desdecirse de lo que había enseñado. Su consumación, la plenitud de su fidelidad rubricada por la muerte, nos incorpora a todos. Su obra opera la salvación de la humanidad. En la muerte de Jesús no sólo admiramos su entereza inquebrantable, sino que también agradecemos que su costado traspasado por la lanza del soldado se ha convertido en fuente de salvación (cf. Jn 19,34-37). Ha subido al leño cargado con el pecado de todos y podemos mirar al que traspasaron con gratitud y esperanza.

    7. «En tus manos pongo mi espíritu» (Lc 23,46)

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    Es un clamor de suprema confianza que procede del corazón de Jesús colgado en la cruz. Podemos traducirlo con otras palabras: A pesar de todo, del sufrimiento, la oscuridad y la desolación, en el umbral de la muerte confío en Ti, Tú eres mi Dios, Tú eres mi Padre. A Ti me entrego confiadamente, en tus manos pongo mi vida. Jesús cayó en manos de los enemigos (cf. Lc 9,44; 24,7); y ahora, cuando está a punto de caer en las garras de la muerte y del abismo, se encomienda a las manos del Padre.

    El libro de las Lamentaciones ha formulado con supremo vigor cómo se unen en el creyente el abismo del dolor y el abismo de la entrega confiada a Dios. «Me han arrancado la paz. Fíjate en mi aflicción y mi amargura, en la hiel que me envenena». Pero, «hay algo que traigo a la memoria, por eso esperaré. ¡Qué grande tu fidelidad! Es bueno esperar en silencio la salvación del Señor» (cf. Lm 3,17 ss.). Dos situaciones se unen en el espíritu de Jesús: el supremo desgarro y la ilimitada confianza. Jesús continúa llamando Padre a Dios tanto en Getsemaní como en la cruz (cf. Lc 22,42; 23,46). El sufrimiento del Hijo no es incompatible con el amor del Padre.

    En las situaciones extremas podemos renovar también nuestra confianza en Dios; cuando parece que todo se tambalea, es precioso el homenaje de nuestra confianza en Dios, la roca firme y segura. Cuando perdemos todos los asideros, sólo nos sostiene dejarnos caer en los brazos de Dios. «A tus manos, Padre, encomiendo mi espíritu». «Méteme, Padre eterno, en tu pecho, misterioso hogar; dormiré allí, pues vengo deshecho del duro bregar» (Miguel de Unamuno, en el epitafio de su sepulcro). «Para el que cree en Dios, morir no es nada trágico; no es saltar en el vacío, ni entrar en la noche. Creemos que morimos, que perdemos la vida; en realidad es sólo que ponemos la cabeza en su sitio, en las manos del Padre. Cae la vida, caen las hojas, todos caemos. Pero alguien recoge estas caídas con sus enormes manos (Rilke)» (José Luis Martín Descalzo, o. c., p. 1148).

    Los Evangelios no edulcoran las horas desabridas de Jesús, presentidas por Él en Getsemaní con temblor y angustia; y tampoco esconden el arranque de su confianza en Dios. En su alma se unen la ruptura de la muerte, la confianza del Hijo en el Padre y la entrega de su vida por la salvación del mundo. Murió como hombre, degustando la copa hasta el fondo y bebiendo hasta el último trago, pero se confió como Hijo a los brazos de Dios al cruzar la barrera de la muerte, ratificando así lo que había vivido. En la oración a solas en el monte con el Padre durante la noche, en las persecuciones que se iban fraguando contra Él, en el sufrimiento cordialmente hiriente por la traición, la negación y el abandono de los amigos, siempre su recurso al Padre fue constante. En las manos del Padre hallará el descanso y la paz. Como reflejo de la acogida del Padre reposará, antes de pasar al frío sepulcro, en el regazo de su Madre.

    Conclusión

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    Las Siete Palabras, pronunciadas por Jesús desde la cruz, nos exhortan a la meditación sobre la gravedad de su crucifixión, son una llamada al arrepentimiento de nuestros pecados, nos invitan al perdón recíproco y a la fraternidad, deben fortalecer nuestra fidelidad y nos animan a la esperanza, ya que el patíbulo de la cruz, con Jesús resucitado, se ha convertido en árbol de vida eterna. ¡Que la mirada al Crucificado eleve nuestro espíritu al amor y la paz!

    Termino con una oración de la liturgia de la Iglesia:

    «Mis ojos, mis pobres ojos / que acaban de despertar, / los hiciste para ver, / no sólo para llorar. // Haz que sepa adivinar / entre las sombras la luz, / que nunca me ciegue el mal / ni olvide que existes Tú. // Que, cuando llegue el dolor, / que yo sé que llegará, / no se me enturbie el amor, / ni se me nuble la paz. // Sostén ahora mi fe, / pues, cuando llegue a tu hogar, / con mis ojos te veré / y mi llanto cesará. / Amén».