Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Homilía

Semana Santa 2011

Misa Crismal

21 de abril de 2011


Temas: evangelización y ministerio ordenado.

Publicado: BOA 2011, 95.


Saludo a todos con afecto y gratitud por vuestra presencia. Doy gracias a Dios por vuestra fe, por vuestra vida y misión en la Iglesia como presbíteros y diáconos, como religiosos y religiosas, como laicos y laicas.

A todos y cada uno muestro mi cercanía en esta celebración de la Misa crismal, que es —podemos decir— eminentemente sacramental, ya que serán bendecidos en ella el óleo de los catecúmenos y el de los enfermos y será consagrado el santo crisma, por el que participamos particularmente de la unción de Jesús el Cristo, el Ungido por excelencia, a través de los sacramentos del Bautismo, la Confirmación y el Orden sacerdotal.

Agradezco a cuantos colaboran en la catequesis del Bautismo y la Confirmación, en la pastoral de la salud, y en la preparación de los candidatos al ministerio sacerdotal y diaconal. Ya desde ahora pedimos al Señor por todos los que serán ungidos con estos aceites santos dando un paso importante en el recorrido de la fe en Jesucristo, de su inserción en la Iglesia y de su vida como discípulos del Señor. Desde la Catedral, como Iglesia-madre de la Diócesis, se difunde la gracia sacramental, por la que bendecimos a Dios.

«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido» (Is 61,1; Lc 4,18). Estas palabras del profeta Isaías se cumplen particularmente en Jesús, y unidos a Él participamos de su unción y de su misión. Hemos sido ungidos por el Espíritu Santo para fortalecimiento interior y para tomar parte en la misión de evangelizar. Por haber sido ungidos para anunciar el Evangelio con palabras y obras, la misión es inherente a todo cristiano y a toda vocación específica en la Iglesia. Sin el Espíritu de Dios no podemos transmitir el Evangelio; pero con el don del Espíritu debemos ser todos misioneros. La dimensión apostólica, unida siempre al ser cristiano, en la actual situación de la misión de la Iglesia dentro de nuestras coordenadas de tiempo y espacio, es particularmente necesaria y urgente. El Papa nos viene indicando, desde hace algún tiempo, un aspecto muy significativo de la evangelización: Debemos ir al encuentro y dialogar sin miedo con las personas que se acercan al llamado “atrio de los gentiles”, es decir, a los que buscan a Dios y no lo han encontrado todavía o no lo han hallado de nuevo. La fe cristiana nos mueve a anunciar el Evangelio a los que participan habitualmente en la vida de Iglesia, a cuantos están recorriendo el itinerario de la iniciación cristiana, a los que tienen desgarrado el corazón, a los heridos en su dignidad humana, a los desanimados por el peso de la vida, a los que son víctimas de las actuales crisis económica, laboral y social. Superar las crisis, que se han acumulado en nuestra sociedad y en nuestro mundo requiere de nosotros percibir de nuevo el sentido auténtico de la vida humana, no escatimar el sacrificio y el esfuerzo, cultivar más la calidad del ser que la abundancia del poseer, meditar más sobre lo importante y huir menos de nosotros mismos y de Dios. Necesitamos ser consolados y alentados por la esperanza del Evangelio. Quizá nuestra sociedad, y nosotros que respiramos el mismo aire, padecemos una enfermedad que afecta particularmente a la vitalidad de la esperanza.

Queridos hermanos, la enfermedad que aqueja a la esperanza no se cura sin más porque cambie la dirección de los vientos que soplan o porque la incidencia del testimonio cristiano sea menos oscurecido por la irrelevancia social e incluso el descrédito, o porque un mayor éxito pastoral corone nuestros esfuerzos. La esperanza débil y acosada se cura en el corazón por el Espíritu Santo: «La esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5,5). Si estás tocado de desánimo, querido hermano, entra en tu corazón, llama y pide que el Padre te dé el don supremo de su Espíritu Santo (cf. Lc 11,9-13). Sin el Espíritu de Dios estamos como deshabitados y vacíos, desganados y cansados con una fatiga que no procede del trabajo sino del alma.

En esta celebración, querido D. José, arzobispo emérito, queridos presbíteros, queridos diáconos, renovamos las promesas que hicimos el día de nuestra ordenación sacramental, uniéndonos a Jesucristo que se ofreció por nosotros en la cruz, que anticipó su entrega en la Última Cena con los discípulos y que se actualiza en el sacramento de la Eucaristía que celebramos en conmemoración suya. Renovamos las promesas con gratitud a Dios y poniéndonos confiadamente a su disposición para ser enviados como apóstoles y testigos. Somos obispos, presbíteros y diáconos por su elección y no por nuestros méritos; no somos espontáneos sino enviados.

Escuchamos todos y cada uno la exhortación que san Pablo nos dirige: «Reaviva el don que hay en ti por la imposición de mis manos, pues Dios no nos ha dado un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor, de templanza. Así pues, no te avergüences del testimonio de nuestro Señor ni de mí, su prisionero; antes bien, toma parte en los padecimientos por el Evangelio, según la fuerza de Dios» (2Tm 1,6-8) Mientras podamos, mientras las fuerzas aguanten no dejemos de participar en los trabajos, los gozos y los sufrimientos por el Señor, por el Evangelio y por los hermanos. No seremos felices huyendo; nuestra dicha, nuestra gloria y nuestra vocación consiste en gastarnos y desgastarnos en el cumplimiento del ministerio confiado. Aunque experimentemos vivamente nuestra fragilidad, aunque abunden las dificultades exteriores e interiores, recordemos siempre las palabras de Jesús a Pablo: «Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad» (2Co 12,9).

Os agradezco, queridos hermanos sacerdotes, vuestra dedicación al ministerio recibido, vuestra perseverancia, vuestra generosidad, vuestra colaboración con el obispo para llevar adelante en nuestra Diócesis la misión pastoral. Esta fidelidad es tanto más preciosa cuanto más recios son los vientos que soplan en sentido contrario. El Señor no se ha bajado de la barca y no se arrepiente de las promesas que nos ha hecho; puesto en pie manda nuevamente al viento y al mar que se apacigüen y a nosotros nos dice: «No tengáis miedo. Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (cf. Mt 8,23-26; 28,20).

En este contexto de comunicación entrañable, de acción de gracias por el ministerio confiado y de renovación del carisma recibido, permitidme que os recuerde y me recuerde unas recomendaciones del Apóstol Pedro: «A los presbíteros entre vosotros, yo presbítero con ellos, testigo de la pasión de Cristo y partícipe de la gloria que se va a revelar os exhorto: pastoread el rebaño de Dios que tenéis a vuestro cargo, mirad por él, no a la fuerza, sino de buena gana, como Dios quiere; no por sórdida ganancia, sino con entrega generosa; no como déspotas con quienes os ha tocado en suerte, sino convirtiéndoos en modelos del rebaño. Y cuando aparezca el Pastor supremo, recibiréis la corona inmarcesible de gloria». (1P 5,1-4). La entrega generosa del tiempo y de la vida, la pobreza apostólica y el servicio humilde van labrando la corona de gloria que el Señor nos entregará diciendo: «Siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tú Señor» (cf. Mt 25,21; Lc 12,35-44). Nuestra esperanza no busca el aplauso de la gente sino el reconocimiento de nuestro Señor Jesucristo que nos ha amado, elegido y enviado. Renovamos con la fuerza del Espíritu Santo nuestra disposición a trabajar por Dios, en la Santa Iglesia, para servir a la mesa de la Palabra y de la Eucaristía, para animar la Caridad con los pobres, enfermos, ancianos, inmigrantes, personas y familias golpeadas por la situación actual de tan elevado desempleo. ¡Que desde la comunión con Jesucristo, el amigo de los hombres, particularmente de los pecadores, enfermos y agobiados, pongamos nuestras energías en manos de Dios para que Él las potencie, las distribuya y multiplique! ¡Que seamos los sacerdotes ministros disponibles del perdón sacramental! ¡Seamos todos buenos samaritanos de la misericordia!

Hace poco tiempo definía el papa Benedicto XVI al sacerdote como “hombre de Dios” al margen de esta relación básica en que estamos situados no hallaremos el sentido de la vida ministerial y el marco de la misión apostólica. Por esto, la fe, que es raíz y cimiento de la existencia en Dios, prepara la tierra en que brotan la vida y confianza. La relación con Dios debe actuarse en la oración, que viene a ser como el oxígeno que proporciona aliento a la fe; como el despertar de la atención espiritual en la celebración de los sacramentos; como el fuego que enciende en el corazón el ardor del Espíritu para predicar con valentía el Evangelio; y como el viento que impulsa a seguir sacrificadamente los pasos del Señor. La relación con Dios, confiada y perseverante, nos coloca diariamente en la órbita de nuestro ministerio. Hablemos cada día con Dios de nuestros fieles para poder hablar a nuestros fieles de Dios. Que la fe orante rompa la propensión a la rutina, la superficialidad y el descuido a realizar espiritualmente las acciones de nuestro ministerio. Sin la oración, que despierta y anima la fe, perderíamos el atrevimiento para hablar con entusiasmo y convicción, abierta y limpiamente de Dios, en nuestro mundo que ejerce a veces una presión secularizadora.

Mañana, Viernes Santo, recordamos especialmente a los cristianos que viven en la Tierra de Jesús y cuidan de los santuarios diseminados por el país. Si allí nació, vivió y murió el Salvador, y si la Iglesia comenzó allí su existencia y misión, y si de allí hemos recibido el Evangelio, debemos mostrarles nuestra gratitud con la oración, la solidaridad y la colaboración económica (cf. Ga 2,10; 2Co 8-9). A causa de las dificultades especiales que tienen las comunidades cristianas para poder vivir con libertad de movimientos y con suficiente estabilidad, sin padecer amenazas ni violencia, aspirando legítimamente a vivir como ciudadanos sin peligros ni discriminación, sienten los cristianos la tentación de salir a otros sitios buscando horizontes económicamente más desahogados y socialmente más seguros. Pero visitar la tierra de Jesús sin comunidades cristianas sería poco más que contemplar ruinas milenarias y monumentos memorables que evocan un pasado singular, pero con poca vitalidad en el presente. El trabajo profesional escaso, las peregrinaciones a los lugares santos y la colecta de la Iglesia el Viernes Santo son la base económica de sustentación de aquellos cristianos y sus familias. Pidamos la paz en aquella región que es condición para una vida digna y el mejor remedio para evitar la emigración de Oriente Medio. Os agradezco la generosidad en la colecta del Viernes Santo para los Santos Lugares.

¡Que María, que dio a luz al Redentor del mundo en el establo de Belén, y se mantuvo en pie junto a la cruz de Jesús en el Calvario de Jerusalén, nos sostenga con su intercesión maternal en las horas de prueba! La angustia por Jesús muerto en sus brazos se cambió con la resurrección en luz de esperanza.