Sede Apostólica
Santo Padre
Benedicto XVI

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Mensaje

Jornada Mundial de las Misiones 2012

«Llamados a hacer resplandecer
la Palabra de verdad»
(Carta Apostólica “Porta fidei”, 6)

21 de octubre de 2012


Temas: misión “ad gentes” y evangelización (fe y caridad).

Web oficial: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/messages/missions/documents/hf_ben-xvi_mes_20120106_world-mission-day-2012_sp.html

Publicado: BOA 2012, 429; Ecclesia LXXII/3.644, octubre (2012), 1496-1497.


  • (Introducción)
  • 1. Eclesiología misionera
  • 2. Prioridad de evangelizar
  • 3. Fe y anuncio
  • 4. El anuncio se transforma en caridad

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    Queridos hermanos y hermanas:

    La celebración de la Jornada Misionera Mundial de este año adquiere un significado especial. La celebración del 50º Aniversario del comienzo del Concilio Vaticano II , la apertura del Año de la fe y el Sínodo de los Obispos sobre la nueva evangelización, contribuyen a reafirmar la voluntad de la Iglesia de comprometerse con más valor y celo en la misión ad gentes, para que el Evangelio llegue hasta los confines de la tierra.

    El Concilio ecuménico Vaticano II, con la participación de obispos procedentes de todos los rincones de la tierra, fue un signo luminoso de la universalidad de la Iglesia, al reunir por primera vez a tantos padres conciliares procedentes de Asia, África, Latinoamérica y Oceanía. Obispos misioneros y obispos autóctonos, pastores de comunidades dispersas entre poblaciones no cristianas, que llevaron a las sesiones del Concilio la imagen de una Iglesia presente en todos los continentes, y que eran portavoces de las complejas realidades del entonces llamado “Tercer Mundo”. Enriquecidos por su experiencia como pastores de Iglesias jóvenes y en vías de formación, animados por la pasión de la difusión del Reino de Dios, contribuyeron significativamente a reafirmar la necesidad y la urgencia de la evangelización ad gentes, y de esta manera a llevar al centro de la eclesiología la naturaleza misionera de la Iglesia.

    1. Eclesiología misionera

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    Hoy esta visión no ha disminuido, sino que, por el contrario, ha sido objeto de una fructífera reflexión teológica y pastoral, a la vez que vuelve con renovada urgencia, ya que ha aumentado enormemente el número de aquellos que aún no conocen a Cristo: «Los hombres que esperan a Cristo son todavía un número inmenso», comentó el beato Juan Pablo II en su Encíclica Redemptoris missio sobre la validez del mandato misionero, y agregaba: «No podemos permanecer tranquilos pensando en los millones de hermanos y hermanas, redimidos también por la sangre de Cristo, que viven sin conocer el amor de Dios» (n. 86). En la proclamación del Año de la fe, también yo he dicho que Cristo, «hoy como ayer, nos envía por los caminos del mundo para proclamar su Evangelio a todos los pueblos de la tierra» (Carta Apostólica Porta fidei, 7) ; una proclamación que, como afirmó también el siervo de Dios Pablo VI en su Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, «no constituye para la Iglesia algo de orden facultativo: está de por medio el deber que le incumbe, por mandato del Señor, con vista a que los hombres crean y se salven. Sí, este mensaje es necesario. Es único. De ningún modo podría ser reemplazado» (n. 5). Necesitamos, por tanto, retomar el mismo fervor apostólico de las primeras comunidades cristianas, que, aunque pequeñas e indefensas, fueron capaces de difundir el Evangelio en todo el mundo entonces conocido mediante su anuncio y testimonio.

    Así, no sorprende que el Concilio Vaticano II y el Magisterio posterior de la Iglesia insistan de modo especial en el mandamiento misionero que Cristo ha confiado a sus discípulos y que debe ser un compromiso de todo el pueblo de Dios: obispos, sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas y laicos. El encargo de anunciar el Evangelio en todas las partes de la tierra incumbe principalmente a los obispos, primeros responsables de la evangelización del mundo, ya sea como miembros del colegio episcopal o como pastores de las Iglesias particulares. Ellos, efectivamente, «han sido consagrados no solo para una diócesis, sino para la salvación de todo el mundo» (Redemptoris missio, 63), «mensajeros de la fe, que llevan nuevos discípulos a Cristo» (Ad gentes, 20) y hacen «visible el espíritu y el celo misionero del pueblo de Dios, para que toda la diócesis se haga misionera» (ibíd., 38).

    2. Prioridad de evangelizar

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    Para un pastor, pues, el mandato de predicar el Evangelio no se agota en la atención a la parte del pueblo de Dios cuyo cuidado pastoral le ha sido confiado, o en el envío fidei donum de algún sacerdote, laico o laica. Debe implicar a todas las actividades de la Iglesia local, todos sus sectores y, en resumidas cuentas, todo su ser y su trabajo. El Concilio Vaticano II lo indicó con claridad, y el Magisterio posterior lo ha reiterado con vigor. Esto implica adecuar constantemente estilos de vida, planes pastorales y organizaciones diocesanas a esta dimensión fundamental del ser Iglesia, especialmente en nuestro mundo en continuo cambio. Y esto vale también tanto para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, como para los movimientos eclesiales: todos los componentes del gran mosaico de la Iglesia deben sentirse fuertemente interpelados por el mandamiento del Señor de predicar el Evangelio, de modo que Cristo sea anunciado por todas partes. Nosotros los pastores, los religiosos, las religiosas y todos los fieles en Cristo debemos seguir las huellas del apóstol Pablo, quien, «prisionero de Cristo por los gentiles» (Ef 3,1), trabajó, sufrió y luchó para llevar el Evangelio entre los gentiles (cf. Col 1,24-29), sin ahorrar energías, tiempo ni medios para dar a conocer el mensaje de Cristo.

    También hoy, la misión ad gentes debe ser el horizonte constante y el paradigma en todas las actividades eclesiales, porque la misma identidad de la Iglesia está constituida por la fe en el misterio de Dios, que se ha revelado en Cristo para traernos la salvación, y por la misión de testimoniarlo y anunciarlo al mundo hasta que Él vuelva. Como Pablo, debemos estar atentos a los que están lejos, aquellos que no conocen todavía a Cristo y no han experimentado aún la paternidad de Dios, con la conciencia de que «la cooperación misionera se debe ampliar hoy con nuevas formas, para incluir no solo la ayuda económica, sino también la participación directa en la evangelización» (Redemptoris missio, 82). La celebración del Año de la fe y el Sínodo de los Obispos sobre la nueva evangelización serán ocasiones propicias para un nuevo impulso de la cooperación misionera, sobre todo en esta segunda dimensión.

    3. Fe y anuncio

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    El afán de predicar a Cristo nos lleva a leer la historia para escudriñar los problemas, las aspiraciones y las esperanzas de la humanidad, a la que Cristo debe curar, purificar y llenar con su presencia. En efecto, su mensaje es siempre actual, se introduce en el corazón de la historia y es capaz de dar una respuesta a las inquietudes más profundas de cada ser humano. Por eso, todos los miembros de la Iglesia deben ser conscientes de que «el inmenso horizonte de la misión de la Iglesia, la complejidad de la situación actual, requieren hoy nuevas formas para poder comunicar eficazmente la Palabra de Dios» (Benedicto XVI, Exhortación Apostólica postsinodal Verbum Domini, 97) . Esto exige, ante todo, una adhesión renovada de fe personal y comunitaria en el Evangelio de Jesucristo, «en un momento de cambio profundo como el que la humanidad está viviendo» (Porta fidei, 8).

    En efecto, uno de los obstáculos para el impulso de la evangelización es la crisis de fe, no solo en el mundo occidental, sino en la mayoría de la humanidad, que, no obstante, tiene hambre y sed de Dios, y debe ser invitada y conducida al pan de vida y al agua viva, como la samaritana que llega al pozo de Jacob y conversa con Cristo. Como relata el evangelista Juan, la historia de esta mujer es particularmente significativa (cf. Jn 4,1-30): encuentra a Jesús, que le pide de beber, y luego le habla de un agua nueva, capaz de saciar la sed para siempre. La mujer al principio no entiende, se queda en el nivel material, pero el Señor la guía lentamente a emprender un camino de fe que la lleva a reconocerlo como el Mesías. A este respecto, dice san Agustín: «Después de haber acogido en el corazón a Cristo Señor, ¿qué otra cosa hubiera podido hacer (esta mujer) sino dejar el cántaro y correr a anunciar la buena noticia?» (In Ioannis Ev., 15, 30).

    El encuentro con Cristo como Persona viva que colma la sed del corazón, no puede dejar de llevar al deseo de compartir con otros el gozo de esta presencia y de hacerla conocer, para que todos la puedan experimentar. Es necesario renovar el entusiasmo de comunicar la fe para promover una nueva evangelización de las comunidades y de los países de antigua tradición cristiana, que están perdiendo la referencia de Dios, de forma que se pueda redescubrir la alegría de creer. La preocupación por evangelizar nunca debe quedar al margen de la actividad eclesial ni de la vida personal de los cristianos, sino que ha de caracterizarla de manera destacada, con la conciencia de ser destinatarios y, al mismo tiempo, misioneros del Evangelio. El punto central del anuncio sigue siendo el mismo: el kerigma de Cristo muerto y resucitado para la salvación del mundo; el kerigma del amor de Dios absoluto y total por cada hombre y cada mujer, que culmina en el envío del Hijo eterno y unigénito, el Señor Jesús, quien no rehusó compartir la pobreza de nuestra naturaleza humana, amándola y rescatándola del pecado y de la muerte mediante el ofrecimiento de sí mismo en la cruz.

    En este designio de amor realizado en Cristo, la fe en Dios es ante todo un don y un misterio que hemos de acoger en el corazón y en la vida, y por el cual debemos estar siempre agradecidos al Señor. Pero la fe es un don que se nos ha dado para ser compartido; es un talento recibido para que dé fruto; es una luz que no debe quedar escondida, sino iluminar toda la casa. Es el don más importante que se nos ha dado en nuestra existencia, y no podemos guardárnoslo para nosotros mismos.

    4. El anuncio se transforma en caridad

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    «¡Ay de mí si no evangelizase!», dice el apóstol Pablo (1Co 9,16). Estas palabras resuenan con fuerza para cada cristiano y cada comunidad cristiana en todos los continentes. También en las Iglesias en los territorios de misión, en su mayoría jóvenes, el carácter misionero se ha convertido en una dimensión connatural, incluso cuando ellas mismas aún necesitan misioneros. Muchos sacerdotes, religiosos y religiosas de todas partes del mundo, numerosos laicos y hasta familias enteras dejan sus países y sus comunidades locales, y se van a otras Iglesias para testimoniar y anunciar el Nombre de Cristo, en el cual la humanidad encuentra la salvación. Se trata de una expresión de profunda comunión, de un compartir y de una caridad entre las Iglesias, para que cada hombre pueda escuchar o volver a escuchar el anuncio que cura y, así, acercarse a los sacramentos, fuente de la verdadera vida.

    Junto a este gran signo de fe que se transforma en caridad, recuerdo y agradezco a las Obras Misionales Pontificias, instrumento de cooperación en la misión universal de la Iglesia en el mundo. Por medio de sus actividades, el anuncio del Evangelio se convierte también en una intervención de ayuda al prójimo, de justicia para los más pobres, de posibilidad de instrucción en los pueblos más recónditos, de asistencia médica en lugares aislados, de superación de la miseria, de rehabilitación de los marginados, de apoyo al desarrollo de los pueblos, de superación de las divisiones étnicas, y de respeto por la vida en cada una de sus etapas.

    Queridos hermanos y hermanas, invoco la efusión del Espíritu Santo sobre la obra de la evangelización ad gentes, y en particular sobre quienes trabajan en ella, para que la gracia de Dios la haga avanzar más firmemente en la historia del mundo. Con el beato John Henry Newman, quisiera implorar: «Acompaña, oh Señor, a tus misioneros en las tierras por evangelizar; pon las palabras adecuadas en sus labios, haz fructífero su trabajo». Que la Virgen María, Madre de la Iglesia y Estrella de la Evangelización, acompañe a todos los misioneros del Evangelio.

    Vaticano, 6 de enero de 2012, Solemnidad de la Epifanía del Señor.