Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Conferencia

XXIII Semana de Teología Pastoral “Recibir el Concilio 50 años después”, organizada por el Instituto Superior de Pastoral de la Universidad Pontificia de Salamanca

La Iglesia,
misterio de comunión y de misión

24 de enero de 2012


Temas: Concilio Vaticano II (memoria y Papas) e Iglesia (Misterio: sacramento de salvación y Pueblo de Dios: misión) (“Lumen gentium”).

Publicado: BOA 2012, 34.


  • 1. Memoria agradecida y responsable del Concilio Vaticano II
  • 2. Los Papas ante el Concilio
  • 3. La Lumen gentium, eje del Concilio Vaticano II
  • Notas

    1. Memoria agradecida y responsable del Concilio Vaticano II

    |<  <  >  >|Notas

    Lumen Christi, Lumen Ecclesiae, Lumen gentium; en estas expresiones resuena la aclamación de la Vigilia Pascual en la que Jesucristo resucitado es proclamado por la asamblea como Luz; igualmente recuerdan las palabras del Canto de Simeón, un anciano justo cargado de años, de experiencias y de esperanzas, que al tomar en sus brazos a Jesús cuando María su Madre y José lo introducían en el templo para presentarlo al Señor, bendiciendo a Dios saludó al Niño como Gloria de Israel y Luz de las naciones.

    Además de este trasfondo bíblico-litúrgico, las tres expresiones concatenadas remiten a una propuesta del cardenal Leo Jozef Suenens, arzobispo de Malinas-Bruselas, según contó después él mismo, presentada a Juan XXIII en el mes de marzo de 1962, pocos meses antes de la inauguración solemne del Concilio Vaticano II1 . Suenens temía que la numerosa Asamblea conciliar se dispersara en una selva de unos 70 esquemas dispares entre sí; y echaba de menos un proyecto arquitectónico que articulara los diversos temas. Juan XXIII invitó inmediatamente al Cardenal a que intentara él integrar esas diferentes perspectivas en una visión de conjunto; el mismo Papa le sugirió que comunicara el marco general diseñado a algunos cardenales relevantes, Montini, Liénart, Döpfner, Siri, Lercaro, que le expresaron unánimemente su apoyo. Al final del periodo primero, el 4-12-1962, intervino en el aula conciliar el arzobispo de Malinas. Anteriormente, el mismo Juan XXIII había utilizado algunos puntos del proyecto de Suenens en el radiomensaje del 11-9-1962 y en el discurso de la solemne apertura del Concilio justamente un mes después, el 11-10-1962. En el radiomensaje, aludiendo a la liturgia de la luz al comienzo de la Vigilia Pascual, escribió: «He aquí que su nombre resuena: “Lumen Christi”. La Iglesia de Jesús, desde todos los rincones de la tierra, responde: “Deo gratias”, como si dijera: “Sí, Lumen Christi, Lumen Ecclesiae, Lumen gentium”». Incluso podríamos ir más allá para confesar con el Credo nicenoconstantinopolitano que el Hijo Jesucristo es “Luz de Luz” (Lumen de Lumine), ya que el Padre es la Luz ingénita.

    Las primeras líneas de la Constitución sobre la Iglesia Lumen gentium recuerdan esa transmisión de la luz, que es Cristo, que recibe la Iglesia e irradia sobre la humanidad. «Cristo es la luz de los pueblos; por eso, este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea vehementemente iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo, que resplandece sobre el rostro de la Iglesia, anunciando el Evangelio a todas las criaturas (cf. Mc 16,15)» (n. 1). La Iglesia puede iluminar a la humanidad en la medida en que ella sea iluminada por Jesucristo, que es la Luz del mundo. La Iglesia existe en permanente referencia a Jesucristo, de quien procede, y a la humanidad, a la que es enviada. Radicación en el misterio de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y misión al mundo constituyen su identidad en dinamismo. La Iglesia es comunión y misión; la misión de la Iglesia es su identidad en movimiento. El pasaje de 2Co 3,16-4,6 está en el fondo del exordio de Lumen gentium, según ha mostrado Francisco Esplugues Ferrero.

    ¿Cómo viví yo el Concilio? Perdonad esta comunicación personal. Era seminarista en Ávila, donde recibí la ordenación de presbítero el 18-2-1967. El querido y admirado rector del Seminario, D. Baldomero Jiménez Duque, nos hablaba del Concilio con frecuencia, bien informado por sus lecturas y por numerosas relaciones personales; él mismo fue consultado por obispos españoles. Sus charlas nos transmitían esperanza y entusiasmo. Las revistas Ecclesia e Informations Catholiques Internationales eran seguidas en el Seminario con gran interés. El periódico Ya era, más que leído, devorado con apasionamiento. Entre las etapas conciliares iban apareciendo los volúmenes de Un periodista en el Concilio de José Luis Martín Descalzo, del clero de Valladolid, y en aquellos años corresponsal de La Gaceta del Norte, que ultimaba en el Hogar Sacerdotal de la Diócesis de Bilbao, donde habitualmente residía. Eran vendidos como rosquillas y leídos con fruición por el estilo literario tan bello, por el aliento que comunicaban y por la información teológica fundada y digerida para ser asimilada por un amplio espectro de destinatarios. De cada volumen se publicaron muchas ediciones. Conservo como un recuerdo muy apreciado la edición de PPC de la Constitución Lumen gentium aparecida con diligente prontitud en diciembre de 1964, pocas semanas más tarde de su aprobación el 21-11-1964. El folleto está firmado por los teólogos Yves Congar y Jean Daniélou, que participaron en la Semana de Misionología de Burgos del verano de 1965, y cuya firma pedíamos los seminaristas con no menor ilusión que los forofos a un deportista idolatrado.

    Desde el anuncio del Concilio por Juan XXIII, me sentí profundamente inmerso y entusiasmado. No tengo otros espacios teológicos realmente vitales. La orientación teológica precedente me cogió con pocos años y tenía la persuasión de que estaba llegando a su fin; no he tenido que hacer reconversión teológica alguna. La moda de los folios improvisados como textos teológicos y la fácil contraposición entre preconciliar y conciliar fueron comprensibles pero pasajeras. Hasta el mismo estilo literario ejercía sobre nosotros un atractivo especial, comparado con el de la Teología neoescolástica. Yo personalmente me he visto siempre, y con gratitud a Dios, dentro del horizonte conciliar; obviamente recorriendo las diversas fases de su recepción posterior, desde algunas reformas aprobadas ad experimentum hasta la creciente consolidación y serenidad. Mi experiencia es que cuando se relee el Concilio desde la perspectiva un poco cambiante en que nos sitúa el paso del tiempo se descubren matices nuevos antes inadvertidos; y al mismo tiempo se valoran con mayor nitidez las grandes aportaciones conciliares. Podemos afirmar que lo mismo se manifiesta desde otro lado. El Concilio ha sido un don inmenso de Dios a la Iglesia de nuestro tiempo y para mucho más que nuestro tiempo; hemos contraído con él una deuda impagable, que debemos asumir con la consiguiente responsabilidad. Cada lectura nos sorprende por los contenidos y las llamadas. Frente a la sordina que desde hace algunos años se pone al Concilio en ciertos ámbitos eclesiales, estoy convencido de que debemos hacer un nuevo acto de confianza en Dios, que providencialmente habló a la Iglesia en el Concilio y cuyos ecos llegan hasta nosotros. Sería incomprensible la Iglesia actual sin el Concilio Vaticano II. ¿Cómo podría afrontar la misión en nuestro tiempo sin la ingente obra de renovación y de reforma propiciada por el Concilio?

    Ha sido muy oportuna la convocatoria del papa Benedicto XVI en la Carta Apostólica Porta fidei (11-10-2011) para celebrar el Año de la fe, con ocasión de los 50 años de la apertura solemne del Concilio (11-10-1962), y de los 20 de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica (11-10-1992) , que «es uno de los frutos más importantes del Concilio Vaticano II» (Porta fidei, 11). Eso recuerda lo que escribió Juan Pablo II en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte, 57 (6-1-2001): «A medida que pasan los años, aquellos textos no pierden su valor ni su esplendor». «Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza». Y reafirma Benedicto XVI lo que él mismo había dicho en un Discurso a la Curia Romana (22-12-2005) , pocos meses después de haber sido elegido obispo de Roma y sucesor de Pedro: «Si lo leemos y acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia» (n. 5). Dentro del Año de la fe se sitúa la Asamblea General del Sínodo de los Obispos en el próximo mes de octubre de 2012 sobre el tema “La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana” . La evangelización supone la fe y fortalece la fe. El Vaticano II, y en su onda expansiva el Catecismo de la Iglesia Católica, unen estrechamente evangelización y cultivo de la fe para ser vivida y transmitida. Jesucristo, que camina también junto a los hombres de nuestra generación, convoca a la Iglesia y le confía el anuncio del Evangelio con un encargo que es siempre nuevo. «También hoy es necesario un compromiso eclesial más convencido a favor de una nueva evangelización, para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe» (Porta fidei, 7). Sin una conversión renovada al Señor, no superaremos un cierto “cansancio de la fe” que parece aquejar a nuestra generación, como diagnosticaron acertadamente los Lineamenta para el próximo Sínodo . Evangelizar supone fe convencida y gozosa en el Evangelio y anunciarlo con novedad de espíritu. ¿Cómo podrán los nuevos evangelizadores transmitir las buenas noticias sobre Dios con aire entristecido y actitud resabiada? A nueva evangelización, nuevos evangelizadores.

    Para profundizar en la recepción del Vaticano II dentro del itinerario de la Iglesia en nuestro tiempo, necesitamos, además de una renovada confianza en el mismo Concilio, poner en actuación convergentemente diversos ingredientes: una lectura detenida y leal de los textos conciliares; situarlos en el “espíritu” que los anima sin diluirlos; recordar los objetivos que se propuso y persiguió el Concilio; tener presentes las orientaciones de los Papas que lo convocaron y presidieron; excluir toda pretensión de convertir el Concilio en un comienzo absoluto, ya que se sitúa en la continuidad de la historia de la Iglesia. Los padres conciliares buscaron un auténtico consenso eclesial, no una componenda superficial; por eso, cuando un texto era rechazado por muchos proseguía la búsqueda hasta alcanzar la unanimidad moral. Un porcentaje del 98,5% como media aprobó los documentos. Se debe renunciar a todo intento de construir una imagen de Iglesia seleccionando los textos que convienen y dejando al lado los renuentes a ser integrados en esa imagen prefijada, ya que los mismos padres conciliares aprobaron los documentos en su totalidad; y tener el valor y la humildad para reconocer que en la aplicación del Concilio no siempre se ha tenido el mismo acierto, y por supuesto tampoco cuando se trata de iniciativas particulares. El Papa ha enseñado una hermenéutica de reforma en la continuidad, que se opone a una hermenéutica de ruptura, bien porque niegue la legitimidad de la renovación o bien porque pretenda establecer un corte con la historia precedente. Para su interpretación debe ser secundario el estado de ánimo que durante el Concilio fue en general de optimismo e ilusión; posteriormente hemos sido probados en diversos momentos en la esperanza cristiana, que no se identifica con la euforia ni la ilusión. El papel todo lo aguanta y los proyectos entusiasman más fácilmente que la realidad cotidiana. ¿No es verdad que el tiempo va cribando propuestas y la vida de los cristianos refrenda con su instinto de fe unas y excluye otras? ¿No es oportuno recordar que la paciencia es “la forma cotidiana del amor”?2.

    El Concilio buscó la renovación de la Iglesia volviendo a sus orígenes y mirando a su misión en nuestro tiempo. Es curioso que aspectos que producían la impresión de nuevos, en realidad eran recuperación de la Tradición más genuina de la Iglesia. El impacto de lo nuevo en ocasiones deslumbra y deja en penumbra aspectos de la realidad que más tarde deberán ser reequilibrados. Por ejemplo, el redescubrimiento del bautismo como fundamento y expresión de la común vocación cristiana oscureció bastante durante algún tiempo las vocaciones específicas al ministerio sacerdotal y a la vida consagrada. En este proceso de armonización debemos insertarnos eclesialmente, si no queremos parar el reloj de la historia en etapas ya superadas.

    A continuación quiero presentar las orientaciones, aspiraciones, objetivos y métodos que transmitieron legítimamente a los padres conciliares los papas Juan XXIII y Pablo VI. Recojo algunos aspectos más significativos que aparecen en sus intervenciones mayores.

    2. Los Papas ante el Concilio

    |<  <  >  >|Notas

    La Constitución Apostólica Humanae salutis del papa Juan XXIII por la que convocó el Concilio ecuménico Vaticano II (25-12-1961) , que había anunciado públicamente pocos meses después de su elección (25-1-1959), situó en la órbita misionera, en un sentido amplio, la magna Asamblea. Nuestro Señor «Jesucristo, antes de subir a los cielos, ordenó a los Apóstoles predicar el Evangelio a todas las gentes y les hizo como apoyo y garantía de su misión la consoladora promesa: “Mirad que yo estoy con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos” (Mt 28,20). Esta gozosa presencia de Cristo, viva y operante en todo tiempo en la Iglesia santa, se ha advertido sobre todo en los periodos más agitados de la humanidad» (Humanae salutis, 1-2). Aunque la empresa sea ardua, la confianza en el Señor es fuente de valentía humilde que vence los miedos y supera los obstáculos.

    El Papa expresa la tarea de la Iglesia en la situación presente de la humanidad con las siguientes palabras: «Lo que se exige hoy de la Iglesia es que infunda en las venas de la humanidad actual la virtud perenne, vital y divina del Evangelio» (n. 2). La misión es clave fundamental para comprender el Vaticano II. La Iglesia, consciente de la magnitud del desafío apostólico planteado, en lugar de lamentar las tinieblas densas del mundo, prefiere «poner toda nuestra firme confianza en el divino Salvador de la humanidad, quien no ha abandonado a los hombres por Él redimidos» (n. 3). La confianza en el Señor transmite a la Iglesia esperanza, serenidad y decisión misionera. En medio de retraimientos del entorno inmediato, el Papa ha acogido como venida de lo alto la íntima voz de su espíritu, y juzgó llegado el tiempo de ofrecer a la Iglesia y al mundo el «nuevo don de un Concilio» (n. 6). El próximo Sínodo, prosigue Juan XXIII, se va a reunir en un momento en que la Iglesia anhela fortalecer su fe, dar mayor eficacia a su sana vitalidad, promover la santificación de sus miembros y aumentar la difusión de la verdad revelada. «Será esta una demostración de la Iglesia siempre viva y siempre joven, que percibe el ritmo del tiempo, que en cada siglo se adorna de nuevo esplendor e irradia nuevas luces» (n. 6). Desea ser siempre fiel a la imagen divina que imprimió en su rostro su Señor Jesucristo, que la ama y protege. Dos objetivos explicita entonces el Papa: Rehacer la unidad visible de todos los cristianos y ofrecer al mundo la posibilidad de fomentar pensamientos y propósitos de paz. Espera que el próximo Concilio sirva en todas sus tareas «para la edificación del Cuerpo místico de Cristo y el cumplimiento de su misión sobrenatural» (n. 9). «Sabe (la Iglesia) que iluminando a los hombres con la luz de Cristo hace que los hombres se conozcan mejor a sí mismos. Porque les lleva a comprender su propio ser, su propia dignidad y el fin que deben alcanzar» (n. 10). Confianza en Jesús, certeza de que la Iglesia con la gracia de Dios será fiel a la misión confiada, y amor a la humanidad en su situación concreta con luces y sombras son el horizonte del Concilio.

    Soñó Juan XXIII con un nuevo Pentecostés que reavive el primero en que descendió el Espíritu Santo cuando la Iglesia naciente se encontraba reunida en oración. Durante años rezamos los cristianos en todos los rincones de la Iglesia la oración compuesta por el Papa: «Renueva en nuestro tiempo los prodigios de un nuevo Pentecostés, y concede que la Iglesia santa, reunida en unánime y más intensa oración en torno a María, Madre de Jesús, y guiada por Pedro, propague el Reino del Salvador divino, que es reino de verdad, de justicia, de amor y de paz» (n. 21). La perspectiva evangelizadora engloba otras tareas que deberá acometer el Concilio; pero el norte fue poner la vitalidad del Evangelio en contacto con la humanidad actual.

    En el Discurso de apertura, pronunciado el día 11-10-1962, señala algunos aspectos que deben caracterizar la manera de afrontar el Concilio su inmensa responsabilidad. Reconoce que los tiempos modernos son preocupantes, pero sin cerrar los ojos ante ellos «disentimos de esos profetas de calamidades que siempre están anunciando infaustos sucesos como si fuese inminente el fin de los tiempos» (n. 10). San Agustín respondía a los que se quejaban de los malos tiempos presentes y añoraban los pasados supuestamente mejores que en realidad se ensalzan los tiempos pasados porque no son los nuestros. Podemos estar siempre huyendo, o hacia el pasado por la nostalgia o hacia el futuro por la utopía. A la historia, con su presente, pasado y futuro, ha enviado Dios a su Hijo para salvarnos. «La Iglesia, iluminada por la luz de este Concilio —tal es nuestra firme esperanza— acrecentará sus riquezas espirituales; sacando acopio de nuevas energías, mirará intrépida al porvenir» (n. 7). Al Concilio incumbe que el tesoro de la doctrina cristiana sea custodiado y sea enseñado de forma cada vez más eficaz. No se convoca el Concilio para anatematizar herejías, cortar graves abusos o reformar las costumbres. El Concilio afronta la totalidad de la vida de la Iglesia para renovarla, ponerla al día (aggiornamento) y hacerla más disponible a la misión del Señor en nuestro tiempo. Debe ser un estilo «prevalentemente pastoral» (n. 14) (cf. Discurso del 8-12-1962, 19). En consonancia con la modalidad de un magisterio de carácter pastoral y mirando al mundo con los ojos compasivos del Señor, manifiesta abiertamente el Papa su convicción de cara al Concilio: «En nuestro tiempo la Iglesia de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia más que la de la severidad» (Discurso del 11-10-1962, 7). La Iglesia en Concilio quiere levantar la antorcha de la verdad, «como madre amable de todos, benigna, paciente, llena de misericordia y de bondad». Con humildad y apoyándose en el Señor, como un día Pedro, dice «al género humano, oprimido por tantas dificultades: “No tengo oro ni plata, pero te doy lo que tengo. En nombre de Jesús de Nazaret, levántate y anda”» (n. 16).

    Pablo VI, el cardenal Montini anteriormente arzobispo de Milán, en el Discurso de apertura del segundo periodo conciliar, el día 29-9-1963, evoca a Juan XXIII, “de feliz e inmortal memoria”, “amable y majestuosa figura”, y recuerda las orientaciones dadas por él, «a quien podemos llamar, con razón, autor del Sínodo» (Discurso del 7-12-1965). Confía Pablo VI en ser fiel a «la intención inicial y fundamental» de donde brotó el propósito que había de conformar el futuro Concilio. Pablo VI, con sublime mirada cristológica, dirá al comenzar su Discurso primero como papa: «Que no se cierna sobre esta reunión otra luz si no es Cristo, luz del mundo; que ninguna otra verdad atraiga nuestros ánimos fuera de las palabras del Señor, único Maestro; que ninguna otra aspiración nos anime si no es el deseo de serle absolutamente fieles; que ninguna otra esperanza nos sostenga sino aquella que conforta, mediante su palabra, nuestra angustiosa debilidad: “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos” (Mt 28,20)».

    Echando una mirada hacia el camino recorrido, aseguró Pablo VI, el 7-12-1965, víspera de la solemne clausura del Concilio Vaticano II: Se dirá que en el Concilio la Iglesia se ha ocupado principalmente de sí misma, «pero esta introspección no tenía a ella como fin. La Iglesia se ha recogido en su íntima conciencia espiritual, no para complacerse, o dedicarse a reafirmar sus derechos, sino para hallar en sí misma, viviente y operante en el Espíritu Santo, la palabra de Cristo, y sondear más a fondo el misterio para reavivar en sí la fe, que es el secreto de su seguridad y de su sabiduría, y reavivar el amor que le obliga a cantar sin descanso las alabanzas de Dios» (n. 5). Y un poco más abajo: «Tal vez nunca como en esta ocasión ha sentido la Iglesia la necesidad de conocer, de acercarse, de comprender, de penetrar, de servir, de evangelizar a la sociedad que la rodea; y de seguirla, por decirlo así, de alcanzarla casi en su rápido y continuo cambio» (n. 6). «El Concilio ha enviado al mundo contemporáneo, en lugar de deprimentes diagnósticos, remedios alentadores; en vez de funestos presagios, mensajes de esperanza; sus valores no solo han sido respetados, sino también honrados; sostenidos sus incesantes esfuerzos; sus aspiraciones, purificadas y bendecidas» (n. 9).

    La intención fundamental del Concilio ha sido la renovación de la Iglesia para cumplir más adecuadamente la misión confiada por Jesucristo en la hora presente de la humanidad. Los fines del Concilio, recogidos en el primer párrafo del documento primero aprobado, la Constitución sobre la Sagrada Liturgia —comienzo no solo cronológico sino también vital del Concilio—, son cuatro: acrecentar la vida cristiana de los fieles, adaptar al tiempo presente las instituciones sujetas a cambio, promover la unidad de los que creen en Cristo, e invitar a todos los hombres al seno de la Iglesia, familia de los hijos de Dios y morada del Evangelio. Fue un Concilio de renovación de la vida cristiana para la glorificación de Dios y la santificación de los hombres, en que consiste el fin de la misión de la Iglesia recibida de Jesucristo; fue un Concilio de reforma para que aparezca con mayor claridad que la Iglesia camina siempre con la humanidad, y cuida de que la extrañeza de la cruz de Jesucristo no se confunda con el anacronismo de las formas de los cristianos; fue un Concilio unionista porque la unidad de los cristianos es básica para que el mundo crea (cf. Jn 17,20-21). El Concilio afirmó que el misterio de comunión, que es la Iglesia, debe sostener siempre el misterio de la misión, que es su identidad en ejercicio.

    Juan Pablo II agradeció a Dios el don que fue el Concilio para la Iglesia, para la humanidad entera y personalmente para él, pues pudo tomar parte desde el primer día hasta el final. Frente a algunas reservas que acá y allá se insinúan en relación con el Concilio, es oportuno que recojamos su testimonio personal, como padre conciliar y como papa. Estas son sus palabras: «El Concilio Vaticano II ha sido un gran don para la Iglesia, para todos los que han tomado parte en él, para la familia humana entera, un don para cada uno de nosotros»3. En el Sínodo extraordinario de 1985 se celebró su memoria dando gracias a Dios, se hizo un balance de su recepción y se impulsó de nuevo hacia el futuro. Es verdad, se debe distinguir entre lo que ha venido “post”, después del Concilio, y lo que ha acontecido “propter”, es decir, a causa de él. Se debe defender el Concilio de interpretaciones tendenciosas; de una hermenéutica que tendiera a dividir la historia de la Iglesia en dos partes, la anterior al Concilio y la posterior al mismo. El Concilio es un acontecimiento de inmensas dimensiones que forma parte relevante de la historia de la Iglesia. Debe ser interpretado en la tradición viviente y veinte veces secular de la Iglesia, con fidelidad a la continuidad con el pasado y sin minusvalorar su novedad a que abre el Espíritu Santo vivificador. No es novum absoluto. Que no haya pronunciado definiciones dogmáticas no quiere decir que posea escasa trascendencia4. «Sí, el Concilio tuvo algo de Pentecostés: dirigió al episcopado de todo el mundo, y por tanto a la Iglesia, sobre las vías por las que había de avanzar al final del segundo milenio» (ibíd., p. 164). «Lo que el Espíritu Santo dice supone siempre una penetración más profunda en el eterno Misterio… El hecho mismo de que aquellos hombres convocados por el Espíritu Santo constituyeran durante el Concilio una comunidad especial que escucha unida, reza unida, y unida piensa y cree, tiene una importancia fundamental para la evangelización, para esa nueva evangelización que con el Vaticano II tuvo su comienzo. Todo eso está en estrecha relación con una nueva época en la historia de la humanidad y también en la historia de la Iglesia» (p. 166).

    En la Carta Apostólica Tertio millennio adveniente (10-11-1994) escribió Juan Pablo II de cara al Jubileo del año 2000: «El Concilio Vaticano II constituye un acontecimiento providencial, gracias al cual la Iglesia ha iniciado la preparación del Jubileo del segundo milenio. Un Concilio centrado en el misterio de Cristo y de su Iglesia, y al mismo tiempo abierto al mundo» (n. 18; cf. Novo millennio ineunte, 2). «El tema de fondo (de los Sínodos) es el de la evangelización, mejor todavía, el de la nueva evangelización» (n. 21). Es inimaginable la Iglesia actual sin el Concilio Vaticano II. La recepción del Concilio debe continuar, y hace el Papa al respecto algunas preguntas básicas sobre la asimilación de las cuatro constituciones conciliares. Esta recepción debe ser al mismo tiempo fiel y lúcida para practicar el adecuado discernimiento (n. 36). La apertura al mundo, en diálogo respetuoso y cordial, debe estar al servicio de la misión, y no ser trampa para la secularización interna de la Iglesia. El diálogo está al servicio de la evangelización; no es una puerta abierta a la claudicación.

    La Carta Apostólica Novo millennio ineunte (6-1-2001) invita confiadamente a “remar mar adentro” (cf. Lc 5,6) en el tercer milenio. De nuevo el Concilio aparece al contemplar el Papa el horizonte del siglo XXI. «Después de concluir el Jubileo siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza» (n. 57). Necesitamos volver con renovada confianza al Vaticano II. Sus potencialidades no están agotadas, ni mucho menos. Cada vez que se releen sus textos se descubren nuevas perspectivas, luminosas sugerencias y nuevas llamadas. A la responsabilidad eclesial de sus pastores debe responder la disponibilidad receptiva de los cristianos. Puede haber apreciaciones sobre situaciones históricas que quizá maticemos actualmente, pero el conjunto es admirable. «A medida que pasan los años, aquellos textos no pierden su valor ni su esplendor» (ibíd., 57).

    3. La Lumen gentium, eje del Concilio Vaticano II

    |<  <Notas

    La Constitución Dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium es la auténtica columna vertebral del magisterio del Vaticano II, cuyo tema abarcador es la Iglesia, ya que había llegado el momento en el calendario de su historia de darse «una definición más meditada de sí misma» (Pablo VI, Discurso de apertura del segundo periodo, 29-9-1963, 16). Y en el Discurso del 21-11-1964 mostró su satisfacción porque «se ha estudiado y definido la doctrina sobre la Iglesia; de esta forma se ha completado la obra doctrinal del Concilio ecuménico Vaticano I, se ha explorado el misterio de la Iglesia y se ha delineado el designio divino sobre su constitución fundamental» (n. 3)5.

    De acuerdo con la orientación pastoral del papa Juan XXIII, tiene un estilo literario diferente al usual en concilios ecuménicos precedentes. No es defensivo ni menos polémico. Aunque no haya procedido con “definiciones” y “anatemas”, no quiere excluir de su enseñanza la suprema calificación, por ejemplo cuando trata en Lumen gentium la cuestión del sacramento del episcopado y de la colegialidad episcopal, o cuando enseña en la Constitución Dogmática Dei Verbum sobre la relación entre Revelación, Escritura, Tradición y Magisterio. Lumen gentium quiere exponer la magnificencia y belleza del misterio de la Iglesia en su comunión y misión. En muchos momentos utiliza ampliamente la Sagrada Escritura, uniendo entre sí textos como teselas de un precioso mosaico, respetando su sentido original bíblico y al mismo tiempo insertándolos en un discurso magisterial. Busca la comprensión de los católicos y al mismo tiempo de los demás cristianos, ante los cuales expone lo que cree sobre la Iglesia, su fundamento trascendente, lo referente a sus miembros, su vida y sus tareas, su estructura y su misión. Está marcado su estilo literario por una actitud dialogal. Muchos párrafos pueden ser utilizados como lectura espiritual, y, en efecto, la Liturgia de las Horas ha incorporado largos y numerosos pasajes.

    Yo me voy a detener en las dimensiones de la “Iglesia, Misterio y Pueblo de Dios” como enuncia la ponencia que se me ha pedido. Corresponden a los capítulos primero y segundo de la Constitución Lumen gentium, titulados “De Ecclesiae mysterio” y “De Populo Dei” en un horizonte abierto a todo el Concilio.

    A partir de un esquema de cuatro capítulos (sobre el misterio de la Iglesia, el episcopado, los laicos y la santidad de la Iglesia) presentado en 1963, por iniciativa sobre todo del cardenal Suenens, se fue formando el cuadro final de ocho capítulos, que se pueden agrupar de dos en dos, como ha escrito el principal redactor de la Constitución Mons. Gérard Philips6. No es que se hubiera prefijado intencionadamente esta distribución, pero al final así resultó. Los dos primeros capítulos, ciertamente magníficos y mutuamente complementarios, en los que se contiene nuclearmente la enseñanza conciliar, «hablan del “misterio de la Iglesia”, primero en su dimensión trascendental, luego en su forma histórica» (ibíd., p. 73). Aparecen en la exposición los rasgos fundamentales: La Iglesia, Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo (cf. Lumen gentium, 17, al final, que de alguna manera recapitula lo anterior). Los capítulos tercero y cuarto describen la estructura orgánica, jerarquía y laicado o comunidad. El tercer dúo de capítulos está dedicado a la misión esencial de la Iglesia, la vocación universal a la santidad y como signo los religiosos. Los dos últimos capítulos tratan sobre el desarrollo escatológico de la Iglesia, primero en la unión de la Iglesia peregrinante con la Iglesia celestial y después en la Virgen María Madre de Dios, que es madre e icono, síntesis y modelo de la Iglesia.

    a) Ecclesia de Trinitate y Ecclesia ex hominibus. Sacramento de salvación

    En varios documentos conciliares arranca la exposición desde el misterio eterno de Dios, que hemos conocido por la revelación de Jesucristo en el Espíritu Santo. El misterio es el designio divino de bondad y de sabiduría, de verdad y de amor íntimamente compenetrados, escondido eternamente en Dios y realizado en Jesucristo (cf. Rm 16,25-27; 1Co 2,7; Ef 3,9; Col 2,2-3). Para nuestra sorpresa y confianza, Dios nos ama y lo ha manifestado fehacientemente en Jesucristo (cf. Ef 1,3 ss.). Del misterio de Dios podemos hablar no por elucubraciones, sino porque Dios se nos ha autocomunicado. Lumen gentium 2-4, Dei Verbum 2, Ad gentes 2-4 y Unitatis redintegratio 2 toman este arranque sublime de la autorrevelación y autodonación de Dios mismo al hombre. La revelación del misterio benevolente de Dios suscita en nosotros estupor y acción de gracias. Partimos de la bondad de Dios, no de nuestras indagaciones. La Teología y el Magisterio pastoral suponen el kerigma y la fe personal y eclesialmente configurada.

    La Iglesia debe ser contemplada, como las vidrieras de una catedral, desde dentro e iluminada por el sol. Un procedimiento inductivo y ascendente no puede alcanzar el misterio que habita en la Iglesia. Lo que es la Iglesia no se percibe adecuadamente desde las ciencias sociales ni los medios de comunicación, aunque nos interesen también sus apreciaciones. Podríamos aplicar a nuestro caso, en cierto modo, las preguntas que Jesús planteó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo? (...) Y ¿vosotros quién decís que soy?». Es bueno que escuchemos lo que se piensa desde el exterior, o desde personas que están medio dentro y medio fuera, sobre la Iglesia, porque nos ayuda a descubrir la palabra en los ecos y la imagen original en los reflejos y hasta en las caricaturas; pero solo quien vive en la familia de la fe, participa en su vida y su misión, sufre con los padecimientos de la Iglesia, goza con sus alegrías, se siente afectado por sus fallos y toma parte en los trabajos del Evangelio, puede decir con fundamento interior y exterior qué es la Iglesia. Pablo VI planteó a la Iglesia en Concilio la pregunta: “Iglesia, ¿qué dices de ti misma?”. Pregunta que a su vez implica la siguiente: “Iglesia, ¿qué dices de Dios?”. La Iglesia no es una organización religiosa sin más, surgida como un movimiento de reforma en el judaísmo, de orden cultural, educativa, benéfica, de promoción social. O mejor quizá, la Iglesia puede ser lo anterior porque hunde sus raíces en el misterio mismo de Dios. A la luz de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo se entienden por irradiación lo que la Iglesia es, en qué consiste su misión y también lo que debe realizar en la sociedad.

    La Iglesia está radicada en el misterio de Dios. Ahí reside la fuente de su existencia, de su unidad, de su misión, de su luz, de su fuerza y del sentido de sus actividades. Sin esa tierra nutricia quedaría la Iglesia desarraigada; sin ese fundamento quedaría desfundamentada. Sin el Espíritu Santo, presente y actuante en ella, sería como una casa deshabitada y como un templo vacío; sin su gracia, las pretensiones de la Iglesia serían exorbitadas y megalómanas. Está arraigada y edificada en Jesucristo (cf. Ef 2,20-21; 3,17. Col 1,23; 2,7). Sin el Señor, sería un cuerpo sin cabeza o un edificio sin cimientos. Sin Dios Padre, sería como una familia de huérfanos; y sin Padre, ya no seríamos entre nosotros hermanos. La Iglesia no sería sacramento de salvación si no estuviera animada por el Espíritu Santo; quedaría reducida a un grupo social de carácter religioso, humanista, liberador. De la fuente que es Dios procede la identidad de la Iglesia, su unidad radical y el alcance salvífico de su vida; su misión escatológica no es un delirio de grandeza porque procede de Dios. Uniendo el origen trinitario permanente y la marcha histórica de la Iglesia se comprende que la Iglesia sea sacramento de salvación, es decir, signo visible de una comunicación de gracia trascendente (cf. Lumen gentium, 1, 8, 48). Por la presencia dinámica de Jesucristo y su Espíritu, es la Iglesia signo e instrumento de la unión con Dios y de la unidad de todo el género humano. De entrada se puede entender fácilmente que haya tensión y distancia entre la realidad misteriosa que acontece y lo que exteriormente parece, ya que la autocomunicación de Dios en la historia nunca es del todo luminosa. La Iglesia ha sido constituida por Dios sacramento de salvación; no se hace a sí misma signo ni instrumento de gracia. Cristo resucitado, presente siempre en la Iglesia según su promesa, y el Espíritu Santo hacen de la Iglesia “sacramento universal de salvación” (cf. Lumen gentium, 48) ¡Que el signo no sea opaco ni contradictorio en relación con la comunicación de Dios, aunque siempre sea deficiente! Por lo que venimos diciendo se comprende que las “crisis de Iglesia” tienen raíces más profundas y están relacionadas con Dios mismo. Si existe en nuestra sociedad una “crisis de Dios”, en el sentido de que muchos sufren su silencio y ausencia, y muchos tienden a excluirlo de la vida de los hombres, esta situación repercutirá en forma de crisis en la vida de la Iglesia. La misión de Dios constituye el núcleo central de la vida y la misión de la Iglesia.

    La estructura sacramental une signo visible y realidad invisible. Algo se puede ver y oír; lo exterior pertenece al sacramento, ya que es mediación, cauce y vehículo de la realidad superior. Por ejemplo, la señal de la cruz en la frente habiendo untado el obispo el dedo en el crisma, y las palabras que la acompañan, transmiten el Espíritu Santo al corazón del que es confirmado: «Recibe por esta señal el don del Espíritu Santo». Signo y significado no están separados; ambos forman una realidad compleja visible e invisible, humana y divina, que imita el misterio del Verbo encarnado; «pues así como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como instrumento vivo de salvación, unido indisolublemente a Él, de modo semejante la articulación social de la Iglesia sirve al Espíritu Santo, que la vivifica, para el acrecentamiento de su cuerpo (cf. Ef 4,16)» (Lumen gentium, 8; cf. Sacrosanctum Concilium, 5).

    La categoría “sacramento de salvación” aplicada a la Iglesia enlaza las diferentes orillas: visibilidad y exterioridad de los signos e invisibilidad e interioridad de la gracia; misterio en los signos que cambia a la persona y edifica la comunidad cristiana; comunidad de fe, esperanza y amor, por un lado, y organismo visible, por otro. Une la Iglesia peregrinante y la Iglesia del cielo; la salvación trascendente y sus irradiaciones en forma de solidaridad, de paz y de impulso esperanzador; la fe personal y los medios de salvación; el amor a Dios con todo el corazón y el amor al prójimo como a nosotros mismos. La Iglesia está habitada y animada por el Espíritu Santo. La Iglesia es santa, aunque sus miembros seamos pecadores. Hay en ella carismas espirituales y estructuras institucionales; es cuerpo místico y sociedad provista de órganos sociales. Por la dualidad, que no dualismo, de los elementos constitutivos de la sacramentalidad, y por la fragilidad de los miembros de la Iglesia, se comprende la necesidad de permanente renovación cristiana y eventual reforma de la imagen para purificarla de las deformaciones introducidas en el recorrido histórico.

    La existencia de los cristianos y de la Iglesia está íntimamente unida a Jesucristo por la fe, los sacramentos, el amor y la comunión en sus padecimientos y en la esperanza de su gloria. Cristo está presente en ella de forma singular por la celebración de la Eucaristía y la proclamación de la Palabra (cf. Lumen gentium, 7 y 11; Sacrosanctum Concilium, 7, 47-50, 106; Verbum Domini, 51 ss.) . Palabra de Dios y Eucaristía son dos subrayados particulares del Concilio en muchos lugares de sus documentos, dos realidades convergentes de la vida y misión de la Iglesia, dos vías de renovación por la reforma litúrgica, por los Sínodos de los Obispos, por la existencia diaria de la Iglesia. En este campo hemos recorrido un camino en general excelente. Por lo que se refiere a la Eucaristía, el magisterio de la Iglesia posterior al Concilio ha sido reiterado7. El cuidado peculiar que la Iglesia debe ejercer respecto a la Eucaristía en la vida de la Iglesia y la necesidad de llamar la atención sobre deficiencias o pretericiones observadas en unos u otros lugares ha generado ese rico magisterio. En esas numerosas intervenciones se nos ha recordado que la Eucaristía es una forma singular de presencia de Jesucristo en la Iglesia; que también después de la celebración nos aguarda el Señor presente en la Eucaristía, ante quien nos postramos para la adoración doblegando nuestro orgullo, reconociendo su presencia santa y poniéndonos a su disposición obediente y apostólica; que el ars celebrandi de la Eucaristía es quehacer primordial de la Iglesia; que la Eucaristía tiene una dimensión sacrificial, ya que actualiza sacramentalmente la entrega en la cruz de Jesús al Padre por la salvación del mundo. Haber recobrado con fuerza el sentido pascual de la Eucaristía, su dimensión de banquete, la exigencia caritativa y social de su celebración, la comprensión de las palabras y de los signos… son aspectos inmensamente enriquecedores.

    Como la Iglesia es la prolongación del cuerpo de Cristo en la historia, que actúa en ella celebrando su misterio pascual, perdonando, consolando y otorgando su Espíritu, debe consiguientemente la Iglesia seguirlo, asemejarse a Él, hacer suyos los sentimientos de Jesús (cf. Flp 2,5), imitar su forma de actuar y de vivir. En este sentido, en el contexto de la dimensión sacramental, se añaden unos párrafos preciosos al final del capítulo primero de Lumen gentium. Aquí hallaron su lugar las sugerencias presentadas por diversos padres conciliares sobre la pobreza y el servicio. La Iglesia debe estar unida a Jesucristo en su misterio de kénosis, de humildad, de pobreza, de obediencia. Jesús hizo la opción preferencial de ser pobre (cf. 2Co 8,9). El Hijo de Dios se hizo obediente hasta la muerte de cruz (cf. Flp 2,6-7). «Como Cristo realizó la obra de la redención en pobreza y persecución, de igual modo la Iglesia está destinada a recorrer el mismo camino» (Lumen gentium, 8). La Iglesia está llamada a servir, siguiendo el ejemplo de Jesús. Como Cristo fue ungido y enviado a anunciar el Evangelio a los pobres y oprimidos (cf. Lc 4,18), la Iglesia «abraza con su amor a los afligidos por la debilidad humana; más aún, reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo» (Lumen gentium, 8). Jesús, siendo santo e inocente, «vino para expiar los pecados del pueblo (cf. 2Co 5,21; Hb 2,17); la Iglesia, en cambio, acogiendo en su seno a los pecadores es a la vez santa y necesitada de purificación, y busca sin cesar la penitencia y la conversión» (Lumen gentium, 8). En los últimos años han aparecido a la luz pública pecados de personas particularmente llamadas a una vida limpia y actuaciones pastorales deficientes de los responsables de afrontar adecuadamente las lacras de abuso de menores; debemos al papa Benedicto XVI la decisión consecuente de purificar la Iglesia y de reparar a las víctimas, en la medida de lo posible. La Iglesia perseguida y amenazada, pobre y débil, es sostenida y consolada por Dios. Con palabras del Concilio: «La Iglesia va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, anunciando la cruz del Señor hasta que vuelva (cf. 1Co 11,26). Se siente fortalecida con la fuerza del Señor resucitado, para poder superar con paciencia y amor sus aflicciones y dificultades, tanto internas como externas» (Lumen gentium, 8). En la Iglesia se actualiza el misterio pascual de Jesús, de su pasión, crucifixión y victoria (cf. 2Co 1,3 ss.; 4,7 ss.; 12,8-10; Flp 3,10; 2Tm 1,6 ss.; 2,8-13). Si en el Concilio hubo voces que denunciaron en la Iglesia el entonces llamado triunfalismo, hoy probablemente se puede decir que la existencia de la Iglesia refleja bastante lo que enseñó el Concilio en estos párrafos finales del capítulo primero. Las dificultades que encuentra actualmente la Iglesia en su misión contribuyen a que se apoye en Dios y proceda con humildad en el seguimiento de Jesús pobre y perseguido.

    b) Eclesialidad del ser cristiano

    La dimensión comunitaria y eclesial no es añadida ni opcional al ser cristiano. No indica solamente lo deseable como rasgo perfectivo. El cristiano, en cuanto hijo de Dios y discípulo de Jesús, está marcado desde la misma raíz y fundamento por la fraternidad.

    Dios, en su designio de sabiduría y bondad, en su disposición libérrima y misteriosa, «estableció convocar a quienes creen en Cristo en la santa Iglesia» (Lumen gentium, 2); y un poco más adelante dice la misma Constitución: «Quiso santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino haciendo de ellos un pueblo que le confesara en verdad y le sirviera santamente» (ibíd., 9). En el proyecto originario de Dios entra la Iglesia como ámbito de la salvación. No somos islas ni en el orden de la creación ni en el de la salvación (cf. ibíd., 13). No estamos llamados a relacionarnos con Dios en una especie de aislamiento y exilio interior. Como cristianos nunca estamos solos. La comunión con Dios no separa de los hombres.

    Esta eclesialidad que hunde sus raíces en el proyecto de Dios comporta diversas perspectivas que el Concilio fue enseñando y sugiriendo. Por el Bautismo hemos sido incorporados al misterio pascual de Jesucristo, hemos renacido como hijos de Dios y al mismo tiempo hemos cruzado el umbral de la Iglesia, que es la familia de la fe. Ser cristiano es también ser hermano. Por ello comprendemos el acierto de las palabras un poco desconcertantes atribuidas a Tertuliano: «Unus christianus, nullus christianus». En la oración del Señor, como explicó san Cipriano, no rezamos solo “Padre”, sino “Padre nuestro”, integrando filiación y fraternidad. El seguimiento de Jesús implica entrar en la comunidad de sus discípulos; la Iglesia fue formándose en el itinerario de Jesús, que anunció e hizo presente el Reino de Dios, que llamó a seguirle, que constituyó el grupo de los Doce, que celebró la última cena antes de morir «para reunir a los hijos de Dios dispersos» (Jn 11,52. Este texto evangélico es uno de los más citados por el Vaticano II: Lumen gentium, 13; Sacrosanctum Concilium, 2; Ad gentes, 2; Unitatis redintegratio, 2). En la misma condición de cristiano es inherente la eclesialidad.

    En esta comunitariedad fundamental está implicado que la vida sacramental, espiritual, moral, apostólica, etc. esté marcada por esa fraternidad. El Bautismo nos incorpora también a la Iglesia; el sacramento de la Penitencia nos reconcilia también con la Iglesia a la que hemos herido pecando (cf. Lumen gentium, 11); la Eucaristía es el sacramento de la unidad de la Iglesia, hasta el punto de que por la participación del Cuerpo de Cristo pasamos a ser lo que recibimos, a saber, el Cuerpo de Cristo (cf. Lumen gentium, 26). La oración puede ser un ejercicio comunitario de intercesión; los santos muestran su solicitud por los hermanos que peregrinan todavía en la tierra al tiempo que por su santidad acreditan la fecundidad de la Iglesia; el amor de Dios es inseparable del amor al prójimo, etc. Estas realidades cristianas son manifestaciones de esa comunitariedad básica.

    Por el Bautismo hemos sido incorporados al Cuerpo de Cristo y hemos sido hechos piedras vivas de un edificio espiritual (cf. Rm 6,1 ss. 1Co 12,1 ss. 1P 2,1 ss.; 4,10-11). Las condiciones de miembros del Cuerpo de Cristo y de portadores de carismas del Espíritu Santo se entrecruzan con frecuencia en el Nuevo Testamento (cf. Rm 12,3 ss.; 1Co 12,9 ss.). Los cristianos, unidos en la Iglesia una y universal, debemos gozar con las alegrías de los otros, hacernos cargo de sus sufrimientos, de los hermanos de cerca y de lejos, «compartiendo las necesidades de los santos y practicando la hospitalidad» (cf. Rm 12,13). Todos en la Iglesia estamos llamados a ser sujetos activos en la vida y en la misión, y no simplemente destinatarios del cuidado pastoral de otros. El Vaticano II puso de relieve el sentido de la fe y los carismas en el pueblo cristiano (cf. Lumen gentium, 12). En esta misma onda de participación es oportuno colocar los diferentes consejos mandados erigir por el Concilio y recordar que a través de los diferentes ministerios y carismas estamos llamados a participar en la vida y misión de la Iglesia. En la Iglesia nadie es sobrante, ni debe estar ocioso; nadie es imprescindible y todos somos necesarios. Una forma especial de participación acontece cuando testificamos el Evangelio por la palabra y las obras llamando a otros a la Iglesia y fortaleciendo su capacidad de reflejar la luz que es Cristo. Debemos compartir todos la vida de la Iglesia y debemos ejercitar unidos su maternidad espiritual, llamando a los distantes y colaborando en la iniciación cristiana de quienes desean ser sus hijos.

    c) Pueblo mesiánico y misionero

    La Iglesia es el nuevo Pueblo de Dios con quien ha hecho una alianza nueva, según anunció por los profetas (cf. Jr 31,31-34; Lumen gentium, 9). Por este pacto nuevo, sellado con la sangre de Cristo (cf. 1Co 11,25), ha convocado Dios a judíos y paganos para hacerlos «un linaje elegido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios para que anunciéis las proezas del que os ha llamado de las tinieblas a su luz maravillosa» (1P 2,9). Ser el Pueblo de Dios une a la Iglesia con Israel, su pueblo elegido; no es acertado, por ello, partir del concepto civil y jurídico de pueblo para traspasarlo a la Iglesia, reivindicando así un sistema democrático. La Iglesia es Pueblo de Dios siendo Cuerpo de Cristo, en forma de Cuerpo de Cristo.

    A la Iglesia, etimológicamente ‘la convocada’, al nuevo Pueblo de Dios, se llama aquí “pueblo mesiánico”, es decir, vinculado particularmente a Jesús que es el Ungido, el Cristo, el Mesías. Unos rasgos caracterizan nuestra vocación más honda: la dignidad y libertad de hijos de Dios, el mandamiento nuevo del amor, la misión de dilatar el reino de Dios incoado por Jesucristo en la tierra hasta que llegue a su consumación. La Iglesia de Dios en Jesucristo es misionera y portadora de esperanza para la humanidad. A pesar de su debilidad y de sus dimensiones siempre limitadas, hoy particularmente manifiestas, su tarea es grandiosa. Bellamente expone el pasaje siguiente el contraste entre la pequeñez actual y la misión encomendada. «Este pueblo mesiánico, aunque no incluya a todos los hombres actualmente, y muchas veces parezca un pequeño rebaño, es sin embargo para todo el género humano un germen segurísimo de unidad, de esperanza y de salvación. Cristo, que lo constituyó para ser comunión de vida, de caridad y de verdad, lo asume también como instrumento de la redención de todos y lo envía a todo el universo como luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt 5,13-16)» (Lumen gentium, 9). La vocación a la que es llamada la Iglesia es inmensamente desproporcionada en relación con su capacidad insignificante; solo Dios con su poder puede cubrir las distancias.

    En los evangelios hay una serie de imágenes que expresan por una parte la pequeñez y debilidad del reino de Dios en los comienzos, y por otra la promesa y el espléndido cumplimiento de lo prometido, es decir, de “la potencia de lo pequeño”. La Iglesia está revestida de fragilidad, pero es portadora de una promesa de vida para el mundo, con tal de que sea fiel a lo recibido8. Las imágenes de la semilla (cf. Mt 13,19-23) y del grano de mostaza (cf. Mt 13,31-32), de la levadura que una mujer mete en la masa haciéndola fermentar (cf. Mt 13,33), la sal de la tierra y la luz del mundo (cf. Mt 5,13 ss.), el pequeño rebaño (cf. Lc 12,32), etc., expresan precisamente el contraste de llevar en vasos de barro el tesoro del Evangelio, y de que la fuerza de Dios se realiza en la debilidad (2Co 12,9). En otros lugares aparece la expresión “resto” del Pueblo de Dios (cf. Rm 9,27). En el resto se prolonga la promesa de Dios de salvar y multiplicar a su pueblo. El resto del que habla la Sagrada Escritura (cf. Is 11,11; Mi 4,7; 5,6-7) no equivale a residuo: este es lo que queda todavía pero en un proceso de agotamiento; aquel, en cambio, es el grupo de los rescatados a través de los cuales Dios mantiene sus promesas.

    La peregrinación de Israel por el desierto entre peligros, tentaciones y signos salvadores de Dios, se prolonga también en la Iglesia, su nuevo Pueblo. «Caminando la Iglesia en medio de tentaciones y tribulaciones, es confortada con el poder de la gracia de Dios, que le ha sido prometida por el Señor, para que no desfallezca por la debilidad de la carne, sino que permanezca como esposa digna de su Señor, y, bajo la acción del Espíritu Santo, no cese de renovarse, hasta que por la cruz llegue a la luz que no conoce ocaso» (Lumen gentium, 9). De nuevo vuelve el Concilio a recordar la fragilidad de la Iglesia en su caminar por la historia y su incapacidad para afrontar por sí misma la misión universal. Contando con la fuerza de Dios puede vencer las pruebas, las persecuciones y el cansancio de la fe; y así robustecer la debilidad de sus piernas vacilantes, en el seguimiento de los caminos nada espectaculares del Mesías y cargando con la paradoja de la cruz vencedora9.

    Uno de los pasajes bíblicos más citados, desde la Constitución de convocatoria del Concilio por Juan XXIII, pasando por la famosa intervención del cardenal Suenens el 4-12-1962, pocos días antes de terminar el primer periodo conciliar, y por el primer discurso del papa Montini, hasta los documentos aprobados por el Concilio (Lumen gentium, 8, 17, 19, 20, 22, 24; Sacrosanctum Concilium, 9; Dei Verbum, 7, 20; Gaudium et spes, 38 ; Ad gentes, 5; Unitatis redintegratio, 2; Presbyterorum ordinis, 4; Dignitatis humanae, 1, 14) es este: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28,19-21). El Resucitado envía a sus discípulos a una misión que se extiende hasta los confines del mundo y hasta el final de la historia. La dimensión misionera es fundamental en la intención del Concilio y permea su enseñanza. La Iglesia no solo tiene y sostiene misiones; ella en sí misma es misión, ya que ha sido convocada y reunida en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo para ser enviada, para anunciar el Evangelio, para testificar a Jesucristo vencedor del pecado y de la muerte.

    El Concilio ha buscado siempre el fundamento de la misión en el mismo ser de la Iglesia. Por eso el Bautismo, la iniciación cristiana, es base de las vocaciones, de las tareas, de todos los encargos. Acentuar la iniciación, consiguientemente, en la formación de los cristianos, tiene mucho que ver con la acogida y promoción del Concilio Vaticano II. En este sentido podemos recordar algunos lugares significativos del Concilio. «La Iglesia peregrinante es, por su naturaleza, misionera, puesto que toma su origen de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo, según el designio de Dios Padre» (Ad gentes, 2). Y a propósito de los laicos dice el Decreto Apostolicam actuositatem: «El apostolado de los seglares, que brota de la esencia misma de su vocación cristiana, nunca puede faltar en la Iglesia» (n. 1). «La vocación cristiana es, por su misma naturaleza, vocación también al apostolado» (n. 2).

    «Todos los hombres están llamados a formar parte del nuevo Pueblo de Dios» (Lumen gentium, 13). Unos ya pertenecen y otros están ordenados a él. El Concilio sitúa en la vocación misionera, consiguientemente, la identificación cada vez más honda y fiel de los católicos con la Iglesia, el dinamismo ecuménico, estrechando los vínculos de la Iglesia con los cristianos no católicos, y la relación con los no cristianos, ya que Dios no está lejos de quienes lo buscan (cf. Lumen gentium, 13-17). Sería interesante ver qué matices han venido apareciendo durante el postconcilio en las relaciones de la Iglesia católica con los cristianos no católicos y con los no cristianos. En su viaje al Reino Unido, el papa Benedicto XVI dijo en la celebración ecuménica del 17-9-2010 : «La unidad de la Iglesia jamás puede ser otra cosa que la unidad en la fe apostólica, en la fe confiada a cada miembro del Cuerpo de Cristo durante el rito del Bautismo». Y recordando la llamada misionera del Señor, en medio de un mundo indiferente e incluso hostil al mensaje cristiano, prosigue: «Debemos reconocer los retos a los que nos enfrentamos, no solo en el camino de la unidad de los cristianos, sino también en nuestra tarea de anunciar a Cristo en nuestros días». Como la renovación de la fe en Dios es la prioridad fundamental, el ecumenismo debe centrarse en la fe por la que el hombre acoge la verdad que se revela en la Palabra de Dios.

    La Iglesia peregrinante existe en estado de edificación, de crecimiento, de apostolado, de misión, de testificación del Señor; no es un ser inerte y estático. Todo en la Iglesia está como impregnado por el dinamismo del envío del Señor, de la obediencia de los enviados, de la actividad misionera. El fin de la Iglesia es difundir el Evangelio, anunciar la cercanía del Reino de Dios presente en Jesús, con hechos y palabras, para gloria de Dios y salvación de los hombres. La Iglesia no es fin en sí misma; su fidelidad está abierta apostólicamente. El aspecto dinámico y misionero en la proximidad y en la distancia, con los de cerca y los de lejos, caracteriza la imagen de Iglesia que nos ha mostrado el Vaticano II. Podemos decir que está en sintonía profunda con el dinamismo misionero de la primera comunidad cristiana, que obviamente aparece en los escritos del Nuevo Testamento. La actividad evangelizadora, las celebraciones litúrgicas, la vida en comunidad que debe caracterizarse por el amor cristiano, todo está alentado por el impulso apostólico de ser testigos de Jesucristo.

    El mandamiento nuevo del amor entre los cristianos testimonia el amor de Dios, que nos ha enviado a su Hijo. Por el amor conocerán que somos sus discípulos (cf. Jn 13,35), que Jesús ha sido enviado por el Padre (cf. Jn 17,25), y creerán (cf. Jn 17,21). El amor identifica a los cristianos como discípulos de Jesús, es signo del amor del Padre, es por su irradiación evangelizador y llamada a la fe en Dios, fuente de esa manera nueva de tratarse los hombres. El amor fraterno limpia las pupilas de los hombres para ver a Dios. La vida interior de la Iglesia debe convertirse en invitación a la fe, a la conversión y a la entrada en la Iglesia (cf. Hch 2,42-47; 4,32-35; 5,12-16). El contexto vital del que surgen los escritos neotestamentarios es evangelizador, catequético, celebrativo, moral; en ellos se reflejan los riesgos asumidos al creer y pertenecer a la Iglesia, los trabajos apostólicos, el gozo de los cristianos —también en las pruebas—, el impulso incontenible a llevar el Evangelio a todos los rincones del mundo, las persecuciones padecidas por el nombre del Señor. Pues bien, a diferencia de otros concilios convocados para combatir unos errores, para reformar las costumbres de los cristianos o para superar la relajación de miembros de la Iglesia, el Vaticano II es pastoral; la totalidad de la vida de la Iglesia es tratada con la intención de renovarla y reformarla para que todos los cristianos nos unamos en Jesucristo y podamos emitir un testimonio más fehaciente del Señor en medio de la humanidad de nuestro tiempo, que por haber experimentado cambios rápidos, profundos y de amplitud universal, ha entrado en una nueva época. «En la Iglesia, la vida íntima —la vida de oración, la escucha de la Palabra y de las enseñanzas de los Apóstoles, la caridad fraterna vivida, el pan compartido— no tiene pleno sentido más que cuando se convierte en testimonio, provoca la admiración y la conversión, se hace predicación y anuncio de la Buena Nueva. Es así como la Iglesia recibe la misión de evangelizar y como la actividad de cada miembro constituye algo importante para el conjunto. Evangelizadora, la Iglesia comienza por evangelizarse a sí misma… La Iglesia siempre tiene necesidad de ser evangelizada, si quiere conservar su frescor, su impulso, su fuerza para anunciar el Evangelio» (Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, 8-12-1975, 15).

    La Iglesia, por la llamada a la renovación de su vida y la reforma de las instituciones sometidas a cambio, se ha dispuesto por medio del Concilio Vaticano II para afrontar la misión confiada por el Señor en nuestro tiempo. No podemos minusvalorar las dificultades de la hora presente (preterición de Dios, confusión en cuestiones éticas fundamentales, desconcierto ante la crisis actual —que tiene muchas dimensiones y se extiende a la humanidad entera—), pero animados por la presencia del Señor en la Iglesia hasta el final de la historia y con la brújula del Vaticano II podemos afrontarlas con mayor confianza y decisión. La Iglesia está radicada en el misterio de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo para ser misionera y transmitir la fe cristiana a las nuevas generaciones. La Iglesia es Misterio de comunión para la misión; entre ambas realidades, la comunión y la misión, existe reciprocidad y circularidad; la una actúa en la otra y viceversa. Con las palabras del Sínodo episcopal de 1985, al cumplirse los veinte años de la clausura del Concilio: La Iglesia, bajo la Palabra de Dios, celebra los misterios de Cristo para la salvación del mundo.


    Notas:

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    [1]  Cf. Leo Jozef Suenens, Souvenirs et espérances, París 1991, pp. 65-80. Francisco Esplugues Ferrero, Cristología del testimonio en el Concilio Vaticano II, Madrid 2011, p. 88.
    [2]  Cf. Gianni Valente, El profesor Ratzinger, Madrid 2011, p. 152. Joseph Ratzinger es un teólogo que se ha nutrido en la tradición ancha y profunda de la Iglesia. Estas son sus palabras: «Me gusta pensar con la fe de la Iglesia, lo que supone, para empezar, pensar con los grandes pensadores de la fe» (ibíd., p. 80). La vitalidad de la Tradición de la Iglesia ha orientado su trabajo teológico; por eso las rupturas le repugnan.
    [3]  Cruzando el umbral de la esperanza, Barcelona 1994, p. 163. Cf. Encíclica Redemptor hominis (4-3-1979), 11-12. Frente a todo intento, sutil o manifiesto, de desacreditar el Concilio Vaticano II, debemos reiterar el agradecimiento a Dios. Cf. Giovanni Miccoli, La Chiesa dell’ anticoncilio. I tradizionalisti alla conquista di Roma, 2011. Brunero Gherardini, Vaticano II: Una explicación pendiente, Navalcarnero (Madrid) 2012. Es una buena ayuda para ganar claridad el artículo de Fernando Ocáriz, Sobre la adhesión al Concilio Vaticano II, en: L’Osservatore Romano, ed. en español, 4-12-2011.
    [4]  Cf. Tertio millennio adveniente, 18, «Lo “nuevo” brota de lo “viejo”, y lo “viejo” encuentra en lo “nuevo” una expresión más plena».
    [5]  El cardenal Frings, a quien acompañó como teólogo consejero el joven profesor Joseph Ratzinger, expresó el 30-9-1963 que el esquema de Ecclesia era el verdadero punto neurálgico de todo el trabajo conciliar (cf. El profesor Ratzinger, p. 120).
    [6]  Cf. La Iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano II, tomo primero, Barcelona 1968, pp. 73-74.
    [7]  Cf. Encíclica Mysterium fidei, Instrucción Eucharisticum mysterium, Cartas Dies Domini y Mane nobiscum , Encíclica Ecclesia de Eucharistia , Instrucción Inestimabile Donum, Instrucción Redemptionis Sacramentum , Exhortación Apostólica postsinodal Sacramentum charitatis , etc.
    [8]  Cf. L. Sánchez, Reino en lo pequeño: la potencia del Evangelio, en: Minorías creativas, Burgos 2011, pp. 129-130. Sobre la Iglesia como pueblo mesiánico y sacramento de salvación, cf. Yves Congar, Un pueblo mesiánico, Madrid 1976, pp. 89-119. La expresión “populus messianicus” fue introducida en Lumen gentium, 9 por sugerencia de Congar (p. 123).
    [9]  San Ireneo: «Al mostrarse perfecta la fuerza en la debilidad, se puso de manifiesto la bondad y el poder admirable de Dios» (Adversus Haereses, 3, 20, 1). Ilia Delio, en L’humilité de Dieu, París 2011, siguiendo la perspectiva franciscana, ayuda a entender que «la cruz nos revela el corazón de Dios, porque revela la vulnerabilidad del amor de Dios» (pp. 114 s.). «Solo un Dios humilde que se inclina tan bajo como para arrojar todo por amor, puede curarnos y acompañarnos. Este abajamiento de Dios nos dice que Dios vive en los corazones humanos» (p. 121). La cruz es la clave para entender al Dios cristiano. Podemos decir con una dosis fuerte de asombro: La “omniimpotencia” del Calvario revela la omnipotencia de Dios.