Conferencia Episcopal Española
Comisión Episcopal para la Vida Consagrada

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Mensaje

Jornada Pro orantibus 2011

“Lectio divina”: un camino de luz

19 de junio de 2011


Temas: vida consagrada y “lectio divina”.

Web oficial: http://www.conferenciaepiscopal.es/images/stories/Jornadas/2011/OrantibusFolleto.pdf

Publicado: BOA 2011, 264.


Cada año celebramos en la Iglesia, en la Solemnidad de la Santísima Trinidad, la Jornada “Pro Orantibus”, “por los que oran”, para dar gracias a Dios por el gran don de la vida contemplativa y la presencia luminosa de los muchos monasterios que pueblan nuestra geografía. Los objetivos de la Jornada son fundamentalmente dos: agradecer y rezar.

Quienes han sido llamados a esta vida escondida con Cristo en Dios se entregan a la oración incesante, al trabajo y a la vida fraterna, en un ambiente de silencio y soledad habitado por la Palabra y visitado por el amor del Señor resucitado (cf. Verbi Sponsa 3). «Los Institutos orientados completamente a la contemplación, formados por mujeres o por hombres, son para la Iglesia un motivo de gloria y una fuente de gracias celestiales... En la soledad y el silencio, mediante la escucha de la Palabra de Dios, el ejercicio del culto divino, la ascesis personal, la oración, la mortificación y la comunión en el amor fraterno orientan toda su vida y actividad a la contemplación de Dios. Ofrecen así a la comunidad eclesial un singular testimonio del amor de la Iglesia por su Señor y contribuyen, con una misteriosa fecundidad apostólica, al crecimiento del Pueblo de Dios» (Vita consecrata 8).

Si toda vida consagrada «nace de la escucha de la Palabra de Dios y acoge el Evangelio como su norma de vida» (Verbum Domini 83) es en concreto la gran tradición monástica la que «ha tenido siempre como elemento constitutivo de su propia espiritualidad la meditación de la Sagrada Escritura, particularmente en la modalidad de la lectio divina» (Ib), imitando a la Madre de Dios, «que meditaba asiduamente las palabras y los hechos de su Hijo (cf. Lc 2, 19.51), así como a María de Betania que, a los pies del Señor, escuchaba su Palabra (cf. Lc 10, 38)» (Ib).

Cristo se autodefine a sí mismo en los Evangelios como el Camino que conduce al Padre (cf. Jn 14, 6) y la Luz verdadera que alumbra a todo hombre que viene a este mundo (cf. Jn 1, 9. 8, 12). Si Cristo es la Palabra de Dios hecha carne, y la Palabra es la lámpara que alumbra nuestros pasos (Salmo 119, 195), esa misma Palabra es camino de luz que podemos recorrer por las páginas de la Biblia, conducidos por el Espíritu.

El Señor Jesús nos invita a buscarle en las Escrituras, pues ellas hablan de Él y en ellas encontramos la vida plena que todos deseamos y anhelamos (cf. Jn 5, 39). La lectio divina es búsqueda de Dios siguiendo el camino luminoso de su Palabra en los libros de la Sagrada Escritura. Buscar a Dios (quaerere Deum) ha sido desde siempre la tarea primordial de toda vida monástica, y ésta ha encontrado en la Lectio –desde sus inicios– y encuentra en la actualidad un método sapiencial que enamora el corazón, ilumina la inteligencia y purifica el alma disponiéndola para el encuentro con el Esposo. La Lectio supone –en feliz expresión de san Ambrosio– volver a pasear con Dios por el paraíso de la bendición original, y su compañía amorosa recrea nuestra vocación, alimenta nuestra fe e ilumina nuestra existencia (cf. Verbum Domini 87).

Los consagrados contemplativos, por la familiaridad orante con la Sagrada Escritura, imitando a la Virgen María, logran hacer de la Palabra de Dios su propia casa, de la cual salen y entran con naturalidad (cf. Verbum Domini 28); ésta ilumina la mente y moldea los corazones hasta llevarlos a comulgar con los sentimientos del Hijo.

Los contemplativos son convocados así a convertirse en exégesis viviente de la Palabra de Dios que leen, meditan, escrutan, rezan, celebran, cantan y contemplan a diario en la comunión de la Iglesia. Por la práctica de la lectio divina la Palabra obra en ellos esa conversión de la existencia que transforma la vida hasta hacerla parábola luminosa del corazón de Cristo.

Los contemplativos tienen la indispensable misión de irradiar en nuestra Iglesia la Belleza, la Verdad y la Bondad del Dios Trinitario que ama a todo hombre con misericordia infinita y que no quiere que ninguno se pierda. Ellos son lámparas encendidas que arden con el aceite del amor divino y brillan con la luz de la esperanza. Llamados a montar una guardia de oración sin tregua ni distracciones, perseveran vigilantes aguardando el retorno del Señor en medio de la noche de nuestro mundo. Arraigados y edificados en Cristo permanecen firmes en la fe, intercediendo por toda la humanidad. La vida consagrada contemplativa es así prolongación de la plegaria de Jesús al Padre, llenando de auténtica filiación la orfandad de muchos corazones.

Y todo esto lo agradecemos y encomendamos a nuestro Dios en el domingo en el que celebramos la Solemnidad de la Santísima Trinidad. Ningún cristiano puede quedar hoy al margen de esta Fiesta y de esta Jornada de oración “por los que oran”. Llamados a ser Iglesia, la Santa Trinidad nos muestra el camino de nuestra genuina vocación cristiana y eclesial: ser una comunidad de amor que nace del Padre, es convocada por el Hijo y alentada y conducida por el Espíritu.

La Santísima Trinidad no es un misterio de especulación escolástica... La Santa Trinidad es la tierra prometida que anhela nuestro corazón, el hogar entrañable que todos buscamos, la única y añorada patria de la que un día salimos y a la que un día volveremos. Hechos a «imagen y semejanza del Creador» (Gn 1, 27), la Santa Trinidad es nuestro origen más original y nuestro destino más auténtico.

Nuestros hermanos contemplativos lo saben muy bien y lo viven así. Cierto que a ellos no los encontramos en los nuevos areópagos del mundo, ni podemos escuchar sus voces en los actuales atrios de los gentiles. Pero están. Su aparente ausencia es su verdadera presencia, porque la oración en lo oculto a la que se entregan día y noche es el alma de nuestro apostolado público y el corazón de toda obra evangelizadora. Ellos escuchan en el silencio la misma Palabra que otros anunciamos por los caminos, y lo que el Señor les dice al oído, nosotros lo gritamos por las azoteas (cf. Mt 10, 27). Ellos adoran a la Santa Trinidad en la soledad de un culto permanente hecho en espíritu y verdad... y nosotros confesamos a la misma Trinidad con nuestra entrega sin reservas en la caridad misionera del apostolado que se nos ha confiado según los diversos carismas. Unos y otros formamos un solo cuerpo en Cristo Jesús, Señor nuestro. ¡Somos Iglesia!, ese misterio de comunión que el Espíritu suscitó en la mañana de Pentecostés, y que a todos nos ha alcanzado.

Hoy la Iglesia entera es convocada a una profunda acción de gracias al Señor por la vocación monástica, al tiempo que se nos pide rezar por estos hermanos y hermanas que tanto rezan por nosotros. Y todos, también, somos invitados a ofrecer nuestra ayuda afectiva y efectiva para que tantos monasterios, que como preciosos oasis encontramos en el desierto de nuestro mundo, sean sostenidos y ayudados en una auténtica comunión de bienes, pues como miembros del único Cuerpo resucitado y glorioso de Nuestro Señor Jesucristo, nadie puede desentenderse de su hermano.

Que la Santísima Virgen María, primera consagrada al Padre, por el Hijo, en el Espíritu, mujer orante, maestra de contemplación y madre de los apóstoles, nos guíe y acompañe en este camino de luz al que la Iglesia nos convoca en esta hora de la nueva evangelización.

Mons. Vicente Jiménez Zamora, obispo de Santander - Presidente