Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Carta pastoral

A los sacerdotes y diáconos
sobre su espiritualidad

22 de febrero de 2012


Temas: ministerio ordenado (espiritualidad).

Publicado: BOA 2012, 8.


Queridos hermanos presbíteros:

En la proximidad de la Cuaresma, en que nos preparamos a la celebración de la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo, tiempo propicio para la conversión y la renovación personales, os escribo esta Carta, que vengo gestando desde hace algún tiempo. Una vez más os manifiesto mi respeto y confianza, mi gratitud y afecto; os agradezco vuestra vida y ministerio pastoral. Saludo igualmente a los diáconos, a los que va dirigida también esta Carta.

Hace algunos años escuché a un superior general de una congregación religiosa de larga historia y universal presencia una expresión que se me quedó profundamente grabada. Habló del peligro que corremos los sacerdotes de caer en lo que él llamaba con un neologismo “des-espiritualización”; quería decir poca interioridad orante, superficialidad en las celebraciones, extroversión de un espíritu derramado. Pasar directamente de la calle a la sacristía, revestirse de los ornamentos sagrados y comenzar inmediatamente la celebración es un recorrido demasiado corto y rápido para practicar el tránsito del ruido a la concentración que reclama la celebración. Necesitamos orar para entrar en el ámbito litúrgico, para que desde el principio el corazón sintonice con el misterio que se actualiza en la Eucaristía.

La jornada de Jesús, como podemos percibir en los Evangelios, arranca de la comunicación con el Padre y desemboca en la intimidad orante con Él (cf. Mc 1,35-38; 6,45-46). La soledad y la oración forman parte del ministerio de Jesús. Jesús une la actividad apostólica con la oración; sirve a los hombres a la luz del Padre, y se retira a la montaña llevando a los enfermos, hambrientos y necesitados en su corazón. La oración es culmen y fuente de su acción. Entrevera la comunicación con Dios Padre y la comunicación con los hombres.

Queridos amigos, por la mañana necesitamos ponernos en las manos de Dios abriéndonos confiadamente a Él, y por la noche debemos proclamar su fidelidad. Cuanto más impregnadas por el Espíritu estén nuestra palabra y nuestra vida, más eficaces seremos apostólicamente. ¿Qué imagen emitimos cuando presidimos la Eucaristía, cuando predicamos, cuando tratamos pastoralmente con las personas? ¿Emitimos el impacto de la proximidad al misterio de Dios? ¿Reflejamos la luz del Espíritu en nuestra vida entregada a los demás como fue la de Jesús?

La caridad pastoral, es decir, el amor del Buen Pastor, debe mover nuestra vida unificando sus numerosas actividades, como ministros de Jesucristo, de la Iglesia y de los hombres (cf. Presbyterorum ordinis, 13-14). Lo que significa y comporta ser buenos pastores, lo aprendemos en el Evangelio (cf. Jn 10,1-18). El ejercicio del ministerio nutre, postula y configura nuestra espiritualidad. Podemos recordar unas palabras admirables de san Agustín comentando el capítulo 21 del mismo Evangelio, en que el Señor otorga a Pedro apacentar su rebaño (cf. Liturgia de las Horas III, pp. 1189-1190). Jesús empieza preguntando a Pedro si le ama: «Simón de Juan, ¿me amas?», a lo que responde Pedro en un principio con espontánea decisión: «Sí, Señor, Tú sabes que te quiero»; y al preguntarle por tercera vez, que le recuerda la triple negación, responde Pedro con mayor conciencia de su fragilidad y remitiéndose al conocimiento de Jesús: «Señor, Tú lo sabes todo; Tú sabes que te quiero». Jesús confiere a Pedro un “oficio de amor”, un encargo que presupone el amor. Nuestro ministerio es también un oficio de confianza y de amor. Jesús va a contestar a Pedro: «Si me quieres, apacienta mis ovejas». Si me quieres, avanza el Señor preparándole de antemano para la cruz: «Sígueme», también en el cuidado paciente y sacrificado de las ovejas. Hermanos sacerdotes, el Señor nos interroga por nuestro amor a Él; nos confía su rebaño y nos advierte de que el servicio a los hermanos exigirá trabajos, paciencia y sufrimientos. Así imitaremos, señala san Agustín, a Jesucristo, que vino no a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos (cf. Mc 10,45). El amor al Señor se traduce en nuestra dedicación generosa al ministerio que Él nos encomendó fiándose de nosotros. Resumiendo: Si me amas, apacienta mis ovejas; si me amas, sígueme; si me amas, sufre por mis ovejas. El amor verdadero, la dedicación ministerial sin reservas, comporta sufrimiento real, y también una forma singular de alegría y de esperanza en que el Señor nos dará la corona de la vida. Nos juzgará el mismo por quien vamos gastando y desgastando la vida.

En la ordenación de diáconos, el obispo, al entregarnos el libro de los evangelios, nos dijo: «Recibe el Evangelio de Cristo, del cual has sido constituido mensajero; convierte en fe viva lo que lees, y lo que has hecho fe viva enséñalo, y cumple aquello que has enseñado». El recorrido de la Palabra de Dios en nuestra vida abarca la lectura, la fe, la conducta y la enseñanza. En la Exhortación Apostólica sobre la Palabra de Dios Verbum Domini, 80, podemos leer: «El sacerdote es, ante todo, ministro de la Palabra de Dios; es el ungido y enviado para anunciar a todos el Evangelio del Reino, llamando a cada hombre a la obediencia de la fe». El sacerdote, por ello, «necesita acercarse a la Palabra de Dios con un corazón dócil y orante, para que ella penetre a fondo en sus pensamientos y sentimientos, y engendre dentro de sí una mentalidad nueva: “la mente de Cristo” (1Co 2,16)». Sin comunicación espiritual con Dios, sin hablar a Dios de los hombres, no podemos hablar a los hombres de Dios. Debemos sintonizar interiormente con el Evangelio para que nuestras palabras sean instrumentos de la llamada de Dios mismo. El hombre espiritual y servicial es escuchado y buscado.

En la ordenación sacerdotal, cuando el obispo nos entregó la patena con el pan y el cáliz con el vino para la Eucaristía, nos dijo: «Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor». La celebración reclama que nuestra persona esté disponible y atenta. En la eucaristía diaria se nos ofrece la oportunidad de ser configurados existencialmente con Jesucristo entregado por nosotros y resucitado como fuente inagotable de esperanza.

La necesidad vital de espiritualidad requiere cauces que la alimenten y sostengan. Recuerdo algunos, todos muy conocidos, invitando encarecidamente a entrar en ellos. El acompañamiento espiritual nos alentará en su cumplimiento.

La Liturgia de las Horas, el Oficio divino, que se nos confió y prometimos en la ordenación de diáconos, es guía cotidiana en nuestra oración: «¿Prometes conservar y acrecentar el espíritu de oración, tal como responde a tu ministerio, y fiel a este espíritu celebrar la Liturgia de las Horas, según tu condición, para el bien de la Iglesia y de todo el mundo?». Además de los Salmos, que son la oración fundamental del pueblo de Israel, de Jesucristo y de la Iglesia, contiene una extraordinaria antología de lecturas bíblicas, patrísticas y cristianas.

La oración personal con el procedimiento que juzguemos más adecuado para nosotros: La lectio divina (muy recomendada por la última Asamblea del Sínodo de los Obispos), la meditación según el método ignaciano, el estudio del Evangelio, la scrutatio de las Escrituras, etc.

Es importante que preparemos la homilía en un clima de oración. Preguntémonos siempre: ¿Qué me dice a mí personalmente la Palabra de Dios que será proclamada en la celebración y sobre la cual predicaré? Aunque parezca paradójico, nosotros somos los primeros destinatarios de la predicación. No predicamos solo a otros, y menos contra otros.

Los sacerdotes somos al mismo tiempo penitentes y confesores, pecadores y ministros de la reconciliación. Debemos acercarnos periódicamente a esta fuente del perdón y de la misericordia, y mostrarnos disponibles a celebrar el sacramento de la Penitencia. La Cuaresma, que estamos a punto de comenzar, es tiempo particularmente propicio para dejarnos reconciliar con Dios y para reconciliar a otros con Él, para acogernos a la misericordia de Dios y para ser ministros de la penitencia y de la paz. Como sabemos, hay dos modos ordinarios de celebrar este sacramento: rito para reconciliar a un solo penitente, y rito para reconciliar a varios penitentes con confesión y absolución individual.

La Diócesis ofrece la oportunidad de un retiro mensual, que es más intenso en los tiempos litúrgicos de Adviento, Cuaresma y Pascua. Todos sabemos que lo necesitamos; participemos, por tanto, con asiduidad. La inasistencia frecuente crea inapetencia y consiguientemente empobrecimiento espiritual, del que no siempre somos conscientes. Os pido la participación en el retiro con los demás sacerdotes compañeros en el ministerio. La oportunidad de compartir la propia experiencia espiritual es también una contribución a la fraternidad ministerial.

Estamos invitados, además, a practicar los ejercicios espirituales. Unos días de oración en un ambiente de silencio y dejando al lado otras tareas nos ayudan a entrar en comunicación con Dios, ayudados por el director de los ejercicios. A nuestro alcance hay varias oportunidades: en el Centro de Espiritualidad, en Villagarcía de Campos para sacerdotes de diversas diócesis; unos prefieren retirarse unos días a un monasterio, otros se unen a “tandas” organizadas por otros grupos sacerdotales o diócesis. La amplia oferta debe hallar en nosotros una acogida generosa. Acudamos a esta convocatoria anual. Son una medicina contra la posible tendencia a la “des-espiritualización” a la que aludí al principio. En los Ejercicios recuperamos el gozo de la fe y el entusiasmo para transmitirla; así podemos ser nuevos evangelizadores para la nueva evangelización.

La devoción a la Virgen María, Madre de Dios y nuestra Madre, ha cristalizado, ya desde hace siglos, en la práctica del Rosario. Es la oración de los hijos, de los sencillos, de los enfermos, de los ancianos, de los cansados. Es una bella oración, reiterada como las expresiones de amor. Iniciemos progresivamente a las nuevas generaciones en su práctica.

Queridos hermanos presbíteros y diáconos, la calidad de nuestra acción pastoral requiere también la interioridad espiritual y orante. Siguiendo a Jesús, introduzcamos y mantengamos la oración en nuestra agenda de actividades.

Un saludo cordial en el Señor.