Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Carta

Adviento 2011

Tiempo de esperanza

1 de diciembre de 2011


Temas: Adviento y esperanza.

Publicado: BOA 2011, 496.


En la celebración cristiana del Adviento se unen íntimamente, como imbricadas y superpuestas una en la otra, las dos venidas de Jesucristo: vino por primera vez naciendo como un pobre en Belén, y vendrá de nuevo en la majestad de su gloria para juzgar a los vivos y a los muertos. Hacemos memoria de la primera venida y esperamos con vigilancia la segunda.

Adviento es un tiempo litúrgico en el que la Iglesia nos invita a animar la esperanza. Es un aldabonazo a reavivarla en la situación concreta personal y familiar, de la sociedad y de la Iglesia; celebramos el Adviento en medio de la vida, con sus sombras e incertidumbres. ¿Cómo está la tensión de nuestra esperanza? ¿Está fuerte y vigorosa, o está lacia y decaída? ¿Está duramente probada? ¿Intenta levantar el vuelo pero la aplasta como el plomo la pesadumbre del tiempo presente? Sea cual sea nuestro ánimo, el Señor nos dice: “Vengo pronto, no te cierres en ti mismo; ábrete al horizonte amplio para que recobres respiro hondo”. La esperanza es posible; no es una huida de la realidad, ni es un espejismo que nos fabricamos con la fantasía. Dejemos que la luz del Señor ilumine las tinieblas de este año 2011.

En la situación histórica que vivimos no es fácil hablar de esperanza, pero como cristianos no podemos ni debemos callar. La existencia cristiana se caracteriza por la esperanza, ya que creemos que Jesucristo murió, resucitó y está vivo e intercede por nosotros (cf. 1Ts 4,13-15; Rm 8,31-39). El anuncio del Evangelio implicó desde el principio la esperanza en la vida eterna. «Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, somos los más dignos de compasión. ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos» (1Co 15,19-20). La meta de nuestra esperanza está más allá de la muerte; estamos unidos por la fe y el bautismo con Jesucristo muerto y resucitado. Sería un recorte sustancial de la esperanza el resignarnos a ir tirando como mejor podamos durante los días de nuestra vida temporal. Es terrible escuchar que solo unas pequeñas dosis de felicidad es lo que podemos llevarnos de esta vida. ¡Hemos sido creados para el cielo, que es la felicidad plena, eterna y verdadera! El Adviento nos interroga sobre la esperanza y el sentido de la vida, sobre la fugacidad de la vida y la limitación de la existencia. Que el Señor nos enseñe a calcular nuestros años para que adquiramos un corazón sensato. Delante de nosotros, de todos y cada uno, aparece irremediablemente la muerte, el juicio en que rendiremos cuentas a Dios de los dones que hemos recibido, la promesa de la gloria del cielo como aspiración suprema del corazón y el riesgo de perdernos que va inherente al ejercicio de la libertad. La vida es preciosa porque en el tiempo se decide la eternidad. Las lecturas de los domingos del mes de noviembre y de los domingos primeros del Adviento nos hablan de vigilar y de actuar responsablemente ante Dios (cf. Mt 25,1-13.14-30.31-46; Mc 13,33-37).

Recordar la grandeza de la esperanza a la que hemos sido llamados (cf. Ef 1,18) nos sitúa en el horizonte adecuado. La fe en Dios, la conciencia de la brevedad de la vida, la apertura a la eternidad, el reconocimiento de la fraternidad con todos los hombres, son el ámbito en que se desarrolla la existencia. No es lo mismo para orientar la vida creer en Dios que no creer, reconocer al otro como hermano que desentenderse de él, esperar más allá de la muerte que aguardar la muerte con la única perspectiva del sepulcro. La esperanza derrama en el corazón gozo y serenidad, valor y fortaleza para no sucumbir en las pruebas; con la esperanza se nutre la convicción de que nunca trabajamos en vano. ¡Qué importante es para el hombre que nunca se le marchite la esperanza! Sin la esperanza trascendente, pronto nos damos cuenta de que la vida carece de sentido pleno, y de que todo se convierte en rutina irrelevante y carga insoportable.

En la situación actual de nuestra sociedad, somos muy conscientes de las dificultades que estamos atravesando. Presentimos que la crisis económica y social puede ser larga. Pero si reflexionamos detenidamente, advertimos que detrás de la crisis laboral y económica hay una crisis que afecta a la dignidad de las personas y de las familias, una crisis de humanidad y de concepción de la vida, y en el fondo una crisis de fe y de esperanza en Dios. El Papa ha dicho como maestro en la fe y en la vida: Sin la fe en Dios vivimos sin esperanza en el mundo (cf. Ef 2,12; Encíclica Spe salvi, 3) . En cambio, “Donde está Dios, ahí hay futuro” (lema del último viaje a Alemania). Por esta concatenación de crisis, implicadas una en la otra, se comprende que la superación de la crisis actual parece exigir, como dicen los técnicos, un nuevo modelo económico; y también una nueva actitud del hombre en la vida, que no consista en crecer indefinidamente en cosas, sino en una forma solidaria de relación de las personas entre sí y el reconocimiento de Dios, que es Verdad y Amor.

La esperanza no solo cambia el corazón y el rostro; es también como una antorcha que alumbra en medio del mundo (cf. Flp 2,15-16). La esperanza debe ser un servicio que los cristianos estemos llamados a prestar a la sociedad en que vivimos. Esperamos cada uno personalmente, pero esperamos también con otros y a favor de los demás. De este modo, la esperanza se convierte en un fermento que impacta también el entorno. Como los peregrinos a Santiago de Compostela se animaban unos a otros gritando “más allá”, “más arriba”, también nosotros debemos testificar que el finis terrae nos abre a un océano inmenso.

Pidamos a la Virgen María, que gestó con amor a Jesús, lo esperó con inefable amor de madre y lo dio a luz en Belén, que venga con nosotros al caminar y que mantenga en nosotros el ritmo de la esperanza.