Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Catequesis

XXVI Jornada Mundial de la Juventud 2011 - Madrid (España)

Testigos de Cristo en el mundo

19 de agosto de 2011


Temas: testimonio y nueva evangelización.

Publicado: BOA 2011, 334.


La fe en España está referida en su origen al apóstol Santiago y a la Virgen, según la tradición. Estando hoy reunidos en la Parroquia de Santiago en Alcalá, agradezcamos la fe que recibimos por la predicación apostólica. Jesús envió a los Doce para que fueran sus testigos hasta el fin de la historia y los confines del mundo, asegurándoles que en esa tarea Él los acompañaría todos los días. Cuando Jesús llama, trata a los llamados como amigos y los envía con el poder del Espíritu Santo. Él abre en cada corazón y en cada generación, también en la nuestra, los caminos al Evangelio. Por ello, no tengamos miedo. Dios nos acompaña y no nos abandona como remitidos a nuestras solas fuerzas. Santiago y los demás del grupo de los más íntimos del Señor fueron discípulos, apóstoles y mártires, es decir, seguidores del Maestro, misioneros enviados por Él y testigos que rubricaron la fe y el amor a Dios con su propia sangre. Jesús elige con miras a la misión. El don que hemos recibido, el Evangelio y la fe, no podemos reservarlo egoístamente para nosotros como bien propio y exclusivo; debemos difundirlo y transmitirlo.

El pasaje de la aparición de Jesús a los discípulos de Emaús es un resumen paradigmático de nuestra historia. Al encuentro con nosotros, que llevamos una vida de escaso sentido, sin razones vigorosas para vivir y esperar, y con aire entristecido, viene un caminante que nos acompaña. A lo largo del camino nos habla y nos va interpretando la historia de lo que ha acontecido a Jesús, hace pocos días, en Jerusalén; a medida que habla el desconocido, se les va iluminando el espíritu y huyen las sombras, se les enardece el corazón y recobran ánimo y calor. Mientras cenan con el personaje misterioso e “interesante”, lo reconocen y se les caen las vendas de los ojos. Entonces, sin mirar qué hora es, desandan el camino hasta Jerusalén para comunicar lo que habían visto, oído y quién había venido a su encuentro. Es curioso que antes fuera muy tarde para que Jesús fuera adelante, y ahora ya no es tarde. La fe ilumina la noche del corazón. Sin haber descubierto a Jesús todo es sombrío, pesado, insoportable; pero con el reconocimiento del Señor, ya nada se pone por delante, ya nada es obstáculo. ¡Qué admirable nos resulta lo que los santos y mártires han llevado a cabo después del encuentro vital con el Señor! Anteriormente habría parecido un sueño y una aventura inimaginable. La fe se hace misionera.

Juan el Bautista presenta a Jesús: “He ahí el Cordero de Dios”, ya que era por definición precursor y por ello encaminaba hacia Él a sus discípulos. Jesús camina y advierte que dos le siguen. “¿Qué buscáis?”. “¿Dónde vives?”. “Venid y lo veréis”. Y se quedaron con Jesús aquel día. Hasta los detalles de esa experiencia fundamental aparecen en el relato: Fue hacia las cuatro de la tarde. Aquellos discípulos de Juan encontraron al Mesías, al esperado por el pueblo de Israel y por la humanidad, a veces sin darse cuenta. Pero la experiencia no la ocultan; la comunican a otros. Andrés encuentra a su hermano Simón y le dice: “Hemos encontrado al Mesías”. Y lo lleva hasta Jesús, que mira a Pedro con singular estima y con esperanza. “Tú te llamarás Pedro-Piedra”. No se quedan los discípulos de Juan con el hallazgo solo para ellos, lo amplían. Jesús sueña con nuestra vida, tiene proyectos para nosotros y con nosotros. Jesús te mira, cuenta contigo, te llama por tu nombre, te pone un nombre nuevo. Todo tiende hacia la comunicación del Evangelio. “¿Quién decís que soy yo?”. “Tú eres el Hijo de Dios”. “Ve, yo te envío a anunciarlo”.

También en nuestro tiempo Dios llama y envía. Hay un campo inmenso al que el Señor quiere enviar trabajadores. Y con miras a ese campo de personas llama Jesús, compadeciéndose de quienes vagan perdidos como ovejas sin pastor. Nuestra sociedad es también “tierra de misión”. Los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI nos han invitado a una nueva evangelización, es decir, a abrir un nuevo capítulo de la misión de la Iglesia en las condiciones actuales de la humanidad. Muchos se encogen de hombros: “¿Dios? ¿Qué?” La misión actual acontece en una sociedad que quiere apartar a Dios de la vida de las personas y vivir sin contar con Dios. Incluso se pregunta: “¿Existe? Si existe no me interesa, ya que no incide en las cuestiones vitales de los hombres. Por tanto, ¡a vivir como si Dios no existiera!”. Hay, por el olvido y el rechazo de Dios, grandes y terribles desiertos. Pasemos a la pregunta personal: ¿Qué significa Dios para ti? ¿Qué te aporta la fe? Ojalá podamos responder como santa Teresa: «¡Solo Dios basta!».

La nueva evangelización tiende a revitalizar la fe en Dios de los hombres y mujeres de nuestros pueblos, que fueron cristianos, que quizás lo sean, que van perdiendo sus raíces cristianas y se encuentran como desarraigados, “sin esperanza y sin Dios en el mundo” (cf. Ef 2,12). Nos dirigimos a personas “vacunadas” contra la Iglesia, contra el cristianismo, contra Dios; los han conocido y han decidido prescindir de ellos. Por eso, es más difícil evangelizar en nuestras latitudes que en países de primera evangelización. Cuando vuelven misioneros que han estado mucho tiempo trabajando por el Señor y el Evangelio, quedan decepcionados ante la indiferencia, la inasistencia a las convocatorias, el enfriamiento de la fe. Pasan de largo muchos y al parecer no lo echan de menos. Parece solo, porque cuando después se habla con jóvenes (y no jóvenes) que en apariencia están distantes de la fe, reconocen que piensan en Dios y a veces rezan. ¿Por moda dejan de participar en la Eucaristía? ¿Por el poder contagioso del ambiente secularizador? ¿Por desorganización de la vida? ¿Cómo podemos crear una cultura de la búsqueda de Dios? El Papa ha hablado del llamado “atrio de los gentiles”, aludiendo al patio reservado a los paganos en el conjunto del templo de Jerusalén; piensa con ello en los que no entran en el pueblo de Dios, pero se acercan, esperando, añorando, buscando. No perdamos la relación apostólica con esas personas.

Los apóstoles de la primera hora tuvieron también miedo para afrontar la misión. En el NT, que está escrito en un marco y espíritu de misión, aparecen estas inquietudes y oración para que el Señor abra los caminos y las puertas al Evangelio. El Señor acompañó a Pedro, a Pablo, a Esteban, a Felipe… Vemos en los Hechos de los Apóstoles y en otros escritos sus aventuras misioneras. Jesús, cuando envía, advierte a los discípulos de lo que se van a encontrar. «Mirad, yo os envío como ovejas en medio de lobos… Cuando os entreguen a los tribunales, no os preocupéis de cómo o qué vais a decir. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros» (Mt 10,19-20). «No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar al alma. ¿No se venden dos gorriones por unos cuartos? Y sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre». «Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del cielo» (cf. Mt 10,28-33). «Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ese la salvará» (Lc 9,24).

La fe se fortalece dándola, y, al contrario, se debilita contrayéndola en el interior y ocultándola. La misión es un problema de fe. La misión nace de la fe y la misión refuerza la fe. Dando la cara por el Señor, salimos del anonimato, y mostrándonos así ante los demás somos urgidos a vivir conforme a lo que hemos dicho, anunciado y enseñado. La victoria sobre el mundo es la fe, creer en Jesús (cf. Jn 16,33; 1Jn 5,5). «La misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola! La nueva evangelización de los pueblos cristianos hallará inspiración y apoyo en el compromiso con la misión universal» (Redemptoris missio, 2, cf. 11). La misión despierta a los cristianos del sopor y de la mediocridad.

El contenido de la fe, el Evangelio, no es solo proclamación verbal, ya que también marca la vida de los apóstoles. Lo que nosotros hemos recibido como Evangelio, lo que nos va salvando y lo que debemos transmitir es el mismo Jesucristo crucificado y resucitado; se entregó por amor nuestro en la cruz, que es necedad para los sabios de este mundo, pero sabiduría de Dios; somos mensajeros de la revelación del amor de Dios al mundo. Este mensaje se encarna y refleja en la vida de los apóstoles. Participan de la cruz, cargando diariamente con el seguimiento del Señor, y se hace presente el poder de la resurrección con mil experiencias de rescate de los peligros, de gozo en la tribulación, de gratitud por los trabajos apostólicos que realizan a favor de los demás. El Evangelio no es solo verbal; se atestigua con la vida y con la muerte, como acontece con los mártires. Por ejemplo, el beato Florentino Asensio, nacido en la Diócesis de Valladolid y obispo de Barbastro : cuando era maltratado, reaccionaba pacíficamente; a las ofensas respondía con el perdón ofrecido mil veces y con numerosas expresiones. La sangre de los mártires es semilla de cristianos (Tertuliano); la sangre de los mártires que mueren perdonando como Jesús es semilla de paz y de reconciliación. Éstas son unas palabras de san Pablo, vibrantes por su experiencia de misionero: «Llevamos este tesoro (el anuncio de Cristo, el Evangelio que brilló en nuestros corazones) en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros. Atribulados en todo, mas no aplastados; apurados, mas no desesperados; perseguidos, mas no abandonados; derribados, mas no aniquilados; llevando siempre y en todas partes la muerte de Jesús en el cuerpo, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2Co 4,3-10; cf. 2Co 1,3-5; 6,4-10; 11,23-33; 1Co 4,9-13; 2Tm 3,10-11). El misionero es un milagro viviente del poder de Dios. En su cuerpo se reproduce la muerte dolorosa de Jesús y resplandece también la vida de Jesús. Lo sostiene no el éxito, ni las ganancias humanas, sino la providencia especialísima y fiel de Dios.

La misión, que va unida como gracia y encargo a la condición de bautizados, incumbe a todos, pues somos miembros de la Iglesia (Ecclesia), que es el pueblo de Dios llamado a anunciar la luz y las maravillas de Dios (cf. 1P 2,9-10). Todos unidos en la fe, en el amor y en la misión; y cada uno participando según la vocación personal que reciba del mismo Dios: al matrimonio cristiano, al ministerio sacerdotal, a la vida consagrada, a dedicar la vida al servicio de los pobres, de los enfermos y de los abandonados, de cerca y de lejos. El amor, que es el mandamiento nuevo, y la unidad, nacida del amor cristiano, son eficazmente evangelizadores, además de ser señal distintiva de los discípulos del Señor. La palabra explicita los hechos y los hechos respaldan el anuncio; ni hechos mudos, ni palabras huecas (cf. Jn 13,34-35; 15,12-17; 17,21).

Así como Dios se ha revelado con hechos y palabras, y Jesús “hizo y enseñó” (cf. Hch 1,1), de manera semejante la transmisión del Evangelio, también en esta etapa histórica de la misión, a través de la nueva evangelización, discurrirá con hechos y palabras. Aunque se quiera imponer una especie de silencio sobre Dios, pareciendo a veces como de mal gusto en nuestra cultura “secularizada” hablar sin miedo de Él, no debemos los cristianos cerrar los labios y dejar de “bendecir” en la oración y de “decir-bien” de Dios en las conversaciones, en la predicación, en la enseñanza, en los signos de la vida diaria. A la prohibición de Dios de tomar su nombre en vano se corresponde el mandato de tomarlo en serio, es decir, de que vivamos conforme a la voluntad del Señor. Si es verdad que en muchos momentos los hombres nos hemos peleado en nombre de Dios, echando así sobre esta palabra santa odios y venganzas, también debemos reconocer que por el nombre del Señor ha existido y existe tanta honda fidelidad, tanto servicio a las personas necesitadas, tanta vida entregada generosamente.

A veces los cristianos echamos de menos el que los “rostros amables” de la Iglesia como sin duda lo son Cáritas, Manos Unidas, los misioneros, no sean interpretados como signos del amor de Dios que alienta el corazón y la vida de tantas personas en la Iglesia. Cáritas es Iglesia, como la catequesis es Iglesia, como el seminario es Iglesia. Cáritas no surge por generación espontánea; existe por la fe cristiana y porque la Eucaristía se convierte en fuente de amor dentro del corazón de los fieles. Sería una incoherencia grande admirar los frutos y rechazar el árbol.

¡Que nuestra vida sea misionera! ¡Que seamos testigos de Cristo en el mundo!