Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Homilía

Solemnidad de San Pedro Regalado 2012

13 de mayo de 2012


Temas: san Pedro Regalado y crisis actual (esperanza y amor).

Publicado: BOA 2012, 282.


San Pedro Regalado nació hacia 1390 en la plaza del Ochavo, esquina con la calle Platerías, en el corazón de Valladolid. Fue bautizado en la pequeña iglesia Santa Elena, que se convirtió después en la actual Parroquia Santísimo Salvador, donde nos encontramos. Un paisano nuestro que vivió hace siglos tiene un mensaje actual para nosotros; continúa ocupando un lugar en nuestro corazón y lo invocamos confiadamente como patrono de la Ciudad y de la Diócesis. La proximidad geográfica hace más elocuentes su ejemplo y su palabra, su forma de vivir marcada por el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, de quien él y nosotros nos reconocemos discípulos.

Pedro Regalado es el primer santo franciscano español, célebre por sus virtudes y sus milagros; fue un evangelio viviente. Conoció la orden franciscana a través del reformador Pedro de Villacreces, en La Aguilera, donde reposan definitivamente sus restos mortales esperando la resurrección de los muertos. Pronto percibió Pedro Regalado cómo la ejemplaridad de la vida y la regla de san Francisco se habían rebajado tanto en sus seguidores que era necesaria una reforma. Los dos lugares de la reforma iniciada por Pedro de Villacreces, a saber, La Aguilera y El Abrojo cercano a nuestra ciudad, fueron espejo de los orígenes franciscanos y cristianos. La Aguilera fue llamada Casa de Dios (Domus Dei), y El Abrojo, Escalera del Cielo (Scala Coeli). Dios estaba presente de modo particular en estos eremitorios, y eran como puertas para subir al cielo.

La reforma, que nuestro patrono juzgaba necesaria, comenzó por él mismo. La llamada de Jesús a la conversión a Dios Padre y el ejemplo de Francisco para vivir con transparencia la pobreza evangélica fueron seguidos radicalmente por san Pedro Regalado. Fue evangelizado, porque recibió sin mediocridad el Evangelio, y así pudo evangelizar a otros. La precedencia de la santidad es ley permanente de la misión cristiana. Los santos son los más eficaces evangelizadores; porque han reformado su vida según el ejemplo de Jesús, pueden ser sus apóstoles fehacientes. Las palabras mueven, pero el ejemplo arrastra, si quien habla y hace es humilde transparencia del Señor. Ante los santos, con su presencia y su palabra, nuestros subterfugios y falsas defensas caen y percibimos el poder irresistible de su interpelación. Ellos son imágenes luminosas y fieles de Jesucristo, Sol de justicia que ha venido de lo alto para iluminar nuestras tinieblas (cf. Lc 1,78-79).

No podemos celebrar la fiesta de san Pedro Regalado sin tener presente lo que nos inquieta como sociedad. Buscando orientación en medio de las incertidumbres de la coyuntura actual, venimos hoy a solicitar la intercesión y la protección de nuestro patrono. Necesitamos conocer la realidad en que estamos inmersos y reconocer lealmente lo que nos pasa para actuar consecuentemente y aceptar los sacrificios que razonablemente se nos pidan. Es necesaria la información adecuada para actuar con generosidad y decisión. La realidad, por más cruda que aparezca, debe ser reconocida sin excluir unos aspectos y quedarnos solo con otros. Un pueblo como el nuestro no puede ignorar lo que ocurre ni mirar para otra parte. Una explicación pedagógica y comprensible facilitará el que todos los ciudadanos carguemos solidariamente con el peso de la hora presente. Todos estamos vitalmente concernidos, bajo la dirección de quienes tienen la responsabilidad de gestionar la crisis, en acertar con las soluciones y en preparar un futuro más sereno. Somos parte de la misma sociedad tanto en sus horas luminosas como en sus horas oscuras; por ello, igual que compartimos los beneficios, debemos compartir también equitativamente los sacrificios.

Todos advertimos la trascendencia del momento actual y consiguientemente debemos unir esfuerzos. Sería no solo egoísta, sino también perjudicial para todos, mirar exclusivamente por los intereses particulares y de grupo. Levantemos la mirada amplia y generosa al bien común. Hagamos los esfuerzos requeridos para recorrer, bajo la guía de la autoridad legítima, las vías de solución. Si la división nos debilita e inquieta, la unidad reforzará nuestra esperanza para aceptar con paciencia las exigencias necesarias y mirar al futuro con confianza. Si unimos la inteligencia, las manos y el corazón en la causa, que a todos nos afecta, superaremos con mayor prontitud y eficacia los obstáculos de la hora presente.

La esperanza cristiana se apoya en última instancia en Jesucristo muerto y resucitado; es una esperanza pascual que arranca en la oscuridad de la cruz y conduce a la gloria de la resurrección. Esta esperanza alumbrada en la comunión con Jesucristo muerto y resucitado nos impulsa a los cristianos a “esperar contra toda esperanza” (cf. Rm 4,18), a esperar a pesar de los signos contrarios, a esperar más allá de toda esperanza humana. La esperanza en Dios no defrauda. Nos fiamos de Dios, que hace surgir la vida donde reina la muerte y la generosidad donde el egoísmo se cierra sobre sí mismo. Dios no solo promete, sino que también ha actuado y sigue actuando. Con la pascua de Jesús, su Espíritu ilumina el presente y el futuro de la historia. Esta esperanza trascendente la queremos ofrecer los cristianos a los demás conciudadanos en cada situación personal y social. El que espera en Jesucristo no espera solo para sí; ofrece su esperanza como servicio.

La comunicación cristiana de bienes es una invitación y norma desde el principio de la historia de la Iglesia; uno de los rasgos identificadores de la primera comunidad cristiana era precisamente el compartir bienes y necesidades (cf. Hch 2,42; 4,32). Hoy, en la situación delicada que atravesamos, constituye una llamada apremiante. Debemos estar cerca y ayudar con generosidad a los que padecen con mayor dureza los golpes de la crisis. Al pedir en el Padrenuestro el pan de cada día, debemos implorar también la apertura del corazón para escuchar el clamor de los indigentes, y la disposición a compartir los dones que recibimos de Dios. Agradezco a Cáritas y otras organizaciones, y por supuesto a tantas personas particulares, lo que vienen haciendo por los demás. Por doquier surgen gestos de generosidad y sacrificio que son como luz que nos alumbra en el camino.

Es particularmente desolador ver cómo muchos jóvenes experimentan con inquietud que su inserción laboral se aplaza más y más. El trabajo no es una suerte, sino un derecho y un deber. Nos unimos a los jóvenes en sus esperanzas y queremos colaborar en la medida de nuestras posibilidades en la realización de sus aspiraciones legítimas.

Muchas personas y familias tienen el pan escaso e inseguro; bastantes de ellas se han visto inmersas en una situación que nunca había entrado en sus cálculos y temores: la crisis las ha despojado dolorosamente de su seguridad y de su modo de vida. El amor cristiano y la solidaridad entre todos debe llevarnos a sufrir con los que sufren; las penurias de los demás son también penurias nuestras. Es motivo de aliento que en este contexto haya muchas personas que contribuyen a que sean cubiertas las necesidades elementales de todos. San Pedro Regalado es ejemplo de sobriedad y fraternidad; la fe en Dios nos descubre en el otro a un hermano y la caridad cristiana nos impulsa a atenderlo.

Las lecturas que hemos escuchado en esta celebración nos hablan del amor, que es corazón y seña de identidad de la moral cristiana. Santa Teresa de Jesús escribió, precisamente en el manuscrito del Camino de Perfección que se conserva en el convento de las carmelitas de Valladolid, que otras realidades han sustraído al amor su nombre. Debemos rescatar la palabra “amor” y devolverle su dignidad. El amor verdadero no es un simple roce de epidermis, ni un sentimiento sin verdad, ni una sensación gratificante, ni encubrimiento de injusticias. Ama a Dios el que guarda sus mandamientos (cf. Jn 15,10). El amor supone y desborda lo que es debido en las relaciones justas entre los hombres. Un adagio de sabiduría popular dice con razón: “Obras son amores, y no buenas razones”; o con palabras del apóstol san Juan: «No amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras» (Jn 3,18).

El amor tiene una capacidad de renovación singular tanto para el que ama como para la persona amada (cf. 1Jn 3,14). La creatividad del amor mutuo tiene su fuente en Dios, ya que «Dios es amor» (1Jn 4,8). El amor es distintivo del Dios revelado en Jesucristo. Dios se ocupa y preocupa de nosotros. La prueba suprema del amor de Dios está en que nos envió a su Hijo; la cruz es el signo supremo del amor de Jesús y del amor del Padre. El amor verdadero se mide por la capacidad de sacrificio a favor de la persona amada; como hemos escuchado en el Evangelio: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13).

Jesús nos manda que nos amemos siguiendo su ejemplo: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros, como yo os he amado» (Jn 13,34). No dice solo «ama a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19,18), sino «como yo os he amado». El mandamiento es nuevo porque el amor de Jesús es su medida y porque su impulso viene del Espíritu del Señor. Este amor es el amor que renueva a quien escucha y obedece la palabra de Dios, y hace hombres nuevos en virtud de la alianza nueva sellada con la sangre de Jesucristo (cf. san Agustín, Tratados sobre el Evangelio de San Juan, 65, 1). De esta caridad debe brotar también la cercanía cordial y efectiva a los que nos necesitan. Si Dios nos ha amado, como acredita la prueba suprema de la cruz, también nosotros debemos amarnos unos a otros. El amor, que proviene de Dios, se convierte en manantial de gozo y de paz en el corazón de quien ama, a diferencia del egoísmo que esteriliza a las personas. La persona generosa con su actuación es una llamada a tender hacia lo excelente; en cambio, el que solo piensa en sí mismo entristece a los demás y causa abatimiento.

María virginalmente concibió, gestó y dio a luz al Hijo de Dios encarnado; por María ha venido el Salvador al mundo. María nos muestra a Jesús, el Fruto bendito de su vientre, como Camino, Verdad y Vida. Hoy, en la fiesta de Nuestra Señora de Fátima, nos acercamos a ella confiadamente. Recibamos la llamada que, a través de los niños sencillos y pobres de Aljustrel, nos dirigió a todos: «La oración por los pecadores y la profunda conversión de los corazones» (Martirologio Romano, p. 307). ¡Que la crisis actual sea una ocasión para volvernos a Dios! ¡Que la quiebra de lo que creíamos seguro nos encamine a descubrir la auténtica seguridad!