Sede Apostólica
Santo Padre
Benedicto XVI

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Discurso

Viaje Apostólico a Alemania 2011

Encuentro con católicos comprometidos
en la Iglesia y en la sociedad
en Friburgo de Brisgovia

25 de septiembre de 2011


Temas: Iglesia - mundo (misión).

Web oficial: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/speeches/2011/september/documents/hf_ben-xvi_spe_20110925_catholics-freiburg_sp.html

Publicado: BOA 2011, 480; Ecclesia LXXI/3.591, octubre (2011), 1515-1516.


Ilustre señor Presidente Federal, señor Ministro Presidente, señor Alcalde, ilustres señoras y señores, queridos hermanos en el episcopado y el sacerdocio:

Me alegra tener este encuentro con ustedes, que están comprometidos de muchas maneras con la Iglesia y la sociedad. Esto me ofrece la ocasión de agradecerles personalmente y de todo corazón su servicio y testimonio como «valerosos pregoneros de la fe y de las cosas que esperamos» (Lumen gentium, 35) , como define el Concilio Vaticano II a quienes, basándose en la fe, se preocupan como ustedes del presente y del futuro. En sus ambientes de trabajo defienden con entusiasmo la causa de la fe y de la Iglesia, algo que verdaderamente —como sabemos— no es siempre fácil en el tiempo actual.

Desde hace décadas, asistimos a una disminución de la práctica religiosa, constatamos un creciente distanciamiento de una notable parte de los bautizados de la vida de la Iglesia. Surge, pues, la pregunta: ¿Acaso no debe cambiar la Iglesia? ¿No debe, tal vez, adaptarse al tiempo presente en sus oficios y estructuras, para llegar a las personas de hoy que se encuentran en búsqueda o en duda?

A la beata Madre Teresa le preguntaron una vez cuál sería, según ella, lo primero que se debería cambiar en la Iglesia. Su respuesta fue: “Usted y yo”. Este pequeño episodio pone de relieve dos cosas: por un lado, la religiosa quiere decir a su interlocutor que la Iglesia no son solo los demás, la jerarquía, el papa y los obispos; la Iglesia somos todos nosotros, los bautizados. Por otro lado, su punto de partida es que efectivamente hay motivos para un cambio, de que existe esa necesidad. Cada cristiano y la comunidad de los creyentes en su conjunto están llamados a una conversión continua.

¿Cómo se debe configurar concretamente este cambio? ¿Se trata tal vez de una renovación como la que emprende, por ejemplo, un propietario mediante la reestructuración o pintura de su edificio? ¿O acaso se trata de una corrección, para retomar el rumbo y recorrer de modo más directo y expeditivo un camino? Ciertamente, estos y otros aspectos tienen importancia, y aquí no podemos afrontarlos todos. Pero el motivo fundamental del cambio es la misión apostólica de los discípulos y de la Iglesia misma.

En efecto, la Iglesia debe verificar constantemente su fidelidad a esta misión. Los tres Evangelios sinópticos destacan distintos aspectos del envío a la misión: la misión se basa ante todo en una experiencia personal: «Vosotros sois testigos» (Lc 24,48); se expresa en relaciones: «Haced discípulos a todos los pueblos» (Mt 28,19); transmite un mensaje universal: «Proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15). Sin embargo, a causa de las pretensiones y de los condicionamientos del mundo, continuamente el testimonio queda oscurecido, las relaciones alienadas y el mensaje relativizado. Si después la Iglesia, como dice el papa Pablo VI, «trata de adaptarse a aquel modelo que Cristo le propone, es necesario que se diferencie profundamente del ambiente humano en el cual vive y al cual se aproxima» (Carta Encíclica Ecclesiam suam, 24). Para cumplir su misión, tendrá que tomar siempre distancia respecto a su entorno para, en cierto sentido, desligarse del mundo.

En efecto, la misión de la Iglesia se deriva del misterio del Dios uno y trino, del misterio de su amor creador. Y el amor no está simplemente presente en Dios de un cierto modo; Él mismo lo es, es por su naturaleza amor. Y el amor de Dios no quiere quedarse aislado en sí mismo, sino que por su naturaleza quiere difundirse. En la encarnación y en el sacrificio del Hijo de Dios, este amor ha alcanzado a la humanidad —esto es, a nosotros— de modo particular; y esto por el hecho de que Cristo, el Hijo de Dios, ha salido, por decirlo así, de la esfera de su ser Dios, se ha hecho carne y se ha hecho hombre; no para ratificar al mundo en su ser terrenal, y ser para él como un mero acompañante que lo deja tal como es, sino para transformarlo. Del evento cristológico forma parte algo incomprensible, pues incluye —como dicen los Padres de la Iglesia— un sacrum commercium, un intercambio entre Dios y los hombres. Los Padres lo explican del modo siguiente: nosotros no tenemos nada que podamos dar a Dios; solo podemos poner ante Él nuestro pecado. Y Él lo acoge, lo asume como propio y nos da a cambio a sí mismo y su gloria. Se trata de un intercambio verdaderamente desigual, que se lleva a cabo en la vida y la pasión de Cristo. Él se hace pecador, toma sobre sí el pecado, asume lo que es nuestro y nos da lo que es suyo. Pero después, en el desarrollo del pensamiento y de la vida a la luz de la fe, se ha ido aclarando que nosotros no le damos solo el pecado, sino que Él nos ha capacitado, desde lo más profundo, para darle también algo positivo, nuestro amor; nuestra humanidad, en sentido positivo. Naturalmente, está claro que únicamente gracias a la generosidad de Dios, el hombre, el mendicante que recibe la riqueza divina, puede no obstante dar también algo a Dios; Dios hace que el don nos sea soportable dándonos la capacidad de ofrecerle también algo.

La Iglesia debe su ser a este intercambio desigual. No posee nada por sí misma ante Aquel que la ha fundado, de modo que se pudiera decir: “¡Qué bien la hemos hecho!”. Su sentido consiste en ser instrumento de la redención, en dejarse impregnar por la Palabra de Dios y en introducir al mundo en la unión de amor con Dios. La Iglesia se sumerge en la atención condescendiente del Redentor para con los hombres. Cuando es realmente Ella misma, está siempre en movimiento; debe ponerse constantemente al servicio de la misión que ha recibido del Señor. Por eso debe abrirse una y otra vez a las preocupaciones del mundo, del cual ella precisamente forma parte, y dedicarse sin reservas a estas preocupaciones, para continuar y hacer presente el intercambio sagrado que comenzó con la Encarnación.

En el desarrollo histórico de la Iglesia se manifiesta también, sin embargo, la tendencia contraria, es decir, la de una Iglesia satisfecha de sí misma, que se acomoda en este mundo, es autosuficiente y se adapta a los criterios del mundo. Así, no es raro que dé mayor importancia a la organización y a la institucionalización, que no a su llamada a estar abierta a Dios y a abrir el mundo hacia el prójimo.

Para corresponder a su verdadera tarea, la Iglesia debe hacer una y otra vez el esfuerzo de desprenderse de esta secularización suya y volver a estar de nuevo abierta a Dios, siguiendo así las palabras de Jesús: «No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo» (Jn 17,16); y es precisamente así como Él se entrega al mundo. En cierto sentido, la historia viene en ayuda de la Iglesia a través de distintas épocas de secularización que han contribuido de modo esencial a su purificación y reforma interior.

En efecto, las secularizaciones —ya sean expropiaciones de bienes de la Iglesia, supresión de privilegios o similares— han supuesto siempre una profunda liberación para la Iglesia de sus atributos mundanos: se despoja, por decirlo así, de su riqueza terrena y vuelve a abrazar plenamente su pobreza terrena. De este modo, comparte el destino de la tribu de Leví, que, según la afirmación del Antiguo Testamento, era la única tribu de Israel que no poseía un patrimonio terreno, sino que, como parte de la herencia, le había tocado en suerte exclusivamente a Dios mismo, su palabra y sus signos. La Iglesia compartía con esta tribu en aquellos momentos históricos la exigencia de una pobreza que se abría hacia el mundo, para separarse de sus lazos materiales, y de este modo también su obra misionera volvía a ser creíble.

Los ejemplos históricos muestran que el testimonio misionero de la Iglesia desprendida del mundo resulta más claro. Liberada de fardos y privilegios materiales y políticos, la Iglesia puede dedicarse mejor y de manera verdaderamente cristiana al mundo entero; puede verdaderamente estar abierta al mundo. Puede vivir nuevamente con más soltura su llamada al ministerio de la adoración de Dios y al servicio del prójimo. La tarea misionera que va unida a la adoración cristiana, y debería determinar la estructura de la Iglesia, se hace más claramente visible. La Iglesia se abre al mundo, no para obtener la adhesión de los hombres a una institución con sus propias pretensiones de poder, sino más bien para hacerles entrar en sí mismos y conducirlos así hacia Aquel del que toda persona puede decir con san Agustín: Él es más íntimo a mí que yo mismo (cf. Confesiones 3, 6, 11). Él, que está infinitamente por encima de mí, está de tal manera en mí que es mi verdadera interioridad. Mediante este estilo de apertura al mundo propio de la Iglesia, queda al mismo tiempo diseñada la forma en la que cada cristiano puede realizar esa misma apertura de modo eficaz y adecuado.

No se trata aquí de encontrar una nueva táctica para relanzar la Iglesia. Se trata más bien de dejar todo lo que es mera táctica y buscar la plena sinceridad, que no descuida ni reprime nada de la verdad de nuestro hoy, sino que realiza la fe plenamente en el hoy, viviéndola íntegramente precisamente en la sobriedad del hoy, llevándola a su plena identidad, quitando lo que aparentemente es fe, pero en realidad no es más que convención y costumbre.

Digámoslo con otras palabras: para el hombre, la fe cristiana es siempre un escándalo, y no solo en nuestro tiempo. Creer que el Dios eterno se preocupa de los seres humanos, que nos conoce; que el Inaccesible se ha convertido en un determinado momento y lugar en accesible; que el Inmortal ha sufrido y muerto en la cruz; que a los mortales se nos ha prometido la resurrección y la vida eterna; para nosotros los hombres, creer todo esto es sin duda una auténtica osadía.

Este escándalo, que no puede ser suprimido si no se quiere anular el cristianismo, ha sido ensombrecido reciente y desgraciadamente por los dolorosos escándalos de los anunciadores de la fe. Se crea una situación peligrosa cuando estos escándalos ocupan el puesto del skandalon primario de la Cruz, haciéndolo así inaccesible; esto es, cuando esconden la verdadera exigencia cristiana detrás de la ineptitud de sus mensajeros.

Hay una razón más para pensar que es de nuevo el momento de buscar el verdadero distanciamiento del mundo, de desprenderse con audacia de lo que hay de mundano en la Iglesia. Naturalmente, esto no quiere decir retirarse del mundo; es más bien lo contrario. Una Iglesia aligerada de los elementos mundanos es capaz de comunicar a los hombres —tanto a los que sufren como a quienes los ayudan—, precisamente también en el ámbito social y caritativo, la particular fuerza vital de la fe cristiana. «Para la Iglesia, la caridad no es una especie de actividad de asistencia social que también se podría dejar a otros, sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia» (Carta Encíclica Deus caritas est, 25) . Ciertamente, también las obras caritativas de la Iglesia deben prestar una atención constante a la exigencia de un adecuado distanciamiento del mundo para evitar que, ante un creciente alejamiento de la Iglesia, sus raíces se sequen. Solo la relación profunda con Dios hace posible una plena atención al hombre, del mismo modo que sin una atención al prójimo se empobrece la relación con Dios.

Por tanto, estar abiertos a las vicisitudes del mundo significa para la Iglesia desligada del mundo testimoniar, según el Evangelio, con palabras y obras, aquí y ahora, la primacía del amor de Dios. Esta tarea, además, nos remite más allá del mundo presente: la vida presente, en efecto, incluye la relación con la vida eterna. Vivamos como individuos y como comunidad de la Iglesia la sencillez de un gran amor que, en el mundo, es al mismo tiempo lo más fácil y lo más difícil, porque exige nada más y nada menos que el darse a uno mismo.

Queridos amigos, me queda solo implorar para todos nosotros la bendición de Dios y la fuerza del Espíritu Santo, para que podamos, cada uno en su propio campo de acción, reconocer constantemente y testimoniar el amor de Dios y su misericordia. Gracias por su atención.