Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Pregón

Semana Santa 2011

Pregón de Semana Santa
en Medina del Campo:
La cruz, patíbulo de Jesús
y revelación del amor de Dios

15 de abril de 2011


Temas: piedad popular y cruz de Cristo (muerte y resurrección).

Publicado: BOA 2011, 82.


  • Introducción
  • 1. La cruz como término de la vida de Jesús
  • 2. La cruz a la luz de la resurrección

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    Saludo cordialmente a todos; de forma particular se dirige mi gratitud a los cofrades de la Semana Santa por su invitación. Tengo presentes a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas de vida contemplativa y apostólica, a los fieles seglares. Muestro mi respeto a las autoridades.

    El Pregón de Semana Santa, que me habéis pedido, es a mi modo de ver un aldabonazo que llama la atención sobre la proximidad de las fiestas centrales de nuestra fe cristiana. Debe contribuir este Pregón a que adoptemos actitudes de fe y de devoción para que en las celebraciones tan intensas y tan brillantes se unan la interioridad creyente con las manifestaciones exteriores. ¡Que los signos exteriores reflejen y también reaviven el espíritu que interiormente nos anima!

    La celebración de la Semana Santa ha arraigado profundamente en la historia de la fe de nuestro pueblo. Tiene honda y rica solera. Las celebraciones litúrgicas desbordan los templos y salen a las calles y plazas de los pueblos y de las ciudades. Las procesiones son frecuentemente auténticos monumentos de fe, piedad, arte, expresión de la idiosincrasia de un pueblo. En ellas confluyen diversos factores que no deben silenciarse ni separarse. Hablan la fe y la piedad con el lenguaje de la belleza; son expresiones culturales que tienen su origen y fuente permanente en la fe cristiana. Si se redujeran a las manifestaciones sociales y culturales perderían identidad, vigor y aliento. Una imagen deja de inspirar si el artista no fue inspirado interiormente para plasmar lo religioso; muchos escultores han esculpido rezando el rostro de Jesús. Una manifestación religiosa convertida exclusivamente en reclamo turístico perdería su secreto más hondo y su más genuino atractivo.

    Desde hace algún tiempo, particularmente desde el Sínodo de los Obispos dedicado a la Eucaristía en la vida y la misión de la Iglesia , se habla del ars celebrandi; es decir, la Eucaristía debe ser celebrada con un estilo digno, con un ritmo ni cansino ni atropellado, con una forma de proclamar las lecturas y de recitar las oraciones en consonancia con la escucha de la Palabra de Dios y con la auténtica actitud orante. La celebración no es una representación teatral, sino una actualización del misterio de la fe. Además de existir un ars celebrandi, existe en correspondencia un ars participandi, es decir, cómo participamos en la celebración. La participación litúrgica une la fe, el conocimiento de lo que se celebra, la apertura al misterio, la escucha atenta, la implicación personal en lo que se ve, escucha, responde, recibe, reza, canta. La celebración litúrgica no es un espectáculo al que se asiste con curiosidad e interés puramente cultural y antropológico. Se corresponden en la liturgia el ars celebrandi y el ars participandi. Así, la celebración es viva y no solo estética; los signos hablan del misterio de Dios y no solo de la creatividad de los hombres.

    Algo semejante podemos decir de las procesiones de Semana Santa, con las que prestan las cofradías un servicio precioso a los demás cristianos y a cuantos deseen entrar en su dinamismo propio. Cada procesión tiene un ritmo, que discurre en consonancia con las imágenes y el contenido de los pasos, con la forma de ser y de sentir de un pueblo, con la historia de la piedad en ese lugar concreto. Las imágenes, la ornamentación, la música, el ritmo procesional, la concentración religiosa... todo crea un arte peculiar de procesionar. Y también los que contemplan la procesión desde las aceras y plazas deben adoptar una manera adecuada de participar. El silencio, el respeto, la interiorización de lo que se ve y escucha; la reflexión nacida de la fe y de la religiosidad. Aunque sea espectacular por su belleza, dramatismo y grandiosidad, la procesión tiene su fuente en la piedad y su peculiar elocuencia religiosa. Sólo manteniendo su identidad, una procesión fue, es y será interesante como acontecimiento también cultural y social.

    Hace poco, el 18-10-2010, el papa Benedicto XVI, en una Carta dirigida a los seminaristas , les recordaba el puesto de la piedad popular en su formación y en el ejercicio posterior del ministerio sacerdotal: «A través de la piedad popular, la fe ha entrado en el corazón de los hombres, formando parte de sus sentimientos, costumbres, sentir y vivir común. Por eso, la piedad popular es un gran patrimonio de la Iglesia. La fe se ha hecho carne y sangre. Ciertamente, la piedad popular tiene siempre que purificarse y apuntar al centro, pero merece todo nuestro aprecio, y hace que nosotros mismos nos integremos plenamente en el “pueblo de Dios”». Por ser la piedad popular confluencia de la fe cristiana, de la cultura y de la idiosincrasia de cada pueblo, se comprende que sean diferentes sus manifestaciones según los lugares y regiones. Por ejemplo, la Semana Santa andaluza y la castellana coinciden en los contenidos de la fe y en la magnificencia, pero se diversifican en sus formas expresivas. La Semana Santa ofrece la oportunidad de que cada pueblo, con sus peculiaridades legítimas, forme parte y se manifieste dentro de la misma Iglesia; de esta manera entran en la tradición de la fe las riquezas culturales de las naciones.

    De la cruz se ha dicho lo peor y lo mejor; en su honor se han cantado las más sublimes alabanzas, y se le han lanzado los más duros vituperios. Ha sido considerada como oprobio y como bendición. La muerte en la cruz es la más cruel de las formas de ejecución inventadas por la humanidad; es tan ignominiosa que mancha como un baldón a la familia del condenado. El que pende de un madero es un maldito (cf. Ga 3,13). Y, por otra parte, como Jesús el Redentor murió crucificado, es proclamada la cruz como gloriosa; es árbol de vida eterna; ante ella se postran los cristianos, y se cobijan bajo su sombra bendita marcando su cuerpo con la señal de la cruz.

    ¿Qué significa la cruz del Señor? ¿Qué tiene que ver con nosotros? ¿Permanecemos nosotros como María junto a la cruz de Jesús? ¿Cargamos con nuestra cruz? ¿Ayudamos como cireneos a llevar la cruz pesada de otros hermanos y hermanas?

    La cruz es un símbolo de lo que padeció Jesús por amor al Padre y por amor a nosotros. Es también la cruz un símbolo de lo que eliminaríamos de nuestra vida, si pudiéramos. La cruz es rechazada como un escándalo y una insensatez; y es saludada el Viernes Santo como cruz fiel y gloriosa, cómo árbol de salvación, como tronco abrupto en que estuvo pendiente la redención del mundo. San Pablo solo quería gloriarse en la cruz de Nuestro Señor Jesucrusto (cf. Ga 6,14. 1Co 1,17-25). El encuentro con Jesucristo crucificado y resucitado es la vía del perdón de Dios y la clave de la vida.

    Varias veces tuve la oportunidad de visitar el campo de concentración de Dachau, cerca de Múnich (Alemania). En este campo hay tres monumentos-memorial: uno de los judíos, otro de los protestantes y otro de los católicos. El de los católicos es una cruz de hierro, herrumbrosa, sin adornos, desnuda... Para mí fue muy elocuente desde la primera vez que la vi. En aquel campo fue humillada la dignidad humana; sufrieron frío, hambre y miedo; pasaron por cámaras de gas y hornos crematorios miles de hermanos nuestros. No es un lugar para la poesía, sino para la meditación. Y junto a aquella cruz era posible y hasta fácil concentrarse en silencio, rezando, mirando a la explanada, a los barracones, a las alambradas, al edificio de las cámaras de gas y de los hornos, retrocediendo unos decenios con la imaginación hasta la barbarie nazi. Sobre el campo se levantaba aquella cruz tosca, alta, sin atractivos.

    No olvidemos que la cruz fue el instrumento más cruel (mors crudelissima omnium) que unos hombres hayan descubierto para dar muerte lenta, sofocante, dolorosísima a otros. Para un ciudadano romano era ignominioso morir crucificado. Era un patíbulo para esclavos, para extranjeros, para enemigos calificados o personas sin calificación humana.

    Desde dos perspectivas podemos contemplar la cruz del Señor: o desde el camino que la precede y termina en la crucifixión como su meta, o desde la luz emitida por la resurrección. Es la culminación de la existencia humana y temporal de Jesús; y es venerada por sus discípulos después de reconocer que Jesús venció con la resurrección la muerte en la cruz y el pecado de los hombres que hasta allí lo condujo. No se puede ni edulcorar la cruz y no tomarla en serio, ni quedar como atrapados por las tinieblas del monte Calvario. La resurrección es un foco de luz que ilumina la cruz, al Crucificado y su crucifixión; y antes la cruz es excluida, rechazada y temida. Dos miradas consiguientemente sobre la cruz: antes de la crucifixión y después de la resurrección; antes ignominia y oprobio, después gloriosa y fuente de salvación y de esperanza.

    1. La cruz como término de la vida de Jesús

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    Jesús, a partir de la confesión de Cesarea de Filipo, al término de la llamada a veces “primavera de Galilea”, comunicó a sus discípulos en conversaciones y catequesis privadas que subían a Jerusalén, donde será rechazado y entregado en manos de los enemigos que lo condenarán a muerte. Varias veces insiste Jesús en ello (cf. Mc 8,31 ss.; 9,30 ss.; 10,32 ss.). La reacción siempre es la misma por parte de los discípulos: Se resisten a ese desenlace, no lo entienden, proyectan el futuro de Jesús y el suyo propio junto a Él de manera triunfante, no servicial, no sufriente. Cuando llegó la crucifixión quedaron desconcertados y con la esperanza tronchada (cf. Lc 24,13 ss.). Huyeron, abandonando a Jesús o negándolo. No entra en nuestros cálculos de realización personal la cruz, la humillación, el último puesto, el dar la vida por el Evangelio, por el Reino de Dios, por los demás. La incomprensión sobre el no-sentido de la cruz es patente en la narración evangélica. No nos quedemos con una cruz que abstraiga del itinerario de Jesús y de la vida de nosotros, sus discípulos. No es que los cristianos tengamos gusto en sufrir o seamos insensibles; somos normales, no masoquistas, ni raros. Porque somos discípulos de Jesús, nuestro Maestro y Señor, que murió crucificado, nuestro destino está íntimamente unido al suyo. Si morimos con Él, viviremos con Él (cf. 2Tm 2,11).

    El mismo Jesús, en la proximidad de su pasión, tiembla, llora con gemidos y lágrimas al que podía arrancarlo de la muerte (cf. Jn 12,26-29; Hb 5,7-8). En Getsemaní ocurre lo que a nuestro modo de ver sería lo más contradictorio con el poder del Señor: Abatido, resistiéndose la carne de Jesús al panorama de sufrimientos y de la cruz como culminación, siente pavor y angustia, reza insistentemente al Padre y nos enseña a rezar ante la cruz, porque el espíritu puede estar dispuesto, pero la carne es débil. «Padre (Abbá), pase de mí este cáliz» (cf. Mc 14,36), este trago, esta densa oscuridad, este remolino de vértigo; pero «no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres Tú». Es una oración sublime tanto por la fragilidad del orante, como por la intimidad filial, como por la pronta obediencia de Jesús. Se pone en manos del Padre para que decida sobre su vida, más allá de sus sentimientos y deseos inmediatos.

    Todos entregan a Jesús. Es curioso constatar en el texto evangélico cómo Jesús va pasando de mano en mano hasta levantarlo clavado en la cruz. Judas entrega a Jesús a los enviados para prenderlo; con un beso, que es signo de amistad, entrega al Amigo por excelencia. Judas es el traidor porque fue incubando en su corazón eliminar a Jesús y terminó poniéndolo en manos de los enemigos; aunque reconoció su enorme pecado, desconfió de que hubiera perdón para él. La narración de la Eucaristía dice que «en la noche en que era entregado», Él se entregó como alimento del amor que no muere. La cadena de entregas continúa: Los enviados por los jefes del pueblo lo entregaron al Sumo Sacerdote y al Sanedrín; estos lo consignaron a Pilato; Pilato lo entregó a los guardias para que lo azotaran y ridiculizaran; Pilato se lavó las manos y lo entregó para que lo crucificaran. Y los verdugos lo entregaron a la muerte.

    Podemos decir que la cruz es consecuencia del rechazo de los hombres a escuchar el Evangelio de Jesús, y a reconocerlo como el Mesías. La cruz es el resultado de la persecución, traición, cobardías, maldad y endurecimiento de los hombres. El Sanedrín condenó a Jesús como blasfemo, porque siendo hombre se hacía Hijo de Dios; el pueblo en general se dejó manipular, reclamando incluso la liberación de Barrabás, famoso delincuente, y la condena de Jesús. Pilato se lavó las manos como un cobarde que se desentiende mirando para otro lado. Los discípulos también colaboraron, entregándolo, negándolo, huyendo. Cuando se le complicaba a Jesús gravemente la vida lo dejaron solo, aunque no estaba solo, ya que el Padre estaba con Él (cf. Jn 16,32). Pidió compasión, pero no la halló. Misteriosamente, el Padre no intervino salvando a Jesús de la muerte; lo salvó resucitándolo. Ni Jesús, que tenía poder para entregar la vida y retomarla (cf. Jn 10,17-18), instrumentalizó su poder para salvarse a sí mismo, como le incitaban los enemigos sarcásticamente cuando estaba crucificado: A otros salvó, pero Él no puede salvarse a sí mismo. Si es el Hijo de Dios, que baje de la cruz y lo creeremos (cf. Mc 15,29-32). Jesús murió a manos de los enemigos, y depositando su espíritu en manos del Padre, que lo amó de una manera original: No ahorrándole la cruz, sino confortándolo, sosteniendo a su Elegido, amándolo en el aparente abandono. Porque Jesús, el Hijo de Dios, ha muerto, no es ya el mal el argumento que desde la historia de los “crucificados” podemos lanzar contra Dios, o desde nuestros propios gritos que a veces no cesan. Pero porque ha resucitado, el amor que se entrega no es débil, sino poderosísimo, vencedor. Todo esto podemos vencerlo por Aquél que nos ha amado (cf. Rm 8,31 ss.). La última palabra no es la cruz, pero era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar así en su gloria (cf. Lc 24,26). La sepultura no es el término definitivo; la muerte es cruzar una puerta como a la deriva, pero en realidad acompañados por el que murió por nosotros y resucitó por nuestra salvación.

    2. La cruz a la luz de la resurrección

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    Se puede apreciar en el Nuevo Testamento cómo la cruz iluminada por la resurrección o, de otra manera, la victoria del Resucitado, es el foco de luz que ilumina toda la vida anterior de Jesús: lo que dijo, lo que hizo, lo que padeció, su crucifixión y su muerte. Nosotros, a la luz de la resurrección, miramos a la cruz, al Señor elevado sobre la cruz. El atrae hacia sí nuestras miradas de fe, de esperanza, de arrepentimiento, de petición de misericordia. Sin la cruz y la resurrección, el Nuevo Testamento sería un enigma; le faltaría vertebración. Porque han encontrado los discípulos a Jesús vencedor de la muerte, todo ha cambiado definitivamente para ellos. La cruz ya aparece integrada en su relación con Jesús, sin pensar que es un obstáculo insuperable; Mesías, Jesús de Nazaret y Crucificado se armonizan en el designio de Dios y en la fe de los cristianos. Ya no conocen a Jesús sino crucificado. Lejos de mí gloriarme sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo (cf. Ga 6,14).

    El centro del Evangelio es Jesús crucificado y resucitado. En el resumen que da Pablo en 1Co 15,1 ss. de su predicación al fundar la comunidad de Corinto, lo dice claramente: El Evangelio que os he predicado, que habéis creído y que os va salvando es que Jesús murió por nuestros pecados según las Escrituras, que resucitó al tercer día según las Escrituras, que se apareció a Pedro... La palabra de Jesús en el Evangelio es la palabra de un viviente que pasó por la cruz; no es simplemente la enseñanza de un sabio, o de un letrado judío singularmente perspicaz, o de un profeta. Todo pasa ya por la cruz y la resurrección. No hay otro Jesús que el crucificado que está vivo para siempre, sentado a la derecha del Padre. Ahora desde la cruz iluminada podemos recibir la revelación de su vida y de su muerte. Recojamos algunas lecciones fundamentales.

    Jesús, cuando moría en la cruz, pidió al Padre que perdonara a quienes lo crucificaban. El que mandó perdonar a los enemigos (cf. Lc 6,27-28) da ejemplo (cf. Lc 23,34). Fue crucificado por odio, pero Él responde con amor. Cuando lo insultaban, no devolvía el insulto (cf. 1P 2,23). Jesús venció la cruz, aceptando la voluntad del Padre, superando la natural resistencia a la pasión, dominando el miedo y la angustia, dando muerte en Él al odio (cf. Ef 2,16), respondiendo con amor a la crueldad de quienes lo condenaron, entregando su espíritu confiadamente en manos del Padre. Por eso el anuncio de Jesús crucificado es para nosotros el anuncio y la promesa del perdón de los pecados. En su nombre los misioneros cristianos ofrecen el perdón y una vida nueva. Con la invitación a reconocer los pecados y pedir perdón terminan los discursos kerigmáticos (cf. Hch 2,38 ss.; 3,19; 13,38-39; Hch 10,43). Perdonando murió Esteban (cf. Hch 7,60), el mártir de la primera hora, y así han muerto los testigos posteriores.

    “¿Dónde está tu Dios?” es una pregunta lacerante, que dirigían a los judíos sus enemigos ante las deportaciones, sufrimientos y calamidades padecidos. La misma pregunta que podía escuchar o personalmente hacerse un israelita fiel en presencia de las desgracias que le afligían. ¿Dónde estaba Dios mientras moría Jesús en la cruz en medio de atroces tormentos? ¿Por qué Dios callaba? ¿No se enteraba de lo que padecía su Hijo? ¿Por qué lo abandonaba? San Pablo responde así: «Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo» (2Co 5,19). Dios es omnipotente, sufre con nosotros en la tribulación, es compasivo y misericordioso, es amor que padece con los heridos; la omnipotencia del amor de Dios aparece en la debilidad que acompaña en la cruz; es un amor que sabe esperar el momento de actuar salvando, haciendo justicia, resucitando. La historia de Abraham, que por obediencia a Dios se dispuso a sacrificar a Isaac, su hijo único, al que tanto amaba, el recibido como fruto de la promesa divina, es una especie de atisbo para comprender lo inefable, a saber, que Dios no es cruel, sino amor insondable al entregar a Jesús (cf. Gn 22,16; Rm 5,6-11; 8, 32; 1Jn 3,16). Dios, al darnos a su Hijo, nos ha amado hasta el extremo. La prueba suprema del amor de Dios es que nos ha enviado a su Hijo, siendo nosotros pecadores (cf. 1Jn 3,14-17; 4, 9-11). No somos para Dios extraños, ni indiferentes; nos ha amado con obras y de verdad, ya que el amor verdadero se manifiesta con el sufrimiento real por la persona amada (cf. Jn 15,13). Dios nos ha amado primero; ha tomado la iniciativa de venir a nuestro encuentro; ha abierto la historia del amor hasta lo inimaginable. En Jesús que perdona, es Dios mismo quien perdona. El Padre del cielo nos dice con palabras de Jesús: Yo no te condeno. No peques más (cf. Jn 8,11).

    A propósito del mártir san Vicente predicó san Agustín en el Sermón 274: «Venció en la confesión de la fe y venció en la tribulación; venció al ser atormentado y venció al morir por la fe». Dios escucha a sus fieles también en el dolor, como escuchó a su Hijo en Getsemaní (cf. Mt 26,39); y en el martirio vencen con la fuerza que les viene del mismo Jesucristo. Sobre Jesús en su pasión escribe el autor de la Carta a los Hebreos: «Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, cuando en su angustia fue escuchado. Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna» (Hb 5,7-9). ¿Cómo fue escuchado Jesús? Dios Padre no lo libró de la muerte, pero le dio la fuerza para entrar en su pasión, recorrerla desde el principio hasta el final y morir en la cruz poniendo su espíritu y su vida en manos del Padre. Dios nos escucha también sosteniéndonos en la oscuridad, en las pruebas y en el sufrimiento. Jesús, siendo Hijo, aprendió a obedecer y fue perfeccionado por el sufrimiento. El dolor es escuela de humildad, de sabiduría y de paciencia (cf. Sal 119,65 ss.). Cuando no dominemos las situaciones, cuando temamos que las cosas se vayan de las manos, pidamos también entonces a Dios, que nos acompaña en el valle de tinieblas. Paradójicamente, Jesús es autor de salvación eterna a través de la cruz; y nosotros también podemos vencer apoyándonos en Dios para entrar en lo desconocido e imponente.

    Jesús entrega su vida al Padre; incluso en Getsemaní lo llama su Abbá, enseñándonos el rostro de Dios, compasivo y misericordioso. Dios no es un Dios distante, insensible, ajeno a nuestra cruz. El rostro de Dios en la cruz es el del Amor: Tanto amó Dios al mundo que nos entregó a su único Hijo para que todo el que cree en Él tenga vida eterna (cf. Jn 3,16-17). Jesús muerto y resucitado nos revela cómo es Dios-Amor; nos ha querido hasta entregar al Hijo por amor al esclavo, según contamos los cristianos en la Vigilia pascual. Cómo es Dios: Bueno, Padre, Perdón, Compasión. Escuchó al Hijo liberándolo de la muerte, no ahorrándole anticipadamente la muerte. En la cruz de Jesús confluyen el rechazo y la condenación de los hombres, el amor y la entrega de Jesús, y el silencio y el amor del Padre Dios. La cruz manifiesta hasta dónde pueden llegar el odio de los hombres, el amor de Jesús y el compromiso de Dios por nosotros.

    Jesús nos amó hasta el extremo (cf. Jn 13,1), hasta lo indecible, hasta entregar su vida por nosotros. «Me amó y se entregó por mí» (Ga 2,20). La Eucaristía es el memorial sacramental de la entrega de Jesús al Padre por nosotros. Las sucesivas entregas de la pasión no terminan en el resentimiento y la amargura, sino en la autoentrega por nosotros. El amor, así de serio, es el alma de la relación entre Jesús y sus discípulos. Amor saca amor. Confunde con su amor nuestra mediocridad y endurecimiento.

    ¿Cómo respondió Jesús a la traición de Judas, a las negaciones de Pedro, al abandono de todos, al escarnio de los enemigos? Entregándose, perdonando. Jesús no se defendió, no se escabulló con artimañas, no se hundió en la amargura, no se quebró en la desesperación, no se revolvió en insultos y amenazas. Su muerte como un cordero, pidiendo perdón al Padre por los que lo crucificaban, poniendo su espíritu en manos de Dios, prometiendo el Paraíso a quien se dirigió a Él invocándolo como Salvador, fue reflejo del amor de Dios. Por la forma de morir, tan mansa y dignamente, se transparentó su condición divina (cf. Lc 23,47-48; Mt 27,54; Mc 15,39). Jesús es el rostro personal de Dios, también y particularmente en su pasión y muerte.

    A la cruz la saludamos el Viernes Santo con la expresión “árbol de la vida” en contraste con el árbol del Paraíso donde Adán y Eva mordieron en la manzana la muerte. La obediencia de Jesús, que pasó por el abismo de la cruz (cf. Flp 2,8), ha abierto un camino de vida en la desobediencia de Adán (cf. Rm 5,12-21). El árbol de la cruz es fuente de vida eterna; de las heridas del Crucificado brota la salvación.

    El amor verdadero se prueba con el sufrimiento real por la persona amada; sin obras, el amor no pasa de ser un sentimiento. Esta lección la sabemos todos por experiencia propia. El amor debe unir el corazón para sentir bien, los labios para bendecir, las manos para hacer el bien y los pies para ir al encuentro de las personas necesitadas. Benevolencia, benedicencia y beneficencia están conectadas a través del vínculo de amor. Santa Teresa de Jesús fundó en Medina del Campo el segundo convento de carmelitas descalzas, que continúan en esta ciudad a través de los siglos viviendo con el estilo de vida aprendido de la Santa reformadora. En la fundación halló ayudas y también dificultades interiores y exteriores (cf. Fundaciones 3, 11). Aquí conoció a san Juan de la Cruz, nacido en Fontiveros (Ávila), a la sazón estudiante en Salamanca. Al narrar la fundación en Medina exclama: «¡Oh caridad de los que verdaderamente aman a este Señor y conocen su condición! ¡Qué poco descanso podrán tener, si ven que son un poquito de parte para que un alma sola se aproveche y ame más a Dios, o para darle algún consuelo o para quitarla de algún peligro! ¡Qué mal descansará con este descanso particular suyo!» (ibíd., 5, 5). «¿Qué poseistes, Señor mío, sino trabajos y dolores y deshonras, y aún no tuvistes sino un madero en que pasar el trabajoso trago de la muerte? En fin, Dios mío, que los que quisiéremos ser vuestros hijos verdaderos y no renunciar la herencia, no nos conviene huir del padecer. Vuestras armas son cinco llagas. ¡Ea, pues, hijas mías!, esta ha de ser nuestra devisa, si hemos de heredar su reino; no con descansos, no con regalos, no con honras, no con riquezas se ha de ganar lo que Él compró con tanta sangre» (ibíd., 10, 11). Santa Teresa correspondió con amor al Señor que la había amado hasta la cruz.

    María está en pie junto a la cruz de Jesús. Su fe fue como el puente para unir la crucifixión de Jesús y su resurrección. Esperamos con María la victoria del Señor, también cuando nuestra vida vacila por la fragilidad.