Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Catequesis

XXVI Jornada Mundial de la Juventud 2011 - Madrid (España)

Arraigados en Cristo

18 de agosto de 2011


Temas: encuentro con Cristo.

Publicado: BOA 2011, 329.


Las Jornadas Mundiales de la Juventud, ésta y las anteriores, son fiestas de la fe y de la esperanza celebradas en la unidad católica de la Iglesia. Hemos acudido a la convocatoria del Papa, que a todos nos preside en la fe, en el amor y en la misión confiada por el Señor. Hasta aquí hemos venido peregrinando, nos hemos encontrado en las diócesis los días anteriores y hemos convivido en la hospitalidad humana y cristiana. Hemos compartido la fe y ahora estamos prestando unos a otros testimonio cristiano en esta fiesta de proporciones mundiales de la fe. Damos gracias a Dios todos juntos por habernos llamado a creer en Él y a vivir gozosamente dentro de la familia de la fe, que es la santa Iglesia. Aquí experimentamos cómo la comunicación entre jóvenes, educadores y animadores en la fe, entre sacerdotes y obispos, religiosos y consagrados, de parroquias, comunidades y movimientos es gratificante, fácil, fluida y gozosa. Nos encontramos bien, en el respeto mutuo y en la gratitud a Dios por la variedad de vocaciones.

Como estos días nos hemos reunido cristianos procedentes de muchos pueblos, lenguas y razas diferentes (cf. Ap 6,9), podemos decir que se parece un poco a la fiesta de Pentecostés, en que los discípulos de la primera hora se entendían porque a todos les movía el mismo Espíritu Santo, que crea unidad en el Señor. Lo contrario de Pentecostés es Babel.

¿Por qué hemos venido? ¿Qué buscamos? ¿A quién buscamos? Aunque sea importante el encontrarnos entre nosotros, no es este el sentido más profundo de la Jornada Mundial de la Juventud. Hemos venido buscando personalmente cada uno y como miembros de la Iglesia a Jesucristo, que es el Centro, el Corazón, el Señor, el Amigo de nuestra vida. Hemos acudido a Madrid para recibir, encontrar y ser encontrados por Jesucristo, el único Salvador de todos. Frente a Él, que es nuestro tesoro, juzgamos baratijas sin valor todo lo demás; de ese tesoro recibe valor nuestra fraternidad.

Al comienzo de la Encíclica Deus caritas est , Benedicto XVI hizo una afirmación profundamente iluminadora que de una u otra forma hemos verificado todos en nuestra vida propia. «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva». En el Mensaje para esta Jornada nos escribió a todos: «La fe cristiana no es solo creer en la verdad, sino sobre todo una relación personal con Jesucristo. El encuentro con el Hijo de Dios proporciona un dinamismo nuevo a toda la existencia. Cuando comenzamos a tener una relación personal con Él, Cristo nos revela nuestra identidad, y con su amistad, la vida crece y se realiza en plenitud» (n. 2). Todo puede empezar como un grano insignificante que se termina haciendo un arbolito (cf. Mt 13,31-32), o como un puñado de levadura que fermenta la masa, la vida entera (cf. Mt 13,33). Así puede ser el encuentro con Jesucristo. El Reino de Dios tiene un dinamismo en la vida a medida que arraiga, crece y va fructificando.

Hay relaciones que en un primer encuentro dan de sí todo o casi todo lo que pueden comunicar, y después se van debilitando y agotando. Lo contrario ocurre con Jesús; es un amor que nunca muere, que crece y crece sin cesar. ¿A quién podemos decir: “Tú tienes palabras de vida eterna”? ¿A quién vamos a ir con nuestra vida, con nuestras preguntas, con nuestras esperanzas y aspiraciones, con el peso que oprime a veces nuestros hombros?

Antes de pasar a desarrollar las dos comparaciones —el árbol y la casa— o, con las palabras del lema del Mensaje, «Arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe» (Col 2,7), que proporcionan los temas de reflexión y oración a esta Jornada Mundial, quiero comunicar una experiencia de lectura del Evangelio que me parece muy importante.

La narración evangélica está como empedrada de muchos encuentros de Jesús con personas diferentes, hombres y mujeres, en situaciones diversas. La narración es como un engaste de muchas perlas dentro de un mosaico admirable. Unas veces toma Jesús la iniciativa de acercarse, y otras las personas se acercan a Él. Aunque hay diferentes modos de leer el Evangelio, yo invitaría a que se leyera también así.

No debemos quedarnos simplemente en la historia de esos encuentros, ya que son como introducción a otros encuentros actuales. El Evangelio no es solo informativo de lo que Jesús dijo e hizo in illo tempore, sino también de lo que hoy puede hacer con nosotros; es transformador y performativo. Si habla Jesús con el ciego de nacimiento, Bartimeo, habla contigo también. Si entra en casa de Zaqueo y entabla en la comida una conversación con él, es contigo con quien quiere hablar también. Si invita a seguirlo a Leví, que es Mateo, tú eres también el invitado.

Los encuentros son numerosos; cada uno con su mensaje permanente, no solo ocasional y reducido al pasado. Hoy pasa Jesús a nuestro lado, porque está vivo para siempre, y se dirige a nosotros. Recuerdo algunos: los pastores y los magos en el establo de Belén; Simeón y Ana en el templo, al ser presentado Jesús; Jesús con los doctores en el templo, y María y José perplejos por la respuesta al ser reencontrado; los dos discípulos de Juan, que se ponen en camino detrás de Jesús, que les pregunta: “¿Qué buscáis?”. “Venid y ved”, es la respuesta. Llama a los pescadores a su seguimiento. Cura a un paralítico, a un sordomudo, a leprosos, a un ciego, a la hija de la mujer cananea, al servidor del centurión romano. Se encuentra con Judas en el Huerto de los Olivos, con Pilato, con Herodes. Ya resucitado, sale al encuentro de los de Emaús, y de María Magdalena, que confundió a Jesús con un hortelano, y de Tomás, que se resistió a creer. A Pedro en diversos encuentros, en los cuales le alaba, corrige, pregunta, perdona, otorga una misión singular. A uno, como al joven rico, invita a un seguimiento especial, y a otro, como al liberado de los demonios-legión, devuelve a su pueblo como testigo de su curación. Podemos decir que durante el recorrido de nuestra vida podemos encontrarnos con Él. Hoy y aquí, en los días de las Jornadas Mundiales de la Juventud.

Te ayudarán otros en el encuentro y necesitarás también estar solo. Unas veces escucha y otras responde. No son encuentros sin más, como con amigos y maestros de la vida. Cuando pasamos a la invocación de Jesucristo como el Señor, como el que puede perdonarnos y salvarnos; cuando lo aclamamos e invocamos en la celebración eucarística: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. Ven, Señor Jesús», entonces estamos pasando a otro nivel de comunicación y de encuentro. No solo es una persona extraordinaria, sino el Hijo de Dios, el Mesías. Al encuentro no se llega solo refiriendo a Jesús lo que la gente piensa de Él, en su tiempo y hoy; nos abrimos al encuentro personal, cuando respondemos a la pregunta de Jesús: “¿Tú quién dices que yo soy, vosotros quién decís que soy yo?” ¿Quién es Cristo para nosotros? En el encuentro con Jesús, en este nivel profundo, también nos descubrimos nosotros mismos, ya que a veces podemos ir por la vida sin aclararnos bien acerca de qué queremos, qué buscamos, a qué deseamos dedicar la vida, qué hacemos con ella, qué sentido le damos. Jesús revela el misterio del hombre al hombre mismo (cf. Gaudium et spes, 22) . En la relación con Jesucristo creído y amado descubrimos cuál es la llamada que con ilusión Él nos dirige.

El encuentro con Jesús abre en nosotros un dinamismo nuevo, de luz, de sentido, de gozo, de fuerza; es como la palanca con la que podemos mover nuestra existencia. Poco a poco lo vamos descubriendo y nosotros nos descubrimos también. San Juan de la Cruz decía que en Jesús, como en una mina, encontramos vetas numerosas de tesoros (cf. Col 2,3): No habrá cuestión importante de la vida sobre la cual no podamos tratar con Él y recibir de Él orientación. Nuestra vida está unida a Jesucristo en los caminos de la historia; en la muerte y en la glorificación estamos como injertados en Él, viviendo con Él.

Hay tres lugares especiales para encontrar hoy a Jesús: en la Eucaristía, en la Palabra de Dios y en los pobres. Viene a perdonarnos en el sacramento del perdón y la misericordia, viene a iluminar nuestra oscuridad en el camino de Emaús, viene a enviarnos en su nombre para anunciar el Evangelio a todos, comenzando por los compañeros y amigos.

Enlazo con lo que decía antes. La relación con Jesús se expresa en el lema, que es también el tema de la Jornada Mundial, expresado en dos imágenes: arraigados y edificados en Cristo.

Todos tenemos seguramente la experiencia de que nuestra vida camina a veces como a la intemperie, desorientada, triste, perdida, sin raíces, sin cimientos. Hay coyunturas históricas, por ejemplo la actual, en que se acumulan las crisis, y advertimos que detrás de una crisis financiera, económica y laboral se esconden otras; hay crisis sociales por el paro, la familia, la incertidumbre ante el futuro, el aplazamiento indefinido de la realización de los proyectos vitales, la sensación de fracaso en la vida. Pero seguramente detrás de estas crisis está también otra que se refiere al sentido mismo de la vida (¿dónde reside la aspiración del corazón?); la vida en sobriedad y no tanto en tener, poder y saber; la vida solidaria y no solo pensando en mí y mi pequeño mundo. Y más al fondo está el sentido de Dios en la existencia del hombre. El olvido y abandono de Dios están en el origen de los problemas personales y sociales. Si la orientación básica no procede del “temor de Dios como principio de sabiduría”, si no surge de la conciencia moral del hombre y de la humanidad, no bastan regulaciones exteriores. Estas crisis superpuestas quizá nos indiquen que la humanidad necesita descubrir a Dios como cimiento y como savia del árbol de la vida, que habían desechado los constructores. ¿Sabemos realmente lo que nos pasa? ¿Diagnosticamos acertadamente nuestros males?

El joven, el adulto, el varón y la mujer, necesitamos hundir nuestras raíces en Dios, para no ponernos lacios, ni secarnos, ni congelarnos, ni ser como veletas movidas por el viento del relativismo, como si todo fuera igual. Son muy bonitas y sugerentes unas palabras del profeta Jeremías en relación con el arraigo de la planta: «Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza, que junto a la corriente echa raíces; cuando llega el estío no lo siente, su hoja está verde; en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto» (Jr 17,7-8). Lo contrario es vivir en el desierto, en saladar inhabitable, como una laguna con sal cuajada, infecunda (cf. Sal 1,3; Ez 47,11-12). La planta necesita luz, calor y humedad. Eso necesitamos también nosotros y esperamos recibirlo de Jesucristo.

La segunda imagen es la de la edificación. Dios es la Roca firme, es lo contrario de las arenas movedizas; Él asegura los pasos y saca del terreno pantanoso (cf. Sal 1; 40,3). ¡Edificados en Cristo para poder estar seguros y ser firmes en la fe! Nosotros somos como una casa en construcción; vamos levantando nuestro futuro. ¿Cuáles son los cimientos? «Nadie puede poner otro cimiento que el que ya está puesto, Jesucristo» (1Co 3,11; 1P 2,4; Hch 4,11 ss.; Is 28,16; Sal 118,22-23; Mt 21,42).

En su Mensaje, el Papa reproduce un pasaje de san Lucas a propósito de la edificación: «El que se acerca a mí, escucha mis palabras y las pone por obra, os voy a decir a quién se parece. Es semejante a uno que edificaba su casa: cavó, ahondó y puso cimientos sobre roca; vino una crecida, arremetió el río contra aquella casa, y no pudo tambalearla, porque estaba sólidamente construida» (Lc 6,47-49). ¿Cómo edificamos la vida? ¿Es Cristo y su Palabra nuestro cimiento? ¿Compartimos con Jesús nuestras inquietudes? ¿Nos apoyamos en Él?