Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Conferencia

Ciclo de conferencias de la Hermandad de la Victoria (Huelva) con motivo de la coronación canónica de la Virgen de la Victoria

¿Qué significa la coronación
de la Virgen de la Victoria?

18 de enero de 2012


Temas: coronación canónica y María como Reina (Virgen de la Victoria de Huelva).

Publicado: BOA 2012, 17.


  • Introducción
  • 1. Sentidos de las palabras “corona” y “coronación”
  • 2. Fiesta de Santa María Virgen, Reina
  • 3. Reforma litúrgica y sentido de la Fiesta de María como Reina
  • Notas

    |<  <  >  >|Notas

    La coronación de una imagen es un acto exterior de orden ritual; es una ceremonia por la que se pone una corona en la cabeza de la persona —o su representación— a quien se tributa tal reconocimiento. La corona —de flores, de ramas o de metal— ceñida a la cabeza es insignia honorífica o símbolo de dignidad. La coronación es una acción simbólica, cuyo significado es elocuente por las palabras que la acompañan, por la persona que es coronada y por la cultura dentro de la cual acontece. Signo y significado deben ser entendidos para que la coronación no sea una acción enigmática ni extraña a la sociedad que otorga ese honor. Es un gesto con el que se identifica interior y culturalmente el pueblo en cuyo nombre la autoridad competente coloca sobre la cabeza la corona. ¿Qué significa, a comienzos del siglo XXI, la coronación canónica de la imagen de la Virgen María? ¿Qué significación le pueden reconocer la fe y la piedad cristianas? ¿Está en consonancia con la sensibilidad de la cultura actual? ¿Es expresión adecuada del amor de los fieles cristianos a la Madre del Señor y nuestra Madre?

    1. Sentidos de las palabras “corona” y “coronación”

    |<  <  >  >|Notas

    La palabra “corona” posee una historia larga en nuestras tradiciones cultural y religiosa con diversas perspectivas simbólicas. A todas las unifica el sentido de término y culminación, de acreditación y excelencia, de premio, reconocimiento y victoria, de dignidad y honra. Hay un fundamento para tributar la coronación y la glorificación. La corona es imagen del honor del que goza alguien; por eso, se expresa lo contrario así: «Me ha despojado de mi honor, dejando mi cabeza sin corona» (Jb 19,9). He aquí algunos ejemplos: El éxito coronó el esfuerzo; finis coronat opus. La obra, aunque haya sido larga y laboriosa, ha llegado a su término. De un año rico en cosechas se dice: «Coronas el año con tus bienes, tus carriles rezuman abundancia» (Sal 65,12). El hombre fue creado por Dios con una dignidad que sobresale entre todas las criaturas: «Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad» (Sal 8,6). Jerusalén será corona fúlgida en la mano del Señor y diadema real en la palma de su Dios (cf. Is 62,3). «Mujer de valía es corona del marido» (Pr 12,4). «Corona de los ancianos, sus nietos; gloria de los hijos, sus padres» (Pr 17,6). «La mucha experiencia es la corona de los ancianos, y su orgullo es el temor del Señor» (Si 25,6; cf. ibíd. 1,11; 1,18; Pr 4,9; 14,24). San Pablo llama a los fieles de Filipos «mi alegría y mi corona» (Flp 4,1, «¿Quién sino vosotros será nuestra esperanza, nuestra alegría y nuestra honrosa corona ante nuestro Señor Jesús cuando venga? Sí, nuestra gloria y alegría sois vosotros» (1Ts 2,19-20)). La corona real es símbolo de dignidad, de autoridad y de poder reales. Corona es la aureola de los santos, signo de la gloria y felicidad eternas. Una corona de nubes rodea la montaña, cuando emerge visiblemente la cima. La oración mariana del Rosario se llama también “corona” en italiano o “corona de rosas” (Rosenkranz) en alemán; con el rezo reiterado de las avemarías, pasando ante los ojos de la mente y del corazón los episodios principales de la vida del Señor (gozosos, luminosos, dolorosos y gloriosos) orlamos piadosamente la cabeza de María con alabanzas y súplicas, expresiones de confianza y de exultación gozosa y serena, uniendo a ello la vinculación filial con la Madre1. “Corona del Adviento”: El conjunto de las cuatro velas que se van encendiendo a lo largo de las cuatro semanas de ese tiempo litúrgico.

    En la antigua Atenas la corona era símbolo de los dioses: corona de olivo para Atenea, de roble para Zeus, de laurel para Apolo, de mirto para Afrodita, de vid y yedra para Dionisios. Las coronas de oro o revestidas de oro eran exclusivamente religiosas y las llevaban los sacerdotes que realizaban los sacrificios. En las competiciones se premiaba a los vencedores —poetas, atletas, actores— con una corona. En Roma la corona fue primero una recompensa militar; la corona más estimada era la llamada “corona cívica”, de hojas de roble, que se otorgaba al que había salvado la vida de un ciudadano (cf. Corona, en: Gran Enciclopedia Larousse 3, pp. 2637 ss.).

    Pablo tenía presente la costumbre de coronar a los vencedores en los juegos cuando estableció el contraste entre la corona corruptible que reciben los vencedores en el estadio y la corona imperecedera que recibirán los vencedores en el “combate de la fe”, en la “milicia cristiana”, en la fidelidad a Jesucristo crucificado y triunfador en la resurrección. Con la metáfora deportiva explica Pablo la vida del cristiano en medio del mundo (cf. 1Co 9,24-27; Sb 4,2; 5,16). Pablo, como apóstol del Señor, aspira a recibir la corona de la vida, a correr hasta la meta y a mantener hasta el final el encargo que se le ha confiado. «Yo estoy a punto de ser derramado en libación y el momento de mi partida es inminente. He luchado el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe. Por lo demás, me está reservada la corona de la justicia que el Señor, Juez justo, me dará en aquel día; y no solo a mí, sino también a todos los que han aguardado con amor su manifestación» (2Tm 4,6-8; cf. Hch 20,24; Flp 2,16; 3,12-14; 1P 5,4). Pablo, sirviéndose de la metáfora deportiva, espera recibir la corona, el premio prometido por el Señor. «Bienaventurado el hombre que aguanta la prueba, porque si sale airoso, recibirá la corona de la vida que el Señor prometió a los que lo aman» (St 1,12)2.

    El Apocalipsis, en las cartas dirigidas a las Iglesias de Asia, a las que alaba, corrige y estimula en el camino de la fidelidad, utiliza diversas imágenes a través de las cuales comprendemos mejor lo que significan la corona y el triunfo. Me permito citar versos tan bellos y tan elocuentes, que también a nosotros nos animan en el combate cristiano y nos ayudan a percibir el alcance de la comparación con la “corona de la vida”. «Al vencedor le daré a comer del árbol de la vida, que está en el paraíso de Dios» (Ap 2,7). «Al vencedor le daré el maná escondido, y una piedrecita blanca, y escrito en ella un nombre nuevo, que nadie conoce sino aquel que lo recibe» (Ap 2,17). «Al vencedor, al que cumpla mis obras hasta el final, le daré autoridad sobre las naciones; las pastoreará con cetro de hierro y se quebrarán como vasos de loza, como yo he recibido de mi Padre, y le daré la estrella de la mañana» (Ap 2,26-28). «El vencedor será vestido de blancas vestiduras, no borraré su nombre del libro de la vida y confesaré su nombre delante de mi Padre y delante de sus ángeles» (Ap 3,5). «Mira, vengo pronto. Mantén lo que tienes, para que nadie se lleve tu corona. Al vencedor le haré columna en el templo de mi Dios» (Ap 3,11-12). «Al vencedor le concederé sentarse conmigo en mi trono, como yo he vencido y me he sentado con mi Padre en su trono» (Ap 3,21). Jesús resucitado defenderá a los suyos y los hará partícipes de su victoria, de su gloria y de su corona.

    Estas hermosas palabras podemos verlas cumplidas en María, que unió a la condición de Madre la de discípula fiel de Jesús, y que permaneció en pie junto a la cruz de su Hijo. Ella ha recibido la corona de la vida. Recordemos ahora solo a tres mártires de entre los numerosos testigos eminentes de Jesús que rubricaron la fe, el amor y la fidelidad con su sangre; uno fue el protomártir, otro uno de los Doce, y el tercero es de nuestros días, ya que a lo largo de toda la historia de la Iglesia reciben la corona de la vida hermanos en la fe, la esperanza y el amor que nos estimulan con su ejemplo. «Esteban, para merecer la corona que significa su nombre, tenía la caridad como arma, y por ella triunfaba en todas partes» (san Fulgencio de Ruspe, cit. en: Liturgia de las Horas I, p. 1041). Por el amor de Dios no cedió ante los judíos que lo acosaban y amenazaban, y por la caridad hacia el prójimo rogaba por quienes lo lapidaban. La caridad que brilló en Jesús, el Rey, brilló en Esteban, el soldado. El paralelismo entre la muerte de Jesús y la de Esteban es claro: Ambos mueren perdonando y entregando confiadamente su espíritu a Dios. Pero hay una novedad, que es manifestación elocuente del señorío de Jesús glorificado junto al Padre y de su condición divina; orando pide Esteban a Cristo: «Señor Jesús, recibe mi espíritu». Jesús había orado: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46; Hch 7,59). Cuando Esteban, en el momento culminante de su vida, se dirige a Jesús en oración y confiándole su espíritu, es indicio de que la relación con Él es como la del indigente con el mediador y garante de su futuro absoluto. Jesús no es consiervo de Esteban; es su Señor y su Dios, ya que es Hijo del Padre.

    En la fiesta de san Andrés, la Liturgia de las Horas contiene un Himno compuesto por san Pedro Damián, en el que se une la doble fraternidad de Pedro y Andrés, la fundada en la sangre y la fundada en el martirio. «La cruz ha hecho hermanos para el cielo a los que una misma carne había engendrado». «¡Oh retoño venerable, oh igual corona de gloria! Los padres santos de la Iglesia son igualmente hijos de la cruz» (Liturgia de las Horas I, p. 1407). El martirio ha engendrado para la vida eterna, en su dies natalis, a Pedro y Andrés, uniéndolos en la victoria sobre los perseguidores y la muerte, que se simboliza en la corona de la gloria.

    San Pablo Le-Bao-Tin murió martirizado en 1839, en el actual Vietnam, junto con un grupo numeroso de obispos, presbíteros, catequistas y otros cristianos. Entre los 117 mártires estaba san José Fernández de Ventosa , presbítero nacido en Ventosa de la Cuesta, en la Diócesis de Valladolid; y san Valentín de Berriochoa, originario de Elorrio, en la Diócesis de Bilbao. En una carta, Pablo escribió: «En medio de estos tormentos, que aterrorizarían a cualquiera, por la gracia de Dios estoy lleno de gozo y alegría, porque no estoy solo, sino que Cristo está conmigo. Él no solo es espectador de mi combate, sino que toma parte en él, vence y lleva a feliz término toda la lucha. Por eso lleva en su cabeza la corona de la victoria, de cuya gloria participan también sus miembros. Os escribo esto para que se unan vuestra fe y la mía. En medio de esta tempestad echo el ancla hasta el trono de Dios, esperanza viva de mi corazón» (cit. en: Liturgia de las Horas IV, pp. 106-107).

    La multiplicidad de significados que tiene la palabra “corona”, y consiguientemente “coronación”, de orden antropológico, religioso y cristiano, como galardón en la competición, premio de Dios a los vencedores probados en la fidelidad, participación en la victoria de Jesucristo sobre el pecado y la muerte, y apertura del cristianismo a la representación del triunfo en signos sociales como un lábaro o estandarte, convergen en nuestro tema de la coronación de la Virgen como Reina.

    2. Fiesta de Santa María Virgen, Reina

    |<  <  >  >|Notas

    Entre corona y realeza hay una conexión estrecha, que certifica la historia y se unen fácilmente en el imaginario colectivo. La corona de España, por ejemplo, que corresponde al rey como jefe del Estado según la Constitución, es el símbolo de la monarquía española con su carácter hereditario, y expresa la autoridad de representar la unidad y continuidad histórica del pueblo español.

    ¿Por qué invocamos a la Virgen como Reina? ¿Por qué coronamos su imagen? «La Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de culpa original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial, y fue ensalzada por el Señor como Reina del universo con el fin de que se asemejase de la forma más plena a su Hijo, Señor de los señores (cf. Ap 19,16) y vencedor del pecado y de la muerte» (Lumen gentium, 59) . El capítulo octavo de la Constitución conciliar sobre la Iglesia, dedicado a la Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, no desarrolla una Mariología completa. Es sobrio y recoge a su modo doctrinas anteriores sobre la Virgen. Su lenguaje es bíblico, cercano a los Padres de la Iglesia, espiritual, histórico-salvífico, con un estilo pastoral. Está centrado en el lugar de María dentro del misterio de Jesucristo y de la Iglesia. A veces las alusiones remiten a capítulos enteros, como en este caso a la asunción y la realeza de María. La unión de María con Jesucristo, su Hijo, es clave y fundamento para comprender la singularidad de María tanto en el comienzo de su vida como en su destino, es decir, como inmaculada y asunta al cielo. En la nota correspondiente al número 59 de la Constitución conciliar se cita la Encíclica de Pío XII Ad caeli Reginam (11-10-1954), al cumplirse el Centenario de la definición dogmática de la Inmaculada Concepción, dedicada precisamente a la instauración y al significado de la Fiesta de María Reina, que se celebraría en toda la Iglesia el día 31 de mayo. Exhorta a que todos se acerquen confiadamente al trono de misericordia y de gracia de nuestra Reina y Madre para pedir fuerza en las adversidades, luz en las tinieblas, consuelo en la aflicción y el llanto. María, exaltada junto a su Hijo en el cielo, es “omnipotencia suplicante”, como ha acuñado con frase feliz la piedad cristiana. Podemos acudir confiadamente a ella, sabiendo que su intercesión ante Dios y ante su Hijo Jesucristo es garantía segura.

    El comienzo de la Encíclica une la corona real de María con la protección, regazo y defensa de sus hijos. «A la Reina del cielo, desde los primeros siglos de la Iglesia católica, el pueblo cristiano le ha dirigido plegarias suplicantes y cantos de alabanza y de piedad, tanto cuando estaba afectado por la dulzura del gozo, como sobre todo cuando amenazaba el peligro por las angustias graves de la situación; y nunca la esperanza depositada en la Madre de Jesucristo Rey divino quedó defraudada, nunca languideció la fe, por la que somos instruidos en que la Virgen María Madre de Dios reina con sentimientos maternales en todo el orbe de la tierra, pues está adornada con la corona de la gloria real en la bienaventuranza celeste» (Ad caeli Reginam, 1). En las calamidades, María es puerto seguro; en la oscuridad, es aurora que anuncia el día. María Reina y Madre significa poder salvador, estrella del mar y mano tendida a los hijos que corren peligro de naufragar en el mar proceloso de la historia, que están atribulados, que se sienten amenazados por el poder del mal. María es siempre segura y poderosa intercesora, aunque inicialmente parezca que Jesús se desentiende de la petición de su Madre, como en la boda de Caná (cf. Jn 2,1 ss.). Como rezamos con una oración preciosa: Nadie, después de haber invocado su ayuda, ha sido desoído y abandonado. María es como puente y camino que Dios y el hombre recorren: Por María ha venido el Hijo de Dios hasta nosotros y por María podemos ir nosotros hasta Jesucristo, el Hijo de Dios. Fue la puerta que se abrió cuando Dios mismo estaba llamando a las puertas del mundo. «Mira, Virgen dichosa, que el deseado de todas las naciones está llamando a tu puerta» (san Bernardo, cit. en: Liturgia de las Horas I, p. 298). De la respuesta de María, de su palabra acogedora, de su consentimiento libre y fiel, depende el consuelo de los miserables, la redención de los cautivos, la salvación de todos los hijos de Adán. María es raíz y puerta “que dio paso a nuestra luz” (Antífona “Ave, Regina caelorum”).

    La Encíclica Ad caeli Reginam recuerda dos fundamentos por los que María es Reina: el primero y principal es su divina maternidad, y el segundo es que tuvo parte excelentísima, según la voluntad de Dios, en la obra de nuestra salvación (cf. Encíclica, apartado III, en: Denzinger-Hünermann, 3913 ss.).

    Según el relato de la anunciación, el ángel comunica a María: «Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin» (Lc 1,31-32). Consiguientemente, María es también reina, pues engendró al Hijo de Dios, el Mesías descendiente de David. Cita la Encíclica unas palabras de san Juan Damasceno, que habla muchas veces de la dignidad regia de María: «Verdaderamente fue Señora de toda criatura cuando fue Madre del Creador»3. El mariólogo Cándido Pozo, junto con otros, ha establecido la conexión entre Jesús el Rey, y María la Madre del Rey, teniendo en cuenta la institución monárquica de Israel y en concreto el significado de la llamada reina-madre (gebirá)4.

    El segundo fundamento que aduce la Encíclica de Pío XII para llamar a María “Reina” se refiere a la participación de María en la obra de nuestra redención. Estas son sus palabras: «Como Cristo, por título particular de la redención, es Señor nuestro y Rey, así la beatísima Virgen (es Señora nuestra) por el singular concurso prestado a nuestra redención, suministrando su sustancia y ofreciéndola voluntariamente por nosotros, deseando, pidiendo y procurando de una manera especial nuestra salvación» (Ad caeli Reginam, 14). María dio un “sí” libre y creyente a Dios para que su Hijo se encarnara en sus entrañas virginales; y María, junto a la cruz, se unió al Hijo en la entrega al Padre. María participó de forma singular en el nacimiento del Redentor de la humanidad y en su ofrenda obediente y pacífica a Dios.

    La Encíclica recuerda el paralelismo entre el primer Adán y Cristo, y Eva y María (cf. Rm 5,12-21). Si por la desobediencia de Adán todos fuimos constituidos pecadores, por la obediencia de uno, Jesucristo, todos serán constituidos justos; donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia. La antítesis entre Adán y Jesucristo fue atestiguada en la Escritura; el paralelismo antitético entre Eva y María, prolongando el de Adán y Cristo, se explicita en tiempos de los Padres de la Iglesia. «El nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María; lo que por su incredulidad ató la virgen Eva, lo desató la Virgen María por su fe». «La muerte vino por Eva, la vida por María» (Lumen gentium, 56). San Justino escribió, profundizando en la contraposición: «Cuando Eva era todavía virgen e intacta, concibió la palabra de la serpiente y dio a luz desobediencia y muerte. Al contrario la Virgen María: Aceptando la fe y el gozo cuando el ángel le dio la buena noticia de que el Hijo de Dios iba a nacer de ella, respondió: “Hágase en mí según tu palabra”» (Diálogo con Trifón, 100). Con nuestros pecados podemos sellar el “no” de Adán y Eva, y con nuestra fe podemos sellar el “sí” de Jesús y de María. El “sí” a Dios produce en nosotros también gozo y vida. El que los “sí” de Jesucristo y de María sobreabundaran y reinaran para la vida (cf. Rm 5,17) es motivo de esperanza para nosotros, que reconocemos el señorío de Jesucristo, al que María fue asociada. Sigue la Encíclica Ad caeli Reginam: «Como Cristo, nuevo Adán, es Rey nuestro no solo por ser Hijo de Dios, sino también por ser Redentor nuestro, así, con una cierta analogía, se puede igualmente afirmar que la beatísima Virgen es Reina, no solo por ser Madre de Dios, sino también porque, como nueva Eva, fue asociada al nuevo Adán» (n. 15). «En la misma unión con Cristo tiene origen la eficacia inagotable de su intercesión maternal con su Hijo y con el Padre» (ibíd.).

    La Encíclica del papa Pío XII recuerda no solo la enseñanza de maestros de la antigüedad cristiana y la reflexión teológica seria y fiel; también y particularmente remite a la oración litúrgica en forma de himnos, de antífonas, de alabanza y de súplica, que son testimonios autorizados de la dignidad real de la Virgen María. La vinculación creyente y amorosa de los cristianos con Santa María Virgen, Madre del Señor y Madre nuestra, se manifiesta en la manera orante de dirigirnos a ella. La fe se hace alabanza y súplica; y la oración, a su vez, manifiesta y fortalece la fe, le otorga oxígeno en su decaimiento y la hace más intrépida y apostólica. En este sentido recojo de la Encíclica Ad caeli Reginam algunos testimonios tan bellos como expresivos de la Virgen María como Reina. «Ensalzando con himnos tu parto, el universo te canta, como templo viviente, ¡oh Reina! Haciendo morada en tu seno quien tiene todo en su mano, el Señor, te hizo toda santa y gloriosa y nos enseña a alabarte» (Akathistos, 23). «Nuestra lengua no puede alabarte dignamente, porque tú engendraste a Cristo el Rey. Salve, Reina del mundo; salve, María, Señora de todos nosotros» (cita del mismo himno en Ad caeli Reginam, apartado II). De la Iglesia latina recordemos las antífonas «Dios te salve, Reina y Madre de misericordia», «Ea, pues, Señora, abogada nuestra, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos» que cantan solemnemente los monjes y los cristianos con su música popular. «Salve, Reina de los cielos y Señora de los ángeles, salve, raíz; salve, puerta que dio paso a nuestra luz». «Reina del cielo, alégrate, porque el Señor, a quien has merecido llevar, ha resucitado». El 15 de septiembre, en la fiesta de los siete dolores de la Santísima Virgen, rezaba la Iglesia antes de la reforma litúrgica en el llamado “tracto”: «Santa María, Reina del cielo y Señora del mundo, permanecía de pie, llena de dolor, junto a la cruz de nuestro Señor Jesucristo».

    Cuando sea colocada la corona sobre la imagen de la Virgen de la Victoria, contemplémosla con amor y devoción; que el rito exterior vaya acompañado de los sentimientos del corazón. La coronación expresa nuestra gratitud por el desvelo maternal de María, nuestra alegría por la exaltación como Reina, nuestra confianza en su protección en los peligros. Rezando con la antiquísima antífona Sub tuum praesidium, nos acogemos bajo su amparo.

    El rito de la coronación significa, más allá de la glorificación de la Virgen, la acción de gracias a Dios porque la eligió como Madre virginal de su Hijo, porque María fue fiel enteramente hasta la cruz, porque Jesús nos la entregó como Madre y ella nos recibió como hijos. En su regazo estamos al abrigo frente a toda intemperie.

    3. Reforma litúrgica y sentido de la Fiesta de María como Reina

    |<  <Notas

    La reforma litúrgica ordenada por el Concilio Vaticano II y llevada a cabo en los años siguientes, con fidelidad y diligencia, ha afectado a la Fiesta de la Virgen María Reina y a otras fiestas de Santa María. En la Constitución sobre la Sagrada Liturgia se indican las líneas programáticas de la revisión del año litúrgico; por lo que se refiere a la Virgen, se expresa en los siguientes términos: «En la celebración de este círculo anual de los misterios de Cristo, la santa Iglesia venera con amor especial a la bienaventurada Madre de Dios, la Virgen María, unida con lazo indisoluble a la obra salvífica de su Hijo; en ella, la Iglesia admira y ensalza el fruto eminente de la redención, y contempla gozosamente, como en una purísima imagen, lo que ella misma toda entera ansía y espera ser» (Sacrosanctum Concilium, 103).

    La Memoria de Santa María Virgen Reina pasó en la reforma litúrgica propiciada por el Concilio del 31 de mayo, en que la había situado la Encíclica de Pío XII Ad caeli reginam (apartado IV), al 22 de agosto, a los ocho días de la Solemnidad de la Asunción de la Virgen María, “complemento y coronación de la Asunción”. La conexión de la Memoria de Santa María Reina con la Fiesta de la Asunción es elocuente: María ha sido glorificada por Dios en su asunción a los cielos y en su entronización como Reina. María, que estuvo íntimamente unida a su Hijo Jesús en la gestación y el nacimiento, en la vida oculta de Nazaret como su madre y educadora, en la actividad pública del Maestro como discípula y oyente de la Palabra de Dios, junto a la cruz de Jesús acompañándolo y consintiendo maternalmente en la entrega al Padre por la salvación de la humanidad, lo ha seguido también en la ascensión y la entronización a la derecha del Padre. María está unida a su Hijo en todo el itinerario desde el comienzo de su existencia terrena hasta su destino de muerte y glorificación. «Cristo ha resucitado de entre los muertos y es primicia de los que han muerto. Si por un hombre vino la muerte, por un hombre vino la resurrección. Pues lo mismo que en Adán mueren todos, así en Cristo serán vivificados. Pero cada uno en su puesto: primero Cristo, como primicia; después, todos los que son de Cristo, en su venida; después los últimos, cuando Cristo entregue el reino a Dios Padre, una vez aniquilado todo principado, poder y fuerza. Pues Cristo tiene que reinar hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies» (1Co 15,20-25). El Martirologio Romano presenta con los siguientes términos la Memoria obligatoria del día 22 de agosto: «Memoria de la Bienaventurada Virgen María, Reina, que engendró al Hijo de Dios, Príncipe de la Paz, cuyo reino no tendrá fin, y que es saludada por el pueblo cristiano como Reina del Cielo y Madre de misericordia»5.

    La misma conexión entre Madre e Hijo se ha tenido en cuenta para otras fiestas litúrgicas en la reforma del calendario. La solemne apertura del Concilio Vaticano II, de la que celebraremos pronto el cincuenta Aniversario, tuvo lugar el 11-10-1962 en la Fiesta de la Divina Maternidad de Nuestra Señora ; pues bien, esta Fiesta ha pasado al 1 de enero como Solemnidad de Santa María Madre de Dios, en el ámbito de la Fiesta del Nacimiento del Señor. Cuando celebramos el nacimiento de Jesucristo, honramos también el alumbramiento por parte de María. Así leemos en el Martirologio: «Solemnidad de Santa María, Madre de Dios, en la octava de la Natividad del Señor y en la circuncisión. Los Padres del Concilio de Efeso la aclamaron como Theotokos, porque en ella la Palabra se hizo carne, y acampó entre los hombres el Hijo de Dios, Príncipe de la paz, cuyo nombre está por encima de todo nombre» (p. 87).

    Una conexión semejante se ha realizado entre la celebración de los Siete Dolores de la Virgen, que tenía lugar el llamado Viernes de Pasión, es decir, el anterior al Domingo de Ramos, y que se unió a la del 15 de septiembre con el mismo contenido celebrativo. Ambas se han fusionado como Memoria de Nuestra Señora de los Dolores, que sigue a la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Sobre la memoria del día 15 escribe el Martirologio Romano: «Memoria de Nuestra Señora de los Dolores, que de pie junto a la cruz de Jesús, su Hijo, estuvo íntima y fielmente asociada a su pasión salvadora. Fue la nueva Eva, que por su admirable obediencia contribuyó a la vida, al contrario de lo que hizo la primera mujer, que por su desobediencia trajo la muerte» (p. 553)6. La misma relación entre Jesucristo y María podemos constatar en la proximidad de las Fiestas del Sagrado Corazón de Jesús y del Inmaculado Corazón de María, viernes y sábado posteriores al segundo domingo después de Pentecostés, respectivamente.

    ¿En qué consiste la dignidad regia de María? ¿Cómo ejerce su condición de Reina y Señora nuestra? Es alabada e invocada como Reina por la unión singular de Madre con Jesucristo, el Hijo del Altísimo, el descendiente de David, el Rey mesiánico, que ante Pilato hizo hermoso testimonio (cf. 1Tm 6,13), que reina desde el madero, que resucitó de entre los muertos, que constituido Señor está sentado a la derecha del Padre, que vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos, y cuyo Reino no tendrá fin. En el designio de Dios, María es la Madre del Señor, que desde el primer momento fue preparada como digna morada de Jesús, que virginalmente lo concibió, gestó y dio a la luz, que lo siguió desde Galilea hasta Jerusalén y el Calvario, que estuvo íntimamente unida a Jesucristo no solo en el comienzo de su existencia como la “toda-santa” e Inmaculada, sino también en su glorificación. Al inicio fue concebida sin pecado original y al final fue elevada al cielo. Participó con Jesús de la victoria sobre el pecado y la muerte.

    La unión estrecha de María con Jesús ilumina no solo el fundamento, sino también la manera de ser y de ejercer como Reina. No se debe partir de un concepto genérico de rey y de reina, para aplicarlos aunque sea con matices a Jesús y María, sino aprender en el mismo Evangelio cómo Jesús es Rey y cómo su Madre es Reina. Después de una alusión a la predicación del reino de Dios por Jesús y a la Iglesia como pueblo real y sacerdotal, nos detenemos ante todo en los momentos de la pasión, muerte y resurrección de Jesús, es decir, de su misterio pascual. El saludo de la Carta de san Pablo a los Romanos nos ayuda a conectar el anuncio del ángel a María y el contenido del evangelio de Dios para el que fue llamado a ser apóstol. Pablo es siervo de Jesús, «su Hijo, nacido de la estirpe de David según la carne, constituido Hijo de Dios en poder según el Espíritu de santidad por la resurrección de entre los muertos: Jesucristo nuestro Señor» (Rm 1,3-4; cf. 2Tm 2,8; Ap 22,16; Lc 1,31-33; 2S 7,1 ss.; Mt 9,27).

    En relación con la condición de María como Reina y su interpretación a la luz del Evangelio, conviene recordar algunos aspectos del Nuevo Testamento. Es una conclusión compartida por los exegetas que la predicación de Jesús, al menos antes de la confesión de Pedro en Cesarea de Filipo, estuvo centrada en el anuncio del reino de Dios. «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15). La actuación de Dios como rey es buena noticia para los pobres, indefensos y pecadores. Entra en el Reino el que escucha la Palabra de Dios y la cumple (cf. Lc 8,21; Mc 3,34-35). La Iglesia fue naciendo en la comunidad de los discípulos de Jesús, que escuchaban sus palabras (cf. Lumen gentium, 3). Después de la resurrección del Señor, los que creyeron el anuncio apostólico, se convirtieron de sus pecados y fueron bautizados, pasaron a formar parte del nuevo pueblo de Dios. A estos escribirá Pedro: «Vosotros sois un linaje elegido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios para que anunciéis las proezas del que os llamó de las tinieblas a su luz maravillosa. Los que antes no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios; los que antes no erais compadecidos, ahora sois objeto de compasión» (1P 1,9-10; cf. Col 1,12-13; Ap 1,6; 5,10; 20,6; 22,5) (cf. Lumen gentium 10, 13). La Virgen María fue dichosa porque creyó en Dios, porque recibió la Palabra de su Hijo, porque permaneció fiel; y así es miembro eminente del nuevo pueblo de Dios. En ella, humilde sierva del Señor, brilló el poder del Todopoderoso; por eso coronamos su imagen.

    En la pasión, Jesús compareció ante Pilato. Según el Evangelio de san Juan la cuestión dominante fue la realeza de Jesús. Pilato entra y sale del pretorio, y el movimiento exterior refleja la vacilación interna. En estos términos interroga el Procurador: «“¿Eres tú el rey de los judíos?”. Jesús le contestó: “¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?”. “Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho?”. Jesús le contestó: “Mi reino no es de mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí”. Pilato le dijo: “Entonces, ¿tú eres rey?” Jesús le contestó: “Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz”. Pilato le dijo: “Y ¿qué es la verdad?”» (Jn 18,33-38). La corona de espinas que pusieron los soldados a Jesús en la cabeza y el manto color púrpura consumó y coronó el escarnio: «¡Salve, rey de los judíos!» (Jn 19,3). En una tablilla, que primero llevó Jesús colgada al cuello señalando el motivo de ser condenado y después colocaron sobre la cruz, escribieron: «Jesús, el Nazareno, el rey de los judíos» (Jn 19,19). Los judíos reniegan de su rey y solo reconocen como rey al César (cf. Jn 19,15). Jesús es rey de una forma distinta; su reino no es de este mundo ni tiene la lógica de los reinos de este mundo. La presentación de Jesús por parte de Pilato como ecce homo, como el hombre desfigurado, como el rey ridiculizado y humillado, contrasta con su condición de Inocente, de Mesías, el Hijo de Dios (cf. Jn 19,4-5). Jesús es rey como siervo de Dios (cf. Is 53). Entregando la vida es Señor y Maestro (cf. Jn 13,12-15). Desde la cruz es rey. Muere perdonando, sin rencor ni acusaciones; ejerce el señorío del amor.

    “No así entre vosotros” (cf. Mc 10,43); no seáis como los señores de este mundo que hacen pesar el poder oprimiendo a otros. El primero entre vosotros será el servidor de todos; la autoridad es servicio. «Porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por la multitud» (Mc 10,45). Jesús recorre el camino de la cruz, enseñando a sus discípulos a qué tipo de señorío están llamados. A la luz de todo el itinerario de Jesús, podemos expresar la paradoja de su nacimiento como niño en Belén y de su crucifixión siendo el Hijo de Dios en los siguientes términos: La majestad divina yace humillada, la omnipotencia es débil, la eternidad está sometida al tiempo; el que es impasible, llora y padece; el bendito de Dios es excluido como blasfemo; el rico empobrecido para enriquecernos; el santo condenado como malhechor; el Señor lava los pies de sus discípulos y se hace siervo de todos.

    Pues bien, la originalidad de la realeza de Jesús manifiesta el sentido cristiano de la realeza de María. La forma en la que Jesús es Rey, eligiendo el servicio antes que el dominio, ilumina el significado de la coronación y de la dignidad real de la Virgen María. Aprendamos de Jesús en qué consiste su reinado.

    El sentido completo de la realeza de Jesús va unido a la cruz y a la resurrección. Su señorío está estrechamente vinculado al triunfo de la resurrección, a la victoria sobre el pecado y la muerte. La glorificación de Jesús muestra que realmente era el Mesías prometido, pero no como los hombres lo habían imaginado; que su Evangelio del amor, de la misericordia y del perdón es realmente la verdad; que Él no era malhechor ni blasfemo, sino el Hijo de Dios y el Servidor de todos con la entrega de su vida. En los discursos kerigmáticos de los Hechos de los Apóstoles se anuncia el poder de Jesús para cambiar la historia, cambiando el corazón de los hombres. «Sepa con certeza todo Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a ese Jesús a quien vosotros habéis crucificado» (Hch 2,36; 3,13-16; 13,32 ss.). El señorío de Jesús se manifiesta en forma de poder salvador. «A Jesús le vemos ahora coronado de gloria y honor por haber padecido la muerte» (Hb 2,9). Jesús fue rechazado por los jefes del pueblo, condenado a muerte, y subió a la cruz cargado con los pecados del mundo; pero Dios lo resucitó y lo hizo Señor y Mesías. El poder de Jesús inherente a su condición mesiánica es salvífico. Jesús, que se humilló haciéndose obediente hasta la muerte de cruz, ha sido exaltado por Dios por encima de todo nombre y poder; es el Señor ante el cual toda rodilla se dobla reconociendo su gloria (cf. Flp 2,6-11). En el libro del Apocalipsis, Jesús, en forma de Cordero que había sido degollado, está ante el trono de Dios como vencedor (cf. Ap 1,17-18; 5,6-13; 11,15; 15,3-4). «¡Gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo!» (1Co 15,57).

    En la historia luchan y padecen persecución los cristianos y la Iglesia, siguiendo las huellas de Jesús (cf. Jn 15,18-21). Pero unidos a Cristo y sus padecimientos (cf. Flp 3,10 ss.), aunque estemos amenazados, saldremos vencedores. «Un gran signo apareció en el cielo: una mujer vestida del sol, la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza» (Ap 12,1). Esta imagen representa al mismo tiempo a la Virgen y a la Iglesia. María terminó venciendo los acosos del dragón, ya que fue elevada al cielo y fue coronada de gloria. La Iglesia, porque lleva a Jesús, es también amenazada por el feroz enemigo. En todas las épocas de la historia, y en tantos rincones del mundo, es perseguida, pero siempre es sostenida por la fuerza de Dios. En las pruebas y persecuciones podemos acogernos confiadamente a Jesús, que venció y fue coronado de gloria; y también podemos acudir a María, que fue fiel siempre y ha sido coronada en el cielo. Ella es la “omnipotencia suplicante”. Su señorío de Reina lo ejerce intercediendo poderosamente por sus hijos.

    Para concluir, reproduzco la oración para la coronación de la imagen de la Virgen del Ritual reformado y enriquecido después del Concilio. El 25-3-1981 fue promulgado el Decreto por el que se instituyó el nuevo Rito para la coronación de las imágenes de la bienaventurada Virgen María7 . La parte doctrinal recuerda las razones teológicas: María es Madre del Hijo de Dios y Rey mesiánico (Lc 1,32-33.41-43; Col 1,16); es colaboradora insigne del Redentor; es perfecta discípula de Cristo, que unida fielmente a Cristo hasta la cruz mereció la “corona de la justicia” (2Tm 4,8), la “corona de la vida” (St 1,12; Ap 2,10), la “corona de gloria” (1P 5,4); es miembro eminente de la Iglesia (cf. 1P 2,9). El texto más significativo es una síntesis armoniosa de este trasfondo teológico de la realeza de María. Reproduzco lo más relevante: «Bendito eres, Señor, que dispersas a los soberbios y enalteces a los humildes…» «Tu Hijo, que voluntariamente se rebajó hasta la muerte de cruz, resplandece de gloria eterna y está sentado a tu derecha como Rey de reyes y Señor de señores; y la Virgen, que quiso llamarse tu esclava, fue elegida Madre del Redentor y verdadera Madre de los que viven, y ahora, exaltada sobre los coros de los ángeles, reina gloriosamente con su Hijo, intercediendo por todos los hombres como abogada de gracia y reina de misericordia. Mira, Señor, benignamente a estos tus siervos que, al ceñir con una corona visible la imagen de la Madre de tu Hijo, reconocen en tu Hijo al Rey del universo e invocan como Reina a la Virgen María. Haz que, siguiendo su ejemplo, te consagren su vida y, cumpliendo la ley del amor, se sirvan mutuamente con diligencia; que se nieguen a sí mismos y con entrega generosa ganen para ti a sus hermanos; que, buscando la humildad en la tierra, sean un día elevados a las alturas del cielo, donde Tú mismo pones sobre la cabeza de tus fieles la corona de la vida». La oración del Pontificale Romanum anterior, después de invocar a Jesucristo, Hijo unigénito del Padre, que tomó virginalmente carne de María, pide para quienes honren ante la imagen a la Reina de misericordia, ser librados de los peligros inminentes, ser perdonados, alcanzar la gracia deseada y gozar de la salvación perpetua. Salta a la vista la riqueza teológica del nuevo rito de coronación, cuando se compara con el del Pontificale Romanum (edición típica 1961-1962, p. 121). Se puede hacer una catequesis a partir del nuevo rito para la coronación, teológicamente rica y bíblicamente fundada, elocuente para la sensibilidad actual de los cristianos, impregnada de devoción y de amor a la Virgen.

    La coronación de la imagen de la Virgen es una expresión de la piedad popular, que tiene formas y arraigo legítimamente diferentes según las regiones de la Iglesia. En una Carta dirigida a los seminaristas , el papa Benedicto XVI escribió de una manera general sobre la piedad popular lo siguiente: «A través de la piedad popular, la fe ha entrado en el corazón de los hombres, formando parte de sus sentimientos, costumbres, sentir y vivir común. Por eso, la piedad popular es un gran patrimonio de la Iglesia». Si la piedad popular está purificada y orientada al centro de la fe cristiana, merece todo nuestro aprecio y nos ayuda a integrarnos más plenamente en el pueblo de Dios.

    La Coronación de nuestra Señora de la Victoria es un rito que manifiesta la fe en María, Madre del Hijo de Dios, Discípula de Jesús su Hijo, que la asoció singularmente al evento de la salvación en el Calvario, que fue elevada al cielo y coronada de gloria. Representar a María Virgen ceñida con la corona regia se remonta a los tiempos del Concilio de Éfeso (431); y coronar las imágenes de la Virgen es una costumbre tradicional, sobre todo desde finales del siglo XVI. ¡Que el gesto exterior de ceñir la cabeza de nuestra Señora vaya unido a actitudes de fe, devoción y deseo de escuchar la Palabra de Dios y ponerla en práctica!


    Notas:

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    [1]  Sobre el Rosario, cf. Juan Pablo II, Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, 16-10-2002 . André Duval, Rosarie, en: Dictionnaire de Spiritualité 13, cols. 937-980.
    [2]  Cf. Walter Grundmann, stéfanos (corona), en: Grande Lessico del Nuovo Testamento, XII, cols. 1112-1121. Tertuliano, en su escrito De corona, rechaza ásperamente el uso no cristiano de la corona. Jesucristo, en lugar de llevar corona de honor, llevó una de espinas (cf. Mt 27,29; Mc 15,17; Jn 19,2.5). La advertencia de Tertuliano y el recuerdo de la corona ignominiosa que impusieron a Jesús en su pasión son una interrogación permanente para los cristianos. Cuando Jesús es exaltado como «Rey de reyes y Señor de los señores» (Ap 19,11-16), ya ha vencido al pecado y a la muerte; es el Cordero degollado que está ante el trono de Dios (cf. Ap 4,2-5.14). Siguiendo a Jesús, el cristiano rehúsa ponerse la corona, ya que es don escatológico de Dios al creyente que ha superado las pruebas. El triunfo del cristianismo con Constantino, que venció amparado con el signo de la cruz, abrió otro horizonte. «Cruz, monograma de Cristo (XP), y corona, en recíproca conexión, han adquirido una importancia fundamental en el lenguaje simbólico de la cristiandad antigua» (Grande Lessico, col. 1132). La acogida del símbolo de la corona en el cristianismo, por ejemplo en estandartes, escudos o banderas, se basa en el modo de entender la corona el Nuevo Testamento como corona de la victoria, que viene concedida por Dios a quienes han permanecido fieles hasta la muerte. Según confesión de su autor José Gil-Nogués, el logotipo de la Jornada Mundial de la Juventud celebrada en Madrid en el mes de agosto de 2011 se inspira en la corona de la Virgen María, rematada con una cruz. Recordemos que el emblema de la Unión Europea con las doce estrellas alude al signo de la mujer «vestida de sol, la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza» (Ap 12,1). Las doce estrellas significan en el Apocalipsis las doce tribus de Israel; hoy significarían los pueblos que componen la Unión Europea.
    [3]  (cf. Gabriel María Roschini, Maria Santísima nella Storia della salvezza, II, Roma 1969, pp. 391 ss.). He aquí algunos textos venerables sobre el fundamento de la realeza de María recogidos por Roschini. «A su Madre siempre Virgen, de cuyo seno el mismo Dios existente revistió la forma humana, el día de hoy, como Reina del género humano, la traslada desde la morada terrena» (san Andrés de Creta). «Siéntate, oh Señora, ya que tú eres Reina y más excelsa que todos los reyes; te corresponde sentarte en el lugar más alto. He aquí por qué a ti como la Reina del universo ofrezco el primer puesto» (san Germán de Constantinopla). «Tiene el dominio sobre todas las cosas por el hecho de ser Madre de Dios, Creador, Artífice y Señor del universo». «Sube del sepulcro al tálamo nupcial para reinar gloriosamente con su Hijo Dios». La Reina del cielo, desde su reino, «rige y dirige nuestras cosas y nos orienta hacia el puerto de su divina voluntad y hacia la bienaventuranza futura» (san Juan Damasceno). Cf. Roschini, “María”, en: Bibliotheca Sanctorum VIII, cols. 814-932. «Íntimamente unido con el triunfo de la asunción está también el triunfo de la realeza de María» (col. 857). La coronación solemne de las imágenes de María se remonta al siglo XVII. «Este uso fue inaugurado por Clemente VIII con la coronación de la imagen venerada en Santa María la Mayor» (col. 917). Con el fin de que tales celebraciones de coronación fueran más solemnes, las precedía un decreto de la Santa Sede. En 1933, el capuchino Anselmo de Reno Centese llegó a contar hasta 176 imágenes de la Virgen veneradas y coronadas fuera de Roma. En la piedad popular, el enunciado del quinto misterio glorioso del Rosario sobre la coronación de la Virgen es variado: “La coronación de la Virgen María como Reina y Señora de todo lo creado”; “La coronación de nuestra Señora como Reina de los cielos y tierra”; “La coronación de la Virgen como Reina y Señora de los ángeles y los santos”. En todos los enunciados aparece la universalidad de su señorío y realeza.
    [4]  María en la Escritura y en la fe de la Iglesia, Madrid 1979. «La gebirá no gobierna. Se limita a interceder» (p. 164; cf. 1R 2,20, súplica de Betsabé a Salomón). «María, como gebirá mesiánica, no gobierna, intercede: las necesidades de sus hijos las lleva con corazón materno hasta el trono del Rey» (p. 166). Subraya el P. Pozo la coincidencia temporal entre la Fiesta de María como Reina, establecida por Pío XII para el 31 de mayo, y la Fiesta de María, Medianera de todas las gracias, que ya venía celebrándose. La reforma promovida por el Concilio Vaticano II cambió la fecha, como veremos, dándole un sentido más próximo a la relación de María con Jesucristo. A san Pedro de Mezonzo, obispo de Compostela a finales del s. X, se debe la preciosa oración llamada “La Salve”. Las primeras palabras son «Dios te salve, Reina y Madre de misericordia». Porque es la Madre del Señor, podemos invocarla como nuestra Madre y Reina intercesora por nosotros ante su Hijo Jesucristo. La gebirá tiene un puesto oficial en la corte de Judá; su existencia, en cambio, no está atestiguada directamente en el Reino del Norte. «El título comportaba una dignidad y poderes particulares. Betsabé ha sido ciertamente gebirá bajo Salomón; este la recibe con gran honor y hace que se siente a su derecha (1R 2,9)» (p. 124; cf. Ct 3,11). El poder de la gebirá no se reducía al ascendiente que una madre tenía ante su hijo; era también su “señora-madre”. El acceso al trono supone una elección divina. Los ritos de la entronización del rey eran en general la imposición de las insignias, corona, diadema, brazaletes, cetro; la unción, la aclamación, la entronización y el homenaje (cf. 1R 1,32-48; 2R 11,12-20). A la luz de la institución gebirá, se comprende que vayan unidos los nombres de María “Madre y Reina de la Iglesia” (cf. Pozo, o. c., pp. 166 s.).
    Sobre reina-madre (gebirá), cf. Henri Cazelles, “La mère du Rois-Messie dans l’Ancien Testament”, en: Maria et Ecclesia, Roma 1959, pp. 39-56. Roland de Vaux, Instituciones del Antiguo Testamento, Barcelona 1964, pp. 172-174. Cándido Pozo, “La regalità di Maria in una prospettiva biblica”, en: Mater Ecclesia 9, 1973, pp. 134-137. Stefano de Fiores, “Maria regina: significato teologico attualizato”, en: Maria, presenza viva nel popolo di Dio, Roma 1980, pp. 61-62. Varios, “Reina”, en Nuevo Diccionario de Mariología, pp. 1715-1716 (Aristide Serra); 1725-1726 (Stefano de Fiores).
    [5]  (p. 505). Pablo VI escribió en la Exhortación Apostólica Marialis cultus (2-2-1974), 6: «La solemnidad de la Asunción posee una prolongación festiva en la celebración de la bienaventurada María Virgen Reina, que tiene lugar ocho días después, y en la cual se contempla a aquella que, sentada al lado del Rey de los siglos, resplandece como Reina e intercede como Madre». Así comenta la Fiesta de María Reina Enzo Lodi: «El título de María Reina significa no tanto una posición jurídica de mando, sino más bien un atributo de su maternidad divina, a saber, una trasposición de la dignidad materna al plano del servicio y no del dominio. María es reina porque es madre del Rey de los reyes (cf. Is 9,1-16)» (I Santi del Calendario Romano, Cinisello Balsamo, Milán 1990, p. 381). En el prefacio que reproduce en la p. 383 leemos: «Tú has querido coronar a la Madre de Cristo con una diadema real para poder demostrar a sus hijos un auxilio más fuerte, su benevolencia y su amor».
    La Fiesta de Cristo Rey instituida por Pío XI con la Encíclica Quas primas del 11-12-1925 para proclamar solemnemente la realeza social de nuestro Señor Jesucristo sobre el mundo, frente al laicismo que niega la realeza de Cristo y quiere organizar la vida social como si Dios no existiera, se celebraba antes el último domingo del mes de octubre. Con la reforma litúrgica por mandato del Vaticano II, pasó la Fiesta al último domingo del año litúrgico. En el proceso de la reforma se quiso que «la fiesta de Cristo Rey conservara también su carácter social» (Annibale Bugnini, La reforma de la liturgia (1948-1975), Madrid 1999, p. 272). La Fiesta es una recapitulación de lo celebrado en el Año litúrgico, que tiene su centro en el misterio pascual de Jesucristo. Después de la institución de la Fiesta de Cristo Rey empezó un movimiento a favor de una Fiesta de la realeza de María. El movimiento internacional Pro regalitate Mariae surgió en Roma en 1933 por obra de María Desideri y adquirió pronto grandes dimensiones. En la persecución religiosa en España durante el decenio de los treinta del siglo XX, el grito de “¡Viva Cristo Rey!” fue signo específico de los católicos que públicamente confesaban su fe, incluso en el martirio. Esta aclamación sin connotación política se popularizó en la persecución de los “cristeros” durante los años veinte en México, de donde pasó a España. Como los cristianos en las persecuciones de los primeros siglos de la Iglesia murieron confesando “Jesus Kýrios”, así en un tiempo próximo al nuestro muchos cristianos arriesgaron y dieron la vida como testigos fieles de Jesucristo gritando “¡Viva Cristo Rey!”.