Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

Imprimir A4  A4x2  A5  

Artículo

Vocación sacerdotal y Palabra de Dios

4 de octubre de 2011


Temas: vocación sacerdotal (Jn 1,35-42, Lc 24,13-35 y Jn 21,15-19).

Publicado: BOA 2011, 452; Surge 69/666-668, (2011), 241-246.


  • Introducción
  • 1. Jn 1,35-42
  • 2. Lc 24,13-35
  • 3. Jn 21,15-19

    |<  <  >  >|

    La vocación sacerdotal es como una planta: Se puede sembrar la semilla, esta puede germinar y brotar, puede crecer y madurar, y está llamada a dar fruto. La ordenación sacramental es el sello de la Iglesia, que en nombre del Señor garantiza la vocación como genuina y adulta. Pero con la ordenación no cesa la vocación de arraigar más y más en la vida del sacerdote; necesita ser cultivada siempre para que en todo tiempo se conserve viva y fecunda. La vocación sacerdotal tiene, por tanto, un antes de la ordenación y un después de la misma, que dura la vida entera. Tanto antes de la ordenación como después, Dios continúa pronunciando nuestro nombre y espera nuestra respuesta atenta y fiel. Al Dios que llama responde el hombre diciendo: “Habla, Señor, que tu siervo escucha; aquí estoy, envíame”. En el itinerario de mi vocación me han ayudado y ayudan de manera particular tres textos evangélicos en el contexto de entonces y en el contexto vital mío.

    1. Jn 1,35-42

    |<  <  >  >|

    «Maestro, ¿dónde vives?». «Venid y veréis». La pregunta de dos discípulos de Juan dirigida a Jesús y la respuesta correspondiente se sitúan en el comienzo de la actividad pública de Jesús, que fue anunciado y posteriormente presentado por Juan como “el Cordero de Dios”. A mí me llama la atención de este pasaje evangélico —que no solo nos habla de algo acontecido en el pasado, sino también de lo que puede ocurrir y de hecho ocurre en el presente—, cómo el Bautista, que por definición es el Precursor del Mesías, encamina a sus discípulos hacia el que tenía que venir. «Él tiene que crecer, y yo tengo que menguar» (Jn 3,30). En el ascenso de Jesús y en el descenso del Bautista recibe su sentido ese traspaso de discípulos. Juan sabe situarse en su lugar: Él no era la luz, sino testigo de la Luz (cf. Jn 1,8); no era la Palabra, sino la voz que grita en el desierto como eco anticipado que invita a preparar los caminos del Señor (cf. Jn 1,19-28). Su vida se oscurece cuando llega la Luz, el eco de su voz se apaga cuando habla la Palabra. Detrás del elegido está siempre el que llama y envía, al cual debe transparentar en la vida y la misión.

    Es insustituible en toda vocación el encuentro personal con el Señor. Con palabras del Evangelio: «Se quedaron con él aquel día». Este encuentro se les grabó tan hondo que recordaban vivamente hasta las circunstancias. Cuando despunta algo decisivo en la vida de una persona, todo es relevante y se conserva en la memoria con particular afecto. El encuentro con Jesús está en el origen y es como el cimiento permanente de toda vocación sacerdotal. Actuará como luz en los momentos de oscuridad, como referente en la perplejidad y como garantía en las horas de vacilación.

    Este encuentro con su experiencia imborrable es de orden interpersonal y toca el corazón del llamado por el Señor. La prioridad recae en Jesucristo; lo determinante no es que nosotros vayamos hacia Él, sino que Él se vuelve y nos invita a estar con Él. «No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os ha elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto» (Jn 15,16). El beneficiado por tal descubrimiento no retiene el tesoro oculto en su corazón; se hace testigo que invita a otros: «Hemos encontrado al Mesías». Y Andrés lleva a su hermano Simón hasta Jesús, entre los cuales se produce un cruce de miradas inefable. Jesús sueña ya con Simón, a quien llamará Pedro; y Simón comienza el seguimiento, que pasará por fases de generosidad y de cobardía, y por encima de todo de amor y de fidelidad hasta la muerte.

    Toda persona que ha madurado su vocación hasta convertirse esta en la fuerza unificadora de su vida, se hace mensajero sorprendido y gozoso del encuentro, y acerca a otros a Jesús para que Él los llame y se prolongue la voz de la invitación. Todos estos aspectos son muy importantes en la pastoral vocacional. Yo puedo decir el nombre de quien me encaminó y acercó hasta Jesús, cuándo se produjo el primer destello de la vocación y por qué valles luminosos y oscuros ha discurrido posteriormente. De ordinario la vocación de una persona ha surgido, se ha descubierto, ha sido acompañada y va madurando incesantemente con la ayuda de otras personas.

    2. Lc 24,13-35

    |<  <  >  >|

    El relato de la aparición de Jesús resucitado a los discípulos de Emaús es literariamente muy bello y tiene actualidad frecuentemente de manera muy intensa en la vida de los discípulos. «Todos tenemos nuestro Emaús», nos decía D. Baldomero Jiménez Duque, rector del Seminario de Ávila durante muchos años y muy cercano al Movimiento Sacerdotal de Vitoria. Cuando acontece el desconcierto, cuando las tinieblas invaden el espíritu, cuando la esperanza padece sus pruebas, cuando el sentido gozoso del ministerio recibido se diluye, cuando el cansancio gravita penosamente sobre el sacerdote, etc., vamos camino de Emaús.

    Los discípulos andan con aire entristecido, después de haber vivido los acontecimientos ocurridos últimamente en Jerusalén. Su Maestro fue crucificado hace varios días; ellos habían depositado su esperanza en el Profeta poderoso en obras y palabras, pero fue enterrado y con la piedra de su tumba fueron sepultadas también sus esperanzas. Caminan con pesadumbre. La vocación, antes de la ordenación sacramental y también después, incluso habiendo recorrido tramos gozosos y muy fecundos, puede entrar en crisis, en que todo se ve oscuro y sin sentido gratificante. Los discípulos de Jesús que vuelven a Emaús atraviesan una crisis vocacional, podemos decir. Piensan que la crucifixión del Maestro ha resuelto las cosas en el peor sentido de la palabra: fue solo un pretendido Mesías y quienes habían esperado en Él han sufrido una frustración en toda regla.

    Mientras recorren el camino, comentando y lamentando lo acontecido, se les une un caminante. Cuando entablan conversación, se sienten incómodos por que les pregunte acerca de las cosas que están ocupando su espíritu y su diálogo tristón. Pero a medida que hablan se van sintiendo concernidos por su palabra; les aclara muchas oscuridades que nublaban su corazón. Algo se les remueve por dentro que los está conduciendo a una comprensión nueva, que les ayuda a superar la crisis. El Señor no permite que sus discípulos se hundan definitivamente en la oscuridad. Los acompaña en el camino de Emaús, va enardeciendo el corazón y poco a poco brilla una esperanza nueva.

    Cuando llegan al pueblo, sentados los tres en torno a la mesa de la hospitalidad, al ver que el caminante parte el pan de una manera conocida, se les cae la venda de los ojos y reconocen a Jesús. El que fue condenado a muerte y crucificado, el que fue enterrado, al que habían seguido, es el mismo que se ha hecho caminante con ellos, se ha sentado con ellos en la mesa y ha partido el pan con unos gestos familiares. ¡Está vivo! Les ha interpretado las Escrituras y ha partido para ellos el pan. En medio de las tinieblas ha irrumpido de nuevo la luz. No debemos dar por definitiva la crisis en su vertiente negativa; es posible pasar a la segunda fase: La superación de la crisis tiene lugar con una luz mayor que ilumina las confusiones precedentes, purifica las ilusiones superficiales y asienta las convicciones en la verdad más hondamente percibida.

    Inmediatamente después de reconocer a Jesús ya vencedor de la muerte, retornan los discípulos de Emaús hasta Jerusalén para comunicar a los demás lo que les había pasado en el camino y durante la cena. El encuentro con Jesucristo debe ser anunciado; de la experiencia brota la misión. Llama la atención que antes del descubrimiento de Jesús era ya tarde para que prosiguiera el caminante desconocido; y ahora no es tarde para desandar el camino hasta la comunidad. Todo se hace pesado e insoportable cuando no brilla la luz del Resucitado; y, en cambio, nada se pone por medio para desandar el camino y hacer partícipes a los demás compañeros de su experiencia gozosa “al partir el pan”. No midamos la grandeza de la vocación ni el sentido del ministerio sacerdotal desde la oscuridad. Necesitamos también de la experiencia de los que van delante en la superación de las crisis para que nos ayuden a relativizar su poder y a no considerarlas insuperables. La degustación amarga de la crisis y la experiencia de su superación otorgan una sabiduría que es bueno compartir.

    3. Jn 21,15-19

    |<  <

    Es un pasaje evangélico que presenta a los discípulos faenando inútilmente en el mar; pero fuera les aguarda alguien que viene a su encuentro. Al amanecer solo divisan una figura de hombre en la orilla. Una vez reconocido con inmensa alegría, tiene lugar un diálogo entre Jesús y Pedro. Tres veces le pregunta Jesús a Pedro si le ama; tres veces que hacen recordar a Pedro otras tantas negaciones durante la pasión del Señor, jurando y perjurando que no conocía a Jesús. Cuando llegó la hora del poder de las tinieblas sobre Jesús los discípulos se echaron fuera, abandonando al Maestro; temieron verse implicados en al suerte de Jesús. Pedro comprendió pronto que renegar del Amigo por excelencia no tenía nombre; pero el Señor lo miró compasivamente y el discípulo reaccionó llorando amargamente.

    Los versículos citados contienen un examen sobre el amor de Pedro a Jesús. En este interrogatorio Pedro se ve colocado ante su fragilidad: Ni es mejor que los demás ni puede jactarse de su intrepidez y valor; solo Jesús conoce realmente el corazón de Pedro. Este examen sobre el amor y la respuesta sincera y ya humilde de Pedro preceden al encargo otorgado por Jesús a Pedro de apacentar a su rebaño. El rebaño es de Jesús, que es en verdad el único Pastor bueno. Pedro puede ser pastor porque Jesús se fía de Pedro y porque puede apacentar a las ovejas de Jesús si está unido a Él por el amor. Siempre es Jesús el que apacienta; los demás pueden pastorear en su nombre, si están unidos a Él por el amor, la confianza, la humildad y la disponibilidad a “ir donde no quieran”, es decir, siendo buenos pastores con la entrega de la vida.

    Todo sacerdote debe revivir constantemente este diálogo con Jesús que concluye en un nuevo gesto de confianza por parte del Señor y en una nueva disponibilidad para apacentar el rebaño de Jesús. «Tú sabes todo, tú sabes que te quiero». Tú me conoces; puedes contar conmigo de nuevo.

    Pedro recibió, los sacerdotes recibimos, un ministerio de confianza, a pesar de todas las defecciones. Este ministerio es un «oficio de amor» (san Agustín), ya que se asienta en el Señor, que se ha fiado de nosotros (cf. 1Tm 1,12-13), y en quien nosotros, siervos inútiles, hemos depositado nuestra confianza (cf. 2Tm 1,12). Porque el Señor nos ama y porque nosotros también le amamos, a pesar de todo, continúa ofreciéndonos su confianza, llamándonos y enviándonos; y nosotros queremos humildemente ir ratificando cada día la vocación y la elección. En estas dimensiones hondas del ministerio sacerdotal deben apoyarse diariamente los trabajos, los gozos y los sufrimientos por el Evangelio, por el Señor, por la Iglesia y por la humanidad.