Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Alocución

Premio Ratzinger 2011

Felicitación al profesor
Olegario González de Cardedal

30 de junio de 2011


Publicado: BOA 2011, 269.


Estoy convencido de que no es la última vez que nos reunimos en Roma los familiares y amigos de Olegario. La presente ocasión es muy bella, pero presiento que habrá otra.

Ha sido galardonado con el Premio Ratzinger, en su primera edición. Es como una rúbrica sumamente autorizada que avala una larga, fecunda y fiel trayectoria en el servicio teológico a la Iglesia y a la sociedad. La vida intelectual del profesor Olegario es un ministerio eclesial y una profesión académica de la Teología. ¡Muchas gracias, querido amigo, por tu contribución a la Iglesia, no solo en España, y a la sociedad española! La invitación de la señora Embajadora, que agradecemos sinceramente, es un reconocimiento de semejante aportación a los ciudadanos españoles.

Olegario es un ejemplo luminoso de vocación a la Teología generosamente respondida. La dedicación, laboriosidad, inteligencia vigorosa, ancha y profunda, y bella dicción en el cultivo de la Teología, están patentes. Como a otro abulense insigne, también el Señor puede decirle: “Has hablado bien de mí”. La palabra “bien” tiene aquí, como el griego kalós, la significación de bueno y de bello. ¡Cuánto esfuerzo y perseverancia en el trabajo sacrificado! Nos alegramos de que haya sido también reconocido por la Iglesia y la sociedad, como ha tenido lugar hoy, por la mañana recibiendo el premio de manos del Papa , y ahora en la Embajada. La obra de Olegario ha sido de penetración honda en la fe de la Iglesia y al mismo tiempo ha sido misionera. Desde la misma reflexión teológica ha iluminado dimensiones importantes y vitales de la sociedad española. Ha hablado teológicamente en la cátedra de Teología, en la Academia, en los medios de comunicación social y en las conversaciones diarias. Sin salirse del campo de la Teología, sin olvidar el pasado, sin rebajar su altura, ha enfocado las cuestiones que afectan al presente y al futuro de la vida humana.

Yo me siento hoy particularmente enorgullecido por el paisano abulense (entre Lastra del Cano y Villanueva del Campillo hay unos 40 km); por haber vivido en el mismo Seminario dirigido por el mismo rector, el inolvidable D. Baldomero Jiménez Duque, de quien fuimos los dos secretario personal; porque ambos con gran satisfacción hemos pertenecido originariamente al mismo presbiterio diocesano; porque durante muchos años hemos sido colegas en la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia de Salamanca, en que comencé en 1974 y de donde salí para recibir la ordenación episcopal en Santiago de Compostela en 1988, y donde Olegario ha enseñado desde 1966 hasta su jubilación. Nuestra amistad ha sido y es gratificante y fiel, y hoy estamos profundamente unidos en la vida y misión de la Iglesia; él continúa su servicio encomiable desde la Teología a la Iglesia con sus gozos e incertidumbres, en sus días luminosos y oscuros, y yo por el ministerio apostólico, ahora en Valladolid. La vocación a la Teología ha resplandecido nítidamente en la vida de D. Olegario. Es un espejo de teólogos.

No quiero arrogarme lo que no me corresponde, pero me siento hoy con el grato deber de manifestar a Olegario la gratitud de la Iglesia en España por su trabajo como teólogo. Ha unido la fe en Dios y el amor a Jesucristo, a quien ha dedicado cientos de páginas; muchas de antología, escritas con la pasión del cristiano, con la impronta del sacerdote, con la búsqueda incesante que tiene inscrita la fe en su dinamismo interior, de modo que siempre ha interrogado a las expresiones de la fe de la Iglesia, para adentrarse incesantemente en la realidad creída de que hablan las fórmulas. Ha llevado la búsqueda del cristiano y la búsqueda del hombre a un acercamiento de altura admirable. Ha verificado en su quehacer teológico el clásico anunciado: La fe no termina en las fórmulas que la expresan, sino tiende a la realidad creída.

Hace unos años, en el verano, visitamos Olegario y un servidor el Monasterio cisterciense de Cóbreces en Cantabria, adonde habíamos ido para rezar y contemplar la abadía y el entorno. Tuvimos la oportunidad, por la invitación que se nos hizo, de tener una animada y familiar tertulia con la comunidad monástica. Me vi en la obligación de matizar —solo matizar— al Abad, que al presentar a Olegario había cometido una incorrección, por otra parte bastante frecuente, con sus apellidos. Como saben Uds., Cardedal ha saltado las fronteras de la comarca del Barco de Ávila, pero no ha llegado a todos los rincones del mundo y muchos piensan que se han confundido al escribirlo. Aunque la madre de Olegario, la señora Polonia, se disgustó cuando sustituyó literariamente el apellido Hernández por el nombre del pueblo Cardedal, hoy estoy seguro de que desde el cielo se asoma a nuestra comensalidad y sonríe. Señor Abad, le dije, ahora el nombre de Olegario es González de Cardedal; pero lo de Cardenal llegará más tarde. ¿No es verdad que soñamos los familiares y amigos de Olegario con otra cita en Roma? Yo me apunto ya; y me uno a lo que hace pocos días decía D. Antonio Pelayo, que entre otros méritos tiene el pertenecer al presbiterio de Valladolid.