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Santo Padre
Benedicto XVI

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Catequesis

Audiencia General - Año de la fe 2012-2013

Introducción a la fe

17 de octubre de 2012


Temas: fe (Credo y vida).

Web oficial: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/audiences/2012/documents/hf_ben-xvi_aud_20121017_sp.html

Publicado: BOA 2012, 594; Ecclesia LXXII/3.646, octubre (2012), 1588-1589.


Queridos hermanos y hermanas:

Hoy desearía introducir el nuevo ciclo de catequesis a desarrollar a lo largo de todo el Año de la fe recién comenzado y que interrumpe —durante este período— el ciclo dedicado a la escuela de la oración. Con la Carta Apostólica Porta Fidei convoqué este Año especial precisamente para que la Iglesia renueve el entusiasmo de creer en Jesucristo, único Salvador del mundo; reavive la alegría de caminar por el camino que Él nos ha indicado; y testimonie de modo concreto la fuerza transformadora de la fe.

La celebración de los cincuenta años de la apertura del Concilio Vaticano II es una ocasión importante para volver a Dios, para profundizar y vivir con mayor valentía la propia fe, y para reforzar la pertenencia a la Iglesia, “maestra de humanidad”, que, a través del anuncio de la Palabra, la celebración de los sacramentos y las obras de caridad, nos guía a encontrar y conocer a Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Se trata del encuentro, no con una idea o con un proyecto de vida, sino con una Persona viva que nos transforma en profundidad a nosotros mismos, revelándonos nuestra verdadera identidad de hijos de Dios. El encuentro con Cristo renueva nuestras relaciones humanas, orientándolas, día a día, a una mayor solidaridad y fraternidad, en la lógica del amor. Tener fe en el Señor no es un hecho que interese solo a nuestra inteligencia, al área del saber intelectual, sino que es un cambio que involucra la vida, la totalidad de nosotros mismos: sentimiento, corazón, inteligencia, voluntad, corporeidad, emociones, relaciones humanas. Con la fe, verdaderamente cambia todo en nosotros y para nosotros, y se revela con claridad nuestro destino futuro, la verdad de nuestra vocación en la historia, el sentido de la vida, el gusto de ser peregrinos hacia la Patria celestial.

Pero —nos preguntamos—, ¿la fe es verdaderamente la fuerza transformadora en nuestra vida, en mi vida? ¿O es solo uno de los elementos que forman parte de la existencia, sin ser el determinante que la condiciona totalmente? Con las catequesis de este Año de la fe querríamos hacer un camino para reforzar o reencontrar la alegría de la fe, comprendiendo que esta no es algo ajeno, separado de la vida concreta, sino que es su alma. La fe en un Dios que es amor, y que se ha hecho cercano al hombre encarnándose y entregándose Él mismo en la cruz para salvarnos y volver a abrirnos las puertas del Cielo, indica de manera luminosa que la plenitud del hombre consiste solo en el amor. Es necesario subrayarlo con claridad hoy, mientras las transformaciones culturales en curso muestran con frecuencia tantas formas de barbarie que llegan bajo el signo de “conquistas de la civilización”: la fe afirma que no existe verdadera humanidad más que en los lugares, gestos, tiempos y formas donde el hombre está animado por el amor que viene de Dios, se expresa como don, y se manifiesta en relaciones ricas de amor, de compasión, de atención y de servicio desinteresado hacia el otro. Donde existe dominio, posesión, explotación, mercantilización del otro por razones egoístas, arrogancia del yo cerrado en sí mismo, el hombre resulta empobrecido, degradado, desfigurado. La fe cristiana, activa en la caridad y fuerte en la esperanza, no limita, sino que humaniza la vida; más aún, la hace plenamente humana.

La fe es acoger este mensaje transformador en nuestra vida; es acoger la revelación de Dios, que nos hace conocer quién es Él, cómo actúa, cuáles son sus proyectos para nosotros. Cierto: el misterio de Dios sigue siempre más allá de nuestros conceptos y de nuestra razón, de nuestros ritos y de nuestras oraciones. Aun así, con la revelación es Dios mismo quien se autocomunica, se relata, se hace accesible. Y a nosotros nos hace capaces de escuchar su Palabra y de recibir su verdad. He aquí entonces la maravilla de la fe: Dios, con su amor, crea en nosotros —a través de la obra del Espíritu Santo— las condiciones adecuadas para que podamos reconocer su Palabra. Dios mismo, en su voluntad de manifestarse, de entrar en contacto con nosotros, de hacerse presente en nuestra historia, nos hace capaces de escucharle y de acogerle. San Pablo lo expresa con alegría y reconocimiento así: «Damos gracias a Dios sin cesar, porque, al recibir la Palabra de Dios, que os predicamos, la acogisteis no como palabra humana, sino, cual es en verdad, como Palabra de Dios que permanece operante en vosotros, los creyentes» (1Ts 2,13).

Dios se ha revelado con palabras y obras durante toda una larga historia de amistad con el hombre, que culmina en la encarnación del Hijo de Dios y en su misterio de muerte y resurrección. Dios no solo se ha revelado en la historia de un pueblo, no solo ha hablado por medio de los profetas, sino que ha traspasado su Cielo para entrar en la tierra de los hombres como hombre, a fin de que pudiéramos encontrarle y escucharle. Y el anuncio del Evangelio de la salvación se difundió desde Jerusalén hasta los confines de la tierra. La Iglesia, nacida del costado de Cristo, se ha hecho portadora de una nueva esperanza sólida: Jesús de Nazaret, crucificado y resucitado, Salvador del mundo, que está sentado a la derecha del Padre y es el juez de vivos y muertos. Este es el kerigma, el anuncio central y rompedor de la fe. Pero desde los inicios se planteó el problema de la «regla de la fe», o sea, de la fidelidad de los creyentes a la verdad del Evangelio, la verdad salvífica sobre Dios y sobre el hombre que hay que custodiar y transmitir, y en la que permanecer firmes. San Pablo escribe: «Os está salvando (el Evangelio) si os mantenéis en la palabra que os anunciamos; de lo contrario, creísteis en vano» (1Co 15,1-2).

Pero ¿dónde hallamos la fórmula esencial de la fe? ¿Dónde encontramos las verdades que nos han sido fielmente transmitidas y que constituyen la luz para nuestra vida cotidiana? La respuesta es sencilla: en el Credo; en la Profesión de fe o Símbolo de la fe nos enlazamos al acontecimiento originario de la Persona y de la historia de Jesús de Nazaret; se hace concreto lo que el Apóstol de los gentiles decía a los cristianos de Corinto: «Os transmití en primer lugar lo que también yo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras, y que fue sepultado y que resucitó al tercer día» (1Co 15,3-4).

También hoy necesitamos que el Credo sea mejor conocido, comprendido y orado. Sobre todo, es importante que el Credo sea, por así decirlo, “reconocido”. Conocer, de hecho, podría ser una acción solamente intelectual, mientras que “reconocer” quiere significar la necesidad de descubrir el vínculo profundo entre las verdades que profesamos en el Credo y nuestra existencia cotidiana, a fin de que estas verdades sean verdadera y concretamente —como siempre lo han sido— luz para los pasos de nuestro vivir, agua que irriga las sequedades de nuestro camino, vida que supera ciertos desiertos de la vida contemporánea. La vida moral del cristiano se inserta en el Credo, donde encuentra su fundamento y su justificación.

No es casualidad que el beato Juan Pablo II quisiera que el Catecismo de la Iglesia Católica , norma segura para la enseñanza de la fe y fuente cierta para una catequesis renovada, se asentara sobre el Credo. Se trató de confirmar y custodiar este núcleo central de las verdades de la fe, expresándolo en un lenguaje más inteligible para los hombres de nuestro tiempo, para nosotros. Es un deber de la Iglesia transmitir la fe, comunicar el Evangelio, para que las verdades cristianas sean luz en las nuevas transformaciones culturales, y los cristianos sean capaces de dar razón de la esperanza que tienen (cf. 1P 3,15). Vivimos hoy en una sociedad profundamente cambiada, también respecto al pasado reciente, y en continuo movimiento. El proceso de secularización y la difusión de una mentalidad nihilista, en la que todo es relativo, han marcado fuertemente la mentalidad común. Así, la vida se vive a menudo con ligereza, sin ideales claros ni esperanzas sólidas, con vínculos sociales y familiares diluidos y temporales. Sobre todo, no se educa a las nuevas generaciones en la búsqueda de la verdad y del sentido profundo de la existencia que supere lo contingente, en la estabilidad de los afectos, en la confianza. Al contrario: el relativismo lleva a no tener puntos de referencia firmes; la sospecha y la volubilidad provocan rupturas en las relaciones humanas, mientras que la vida se vive en el marco de experimentos que duran poco, sin asunción de responsabilidades. El individualismo y el relativismo parecen dominar el ánimo de muchos contemporáneos, y no se puede decir que los creyentes permanezcan del todo inmunes a estos peligros que afrontamos en la transmisión de la fe. La indagación promovida en todos los continentes para la celebración del Sínodo de los Obispos sobre la nueva evangelización ha evidenciado algunos de ellos: una fe vivida de modo pasivo y privado, el rechazo de la educación en la fe, y la fractura entre vida y fe.

Frecuentemente, el cristiano ni siquiera conoce el núcleo central de la propia fe católica, el Credo, de forma que deja espacio a un cierto sincretismo y relativismo religioso, sin claridad sobre las verdades que creer ni sobre la singularidad salvífica del cristianismo. Actualmente, no es tan remoto el peligro de construirse, por así decirlo, una religión personalizada. En cambio, debemos volver a Dios, al Dios de Jesucristo; debemos redescubrir el mensaje del Evangelio y hacerlo entrar de forma más profunda en nuestras conciencias y en la vida cotidiana.

En las catequesis de este Año de la fe desearía ofrecer una ayuda para recorrer este camino, para retomar y profundizar en las verdades centrales de la fe acerca de Dios, del hombre, de la Iglesia, de toda la realidad social y cósmica, meditando y reflexionando sobre las afirmaciones del Credo. Y desearía que quedara claro que estos contenidos o verdades de la fe (fides quae) están directamente vinculados con nuestra vida cotidiana; piden una conversión de la existencia, que da vida a un nuevo modo de creer en Dios (fides qua). Conocer a Dios, encontrarle, profundizar en los rasgos de su rostro, implica a toda nuestra vida, porque Él entra en los dinamismos profundos del ser humano.

Que el camino que recorreremos este año pueda hacernos crecer a todos en la fe y en el amor a Cristo, a fin de que, en las decisiones y en las acciones cotidianas, aprendamos a vivir la vida buena y bella del Evangelio. Gracias.

(Saludo a los peregrinos de lengua española)