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Ricardo Blázquez Pérez

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Meditación

Retiro con responsables de Cáritas Española

La caridad como don recibido

21 de octubre de 2011


Temas: caridad (Dios, Espíritu Santo, Eucaristía y servicio) y Cáritas.

Publicado: BOA 2011, 444.


  • Introducción
  • 1. Cáritas (agape)
  • 2. Dios, fuente del amor cristiano
  • 3. El amor derramado en el corazón por el Espíritu Santo
  • 4. Eucaristía y Cáritas
  • 5. Servir a Dios en los hermanos

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    Antes de comenzar esta meditación teológico-espiritual en que deseo exponer unas reflexiones sobre el tema que se me ha pedido, a saber, “La caridad como don recibido”, con las preguntas implicadas (quién regala el don de la caridad, de dónde procede esa forma de amor que llamamos Cáritas, por qué vía llega hasta nosotros, en qué reside la originalidad y la garantía de su especificidad, adónde debemos acudir todos los días para no perder esa identidad que nos hace fecundos de una forma inconfundible a lo largo del tiempo, qué debemos cultivar para no perder el sentido genuino de nuestros servicios de caridad...), quiero daros las gracias por lo que venís haciendo desde la Iglesia, como Iglesia y en nombre de la Iglesia, que hace unos días ha sido transmitido a la sociedad y de lo cual se han hecho amplio eco los medios de comunicación.

    Cáritas ha atendido en 2010 a seis millones y medio de personas. Más de un 63% de los recursos obtenidos (250 millones de euros) se han destinado a necesidades básicas (alimentos, ropa, medicinas, vivienda...). Los fondos procedentes de donaciones particulares aumentaron un 12%; en cambio, descendieron algo los procedentes de instituciones públicas. El número de voluntarios ha aumentado un 3,5%, hasta llegar a 61 783. Nos dais un aviso preocupante: La pobreza se hace crónica. Hay personas que han tenido que acudir a Cáritas y que seguramente nunca habían pensando en este recurso. Cuando han crecido las necesidades, ha crecido también el número de voluntarios y la cantidad procedente de donativos. Cáritas, con el tejido vivo de 5000 Cáritas parroquiales, junto con las familias, están siendo auténticos refugios en la crisis que padecemos. Os doy por ello las gracias, y me alegro de que Cáritas e Iglesia sean presentadas cada vez más claramente en unidad dentro de la sociedad, y de que sea así percibido cuando se quiere ver y entender. Si comunicamos estos datos a la sociedad no es para pasar factura ni por ostentación ni para alardear, ya que sabemos que el testigo de nuestros caminos interiores y exteriores es Dios (cf. Mt 6,14). Para actuar moralmente no bastan las motivaciones exteriores; se necesitan hondas convicciones, raíces en el espíritu, amor expansivo y generoso para responder adecuadamente, aunque nadie nos vea y no quede imagen pública de nuestro comportamiento. Por eso reflexionamos hoy acerca de esto y debemos reflexionar muchas veces para que no se difumine el sentido que nos mueve ante Dios, ante los hombres, ante la Iglesia y ante la sociedad. Si la fe se fortalece dándola, el amor se acrecienta ejercitándolo y la esperanza se vigoriza con la paciencia en las pruebas.

    A continuación quiero hacer algunos apuntes para responder a la cuestión que se nos ha planteado: El origen de la caridad que hemos recibido.

    1. Cáritas (agape)

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    Con tres palabras se puede expresar lo que llamamos amor. Benedicto XVI lo explicó en la Encíclica Deus caritas est : eros (deseo de poseer al otro), filía (amor diligente del amigo al amigo) y agape (amor difusivo que se irradia desde Dios, el amor del poderoso que levanta al humilde y humillado). El agape es descendente. Llama la atención que este sustantivo sea casi desconocido en el griego prebíblico (cf. Grande Lessico del Nuovo Testamento, agapao, I, col. 99). Jesús habla de amar (agapao) a Dios y al prójimo (Mc 12,28 ss.). «La naturaleza (del amor) que Jesús muestra, anuncia y exige a sus discípulos (amar a los enemigos) no supone solo un nuevo precepto. Anuncia, crea una nueva realidad. Jesús revela la misericordia de Dios no como actitud constante y habitual del Ser supremo, sino como hecho inaudito, que es posible solo en Dios, pero transforma radicalmente la posición del hombre. Jesús otorga el perdón de los pecados, y en quien perdona nace un amor enteramente nuevo y transformador» (ibíd., cols. 124 ss.). Comienza una vida nueva en quien ha nacido del amor y para el amor.

    El amor de Dios derramado en el corazón del hombre es una realidad fundamental de nuestra existencia. La iniciativa es de Dios, que tiende a crear un hombre nuevo (ibíd., 132 ss.). El amor en 1Co 13 (algunos han puesto en lugar del amor como sujeto a Jesús personalizándolo) «está bajo el signo del final» (ibíd., col. 136), tiende a la definitividad; el amor no pasa nunca. «El principio es la fe, el fin es la caridad» (san Ignacio de Antioquía, Ad Ephesios, 14, 1). Trabajamos en lo que perdura, en lo que resiste a la usura del tiempo, en lo que traspasa el tiempo hasta la eternidad. Así lo ha entendido muchas veces san Agustín, cuando habla de la superioridad de María que está junto al Señor, escuchando, a diferencia de Marta, que trabaja en lo que pertenece al tiempo de la peregrinación.

    Llama la atención que la palabra “ágape”, en el periodo postapostólico, sea «término técnico que indica el banquete eucarístico, que trae su origen del uso cristiano primitivo de los banquetes en común y tiene gran eficacia en la vida social» (ibíd., cols. 145 ss.).

    Por todas estas resonancias se comprende que la palabra “cáritas” (agape) se conserve sin traducir al castellano para conservar más fácilmente su originalidad. Cáritas, como institución de la Iglesia, se sitúa en este marco.

    2. Dios, fuente del amor cristiano

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    El amor en los escritos de san Juan es indudablemente el amor descendente (cf. ibíd., col. 140). He aquí estas palabras impresionantes: «Queridos, amémonos unos a otros, porque el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor. En esto se manifestó entre nosotros el amor de Dios: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de Él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados» (1Jn 4,7-10). Dios nos amó primero (cf. v. 19). Tanto amó Dios al mundo que le envió a su Hijo, no para condenar sino para salvar (cf. Jn 3,16-17). Amar es propio de Dios, y consiguientemente de sus hijos. Dios ha definido su actitud, comportamiento y modo de ser como amor hacia nosotros, compasivo y paciente, gratuito y regenerador, a lo largo de la historia. No nos trata como merecen nuestros pecados; nos amó cuando éramos pecadores (Rm 5,6-8). Hay un tipo de amor que habla de Dios, que anuncia su bondad, que nos identifica como a sus hijos y como a discípulos de Jesús.

    El amor de Dios alcanza a la humanidad a través del Hijo. «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo» (cf. Jn 17,23 ss.; 14,21). Hay una especie de cascada de amor y de misión, que arranca del corazón del Padre y pasa por el corazón de Jesús. Dios mismo nos ama, a Él no le somos indiferentes, junto a Él hay siempre esperanza. Por ese amor peculiar seremos conocidos como discípulos de Jesús y como nacidos de Dios. El amor debe distinguirnos como cristianos. El amor es evangelizador, ya que difunde en el mundo el Amor de Dios. El amor de Dios es el reconocimiento que más nos dignifica como personas. En el ministerio eclesial de Cáritas somos también enviados, no espontáneos. ¡Que podamos irradiar lo que de Dios hemos recibido y ha tocado nuestro corazón! ¡Dejémonos impregnar por el amor de Dios que en Jesucristo tiende su mano a los postrados para levantarlos, y a los heridos para derramar en sus llagas el aceite de consuelo y el vino de esperanza! (cf. Prefacio de la misa).

    «El amor fraterno cierra el círculo de las relaciones entre el Padre, el Hijo y sus seguidores, y establece entre ellos una comunión que no es de este mundo, una comunión que tiene como fundamento el amor de Dios y como ley intrínseca la permanencia en este amor» (ibíd., col. 141; cf. Jn 15,9 ss.; 1Jn 2,10; 3,10; 4,11 ss.). El amor recibido se debe compartir entre los hermanos y comunicar a otros.

    3. El amor derramado en el corazón por el Espíritu Santo

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    El Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo a la Iglesia y a cada fiel cristiano, recuerda, actualiza, apropia, personaliza... la obra de Jesús en cada uno de nosotros. El Espíritu es el Defensor enviado por el Padre a nosotros (Jn 14-17); es el Maestro que recuerda lo que dijo e hizo Jesús (Jn 14,25-26); es el testigo de Jesús (cf. Jn 15,26-27); el Espíritu Santo proseguirá la misión que cumplía Jesús (Jn 16,4b-11); el Espíritu de la verdad llevará a los discípulos hasta la verdad completa (cf. Jn 16,12-15). Estos cinco dichos manifiestan la importancia excepcional del Espíritu Santo en el Evangelio de Juan. Para comprender adecuadamente el sentido de su actuación, podemos decir que el Espíritu Santo no es revelador independiente de Jesús, ni añade novedades en forma de innovación radical, ni su actuación otorga crecimiento meramente cuantitativo. Su acción es «novedad sobre la base de lo ocurrido en el pasado; proclamación sobre la base de lo transmitido; actualización sobre la base de la tradición; actuación sobre la base de lo dicho y hecho por Jesús» (Casa de la Biblia, Comentario al Nuevo Testamento III, p. 315, cf. p. 319).

    En este sentido debemos entender que el amor de Dios, revelado y realizado por Jesús, Rostro viviente del Padre e Imagen del Dios invisible, llega hasta nosotros por el Espíritu comunicado íntimamente a nuestro espíritu. Por el Espíritu Santo, Dios no está lejos, Jesús no queda en el pasado, es siempre actual. «La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5). Realmente por la fe hemos sido justificados, hemos tenido acceso a la salvación, hemos sido renovados interiormente y hechos nuevas criaturas (cf. Rm 8,15; Ga 4,6). La raíz de la confianza que tenemos también de cara a las pruebas y peligros es el amor de Dios al hombre (cf. Rm 8,31 ss.).

    Los frutos del Espíritu Santo como principio de vida y de actuación en el cristiano son amor, alegría, paz, paciencia, bondad y fidelidad, frente a las obras de la carne que son rivalidades, libertinaje, idolatría, desorden en la comida y desmadre en la sexualidad (cf. Ga 5,19-26). El Espíritu otorga genuina libertad, no pretextos para servir a la “carne”. El Espíritu es fuente de vida santa y guía luminosa para el camino. «Si vivimos por el Espíritu, sigamos también al Espíritu» (Ga 5,25).

    Ante toda división, los cristianos deben mantener el amor y la comunión en el Espíritu (cf. Flp 2,1). La concordia en el amor debe abatir los muros que levantan el odio y el orgullo, haciéndonos renunciar a convertir nuestros intereses en el centro de todo (cf. Flp 2,3-4; Ef 4,1 ss.). Los cristianos deben conservar «la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz» (v. 3). El Espíritu Santo es la fuente de todos los carismas que tienen en el amor su inspiración y medida (cf. 1Co 13). El amor humilde inclina a ocupar el último lugar y ser así genuinos pacificadores.

    4. Eucaristía y Cáritas

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    Se han mantenido estas palabras en griego para conservar su originalidad, ya que hay un tipo de traducción que puede ser el inicio y la puerta abierta a una secularización interna de las realidades cristianas. Además de “Eucaristía” y “Cáritas”, se ha mantenido en el original la palabra “Evangelio”, cuya significación no agotan las traducciones. Santa Teresa de Jesús denunció que hubieran robado el nombre del amor realidades muy diversas. ¿No se llama a veces amor al contacto de dos epidermis o a la instrumentalización de una persona por la otra?

    Eucaristía y amor cristiano, Eucaristía y unidad entre los miembros de la Iglesia, están en mutua relación desde el principio, como podemos leer por ejemplo en la Primera Carta a los Corintios. Comer el pan que es el Cuerpo de Cristo nos une a todos los comulgantes como Cuerpo de Cristo: «Porque el pan es uno, nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos comemos del mismo pan» (1Co 10,17). Podemos vivir unidos como hermanos porque Cristo, que se hace pan en la Eucaristía, unifica a todos los comensales.

    Además, en la misma carta (1Co 11), Pablo alude a la institución de la Cena del Señor como respuesta a la práctica deficiente del “ágape” entre los corintios. Formaban grupos divididos por disensiones, y mientras unos abundaban en todo, otros carecían de lo más elemental; tanto las banderías como la humillación de los que no tienen por los que andan sobrados son formas que tergiversan la Cena del Señor (cf. 1Co 11,20-21). Y a continuación recuerda la tradición que él ha recibido y que les ha transmitido: Cristo, cuando era entregado, se entregó por nosotros, y nos mandó celebrar la Eucaristía como su memorial viviente. Pablo responde desde los mismos fundamentos cristianos ante situaciones morales concretas (cf. 1Co 10,14-22; 11,17-27; 2Co 8,1-15; Flp 2,1-11).

    Se comprende que la Fiesta del Corpus Christi y el Día de Cáritas se hayan reclamado mutuamente. Hay una corriente que lleva de la Eucaristía a la mesa de la fraternidad, sacando las consecuencias caritativas de lo que se celebra y se recibe; pero hay también una corriente en sentido inverso: el espíritu de Cáritas se mantendrá si retornamos constantemente a fundamentar nuestra actuación en la Eucaristía. No basta el primer sentido del movimiento; es preciso también el segundo. Nos cansaríamos de trabajar en Cáritas si no nos alimentáramos en la Mesa del Señor.

    La Constitución sobre la Liturgia del Vaticano II, Sacrosanctum concilium, describe la Misa en los siguientes términos: «Nuestro Salvador, en la última cena, la noche en que le traicionaban, instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y de su sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz, y confiar así a su Esposa amada, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección: sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria futura» (n. 47). La inmensa riqueza del sacramento de la Eucaristía no debe ser fragmentada ni sometida a selecciones arbitrarias de unos aspectos olvidando otros.

    La hondura del misterio eucarístico, que es presencia de Cristo, adoración y comida, se manifiesta en el amor cristiano y en la unidad derivada de ese amor de Cristo entregado. Por ello se comprende que la caridad no es ante todo una institución de la Iglesia, sino la vida en el amor que nace diariamente de la fuente eucarística. Allí donde se escuche la Palabra de Dios y se celebre la Eucaristía, se debe vivir en caridad y debe existir Cáritas. Los sacerdotes, al ofrecerse con Cristo en la Eucaristía, «participan de corazón en la caridad de Aquel que se da en alimento a los fieles» (Presbyterorum ordinis, 13).

    5. Servir a Dios en los hermanos

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    Jesús mismo es atendido en aquellos a los que acogemos, damos de comer, escuchamos, socorremos en sus necesidades. Mt 25,31-46 es una especie de profecía de orden moral: En el juicio definitivo seremos tratados por el Señor según la manera de tratar nosotros a los necesitados. El juicio es discernimiento en que aparecerán las vírgenes necias y las prudentes (cf. Mt 25,1-13), los siervos leales y perezosos (cf. Mt 25,14-30). El criterio del juicio es llamativo: el amor o la indiferencia hacia los hermanos más pequeños de Jesús. «Seremos examinados en el amor» (san Juan de la Cruz). La razón última de tal criterio es que existe una unión íntima entre los pequeños y Jesús. En estos, Jesús es atendido o rechazado. «La fe y el amor se necesitan mutuamente (...). La fe nos permite reconocer a Cristo, y su amor nos impulsa a socorrerlo cada vez que se hace nuestro prójimo en el camino de la vida» (Benedicto XVI, Motu Proprio Porta fidei, 14) .

    ¿Quiénes son los pequeños, los hermanos pequeños? ¿Son todos los hombres o son los miembros de la comunidad cristiana? En el primer caso, Jesús está presente en cualquier hambriento, sediento, forastero, desnudo, enfermo, encarcelado. En el segundo caso, se referiría a los cristianos hambrientos, sin techo ni hogar, indigentes, enfermos. Pero «puede que esas interpretaciones no sean mutuamente excluyentes» (Casa de la Biblia, ibíd. III, p. 110). Mateo invita a la nueva comunidad a recrear la solidaridad recíproca, a vivir según el mandamiento del amor del Señor, que rompe fronteras.

    Lc 10,25-37, con la parábola del buen samaritano, a la que precede una introducción que le da su alcance adecuado, pregunta en concreto de quién nos hacemos prójimo. La introducción recuerda el centro y corazón de la Ley de Dios: amar a Dios con todo el corazón y al prójimo como a uno mismo. No se pueden separar, si queremos mantener el amor cristiano en su genuinidad, como las dos caras de una moneda la hacen auténtica. El amor a Dios fundamenta y urge el amor al prójimo, y este verifica, discierne y exige el amor a Dios. «Con el amor al prójimo aclaras tu pupila para mirar a Dios. Al amar a tu prójimo y cuidarte de él, vas haciendo tu camino. ¿Y hacia dónde caminas sino hacia el Señor Dios, el mismo a quien tenemos que amar con todo el corazón, con toda el alma y con todo el ser?» (san Agustín).

    ¿Quién es mi prójimo?, preguntó el maestro de la Ley (v. 29). Como respuesta cuenta Jesús la parábola del buen samaritano: Se debe atender a todos, también a los excluidos de la ciudadanía de Israel. Y al final pregunta Jesús: «¿Quién se hizo prójimo del que cayó en manos de los bandidos?» (v. 36). Conclusión: «Vete y haz tú lo mismo» (v. 37). Si alguien, de manera superficial, alardeara de no creer en Dios, un cristiano podría preguntarle respetuosamente: “Y, ¿qué haces por los demás? Muéstrame en tu incredulidad quién es el hombre para ti, y yo te mostraré quién es mi prójimo a la luz de la fe en Dios”. La vida real y concreta debe ser el crisol de las discusiones teóricas.

    En todo hombre y mujer, culto o ignorante, de cualquier raza, lengua, pueblo o religión, hallamos al prójimo, que como nosotros fue creado a imagen y semejanza de Dios. Al servir al prójimo con un amor abierto, sacrificado y generoso, se nos abren y limpian las pupilas, para ver a Dios. El amor al hombre nos encamina al encuentro con Dios, si es que no lo conocíamos antes. En la nueva evangelización es muy importante la caridad, Cáritas, como vía de transmisión del Evangelio y de orientación hacia la fe en Dios revelado en Cristo. Jesucristo nos muestra al Padre y nos encamina hacia sus hijos.