Sede Apostólica
Santo Padre
Benedicto XVI

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Catequesis

Audiencia General - Año de la fe 2012-2013

Fe de la Iglesia

31 de octubre de 2012


Temas: fe e Iglesia.

Web oficial: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/audiences/2012/documents/hf_ben-xvi_aud_20121031_sp.html

Publicado: BOA 2012, 602; Ecclesia LXXII/3.648, noviembre (2012), 1662-1663.


Queridos hermanos y hermanas:

Continuamos con nuestro camino de meditación sobre la fe católica. La semana pasada mostré cómo la fe es un don, pues es Dios quien toma la iniciativa y nos sale al encuentro; y así, la fe es una respuesta con la que nosotros le acogemos como fundamento estable de nuestra vida. Es un don que transforma la existencia porque nos hace entrar en la misma visión de Jesús, quien actúa en nosotros y nos abre al amor a Dios y a los demás.

Desearía hoy dar un paso más en nuestra reflexión, partiendo otra vez de algunos interrogantes: ¿La fe tiene un carácter solo personal, individual? ¿Interesa solo a mi persona? ¿Vivo mi fe solo? Cierto: el acto de fe es un acto eminentemente personal que sucede en lo más profundo de lo íntimo y que marca un cambio de dirección, una conversión personal: es mi existencia la que da un vuelco, la que recibe una orientación nueva. En la liturgia del Bautismo, en el momento de las promesas, el celebrante pide la manifestación de la fe católica y formula tres preguntas: ¿Creéis en Dios Padre todopoderoso? ¿Creéis en Jesucristo, su único Hijo? ¿Creéis en el Espíritu Santo? Antiguamente, estas preguntas se dirigían personalmente a quien iba a recibir el Bautismo, antes de que se sumergiera tres veces en el agua. Y también hoy la respuesta es en singular: “Creo”. Pero este creer mío no es el resultado de una reflexión solitaria propia, no es el producto de un pensamiento mío, sino que es fruto de una relación, de un diálogo, en el que hay un escuchar, un recibir y un responder; comunicarme con Jesús es lo que me hace salir de mi “yo” encerrado en mí mismo para abrirme al amor de Dios Padre. Es como un renacimiento, en el que me descubro unido no solo a Jesús, sino también a cuantos han caminado y caminan por la misma senda; y este nuevo nacimiento, que empieza con el Bautismo, continúa durante todo el recorrido de la existencia. No puedo construir mi fe personal en un diálogo privado con Jesús, porque la fe me es donada por Dios a través de una comunidad creyente, que es la Iglesia; así me introduzco en la multitud de los creyentes, en una comunión que no solo es sociológica, sino que está enraizada en el eterno amor de Dios, que en Sí mismo es comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; es Amor trinitario. Nuestra fe es verdaderamente personal solo si es también comunitaria: puede ser mi fe solo si se vive y se mueve en el “nosotros” de la Iglesia, solo si es nuestra fe, la fe común de la única Iglesia.

Los domingos, en la santa misa, recitando el Credo, nos expresamos en primera persona, pero confesamos comunitariamente la única fe de la Iglesia. Ese “creo” pronunciado singularmente se une al de un inmenso coro en el tiempo y en el espacio, donde cada uno contribuye, por así decirlo, a una polifonía concorde en la fe. El Catecismo de la Iglesia Católica lo sintetiza de modo claro así: «“Creer” es un acto eclesial. La fe de la Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta nuestra fe. La Iglesia es la Madre de todos los creyentes. “Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por Madre” (san Cipriano)» (n. 181). Por lo tanto, la fe nace en la Iglesia, conduce a ella y vive en ella. Esto es importante recordarlo.

Al principio de la aventura cristiana, cuando el Espíritu Santo desciende con poder sobre los discípulos, el día de Pentecostés —como narran los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 2,1-13)—, la Iglesia naciente recibe la fuerza para llevar a cabo la misión que le ha confiado el Señor resucitado: difundir por todos los rincones de la tierra el Evangelio, la buena nueva del Reino de Dios, y conducir así a cada hombre al encuentro con Él, a la fe que salva. Los Apóstoles superan todo temor al proclamar lo que habían oído, visto y experimentado en persona con Jesús. Por el poder del Espíritu Santo comienzan a hablar lenguas nuevas, anunciando abiertamente el misterio del que habían sido testigos. En los Hechos de los Apóstoles se nos refiere además el gran discurso que Pedro pronuncia precisamente el día de Pentecostés. Parte de un pasaje del profeta Joel (Joel 3,1-5), refiriéndolo a Jesús y proclamando el núcleo central de la fe cristiana: Aquel que había beneficiado a todos, que había sido acreditado por Dios con prodigios y grandes signos, fue clavado en la cruz y muerto, pero Dios lo resucitó de entre los muertos, constituyéndolo Señor y Cristo. Con Él hemos entrado en la salvación definitiva anunciada por los profetas, y quien invoque su nombre será salvo (cf. Hch 2,17-24). Al oír estas palabras de Pedro, muchos se sienten personalmente interpelados, se arrepienten de sus pecados y se bautizan, recibiendo el don del Espíritu Santo (cf. Hch 2,37-41). Así empieza el camino de la Iglesia, comunidad que lleva este anuncio en el tiempo y en el espacio, comunidad que es el Pueblo de Dios fundado sobre la nueva alianza gracias a la sangre de Cristo, y cuyos miembros no pertenecen a un grupo social o étnico particular, sino que son hombres y mujeres procedentes de toda nación y cultura. Es un pueblo “católico”, que habla lenguas nuevas, universalmente abierto a acoger a todos, más allá de cualquier confín, abatiendo todas las barreras. Dice san Pablo: «No hay griego ni judío, circunciso ni incircunciso, bárbaro, escita, esclavo ni libre, sino Cristo, que lo es todo, y en todos» (Col 3,11).

La Iglesia, por lo tanto, es desde el principio el lugar de la fe, el lugar de la transmisión de la fe, el lugar donde, por el Bautismo, se está inmerso en el Misterio Pascual de la muerte y resurrección de Cristo, que nos libera de la prisión del pecado, nos da la libertad de hijos y nos introduce en la comunión con el Dios Trinitario. Al mismo tiempo, estamos inmersos en la comunión con los demás hermanos y hermanas de fe, con todo el Cuerpo de Cristo, fuera de nuestro aislamiento. El Concilio ecuménico Vaticano II lo recuerda: «Dios quiso santificar y salvar a los hombres no individualmente ni aislados, sin conexión entre sí, sino haciendo de ellos un pueblo, para que le conocieran de verdad y le sirvieran con una vida santa» (Constitución Dogmática Lumen gentium, 9) . Siguiendo con la liturgia del Bautismo, observamos que, como conclusión de las promesas en las que expresamos la renuncia al mal y repetimos “creo” respecto a las verdades de fe, el celebrante declara: «Esta es nuestra fe, esta es la fe de la Iglesia, que nos gloriamos de profesar en Jesucristo, Señor nuestro». La fe es una virtud teologal, donada por Dios, pero transmitida por la Iglesia a lo largo de la historia. El propio san Pablo, escribiendo a los corintios, afirma que les ha comunicado el Evangelio, que a su vez también él había recibido (cf. 1Co 15,3).

Existe una cadena ininterrumpida de vida de la Iglesia, de anuncio de la Palabra de Dios, de celebración de los sacramentos, que llega hasta nosotros y que llamamos Tradición. Ella nos da la garantía de que aquello en lo que creemos es el mensaje originario de Cristo, predicado por los Apóstoles. El núcleo del anuncio primordial es el acontecimiento de la muerte y resurrección del Señor, de donde surge todo el patrimonio de la fe. Dice el Concilio: «La predicación apostólica, expresada de un modo especial en los libros sagrados, se ha de conservar por transmisión continua hasta el fin del tiempo» (Constitución Dogmática Dei Verbum, 8) . Por tanto, si la Sagrada Escritura contiene la Palabra de Dios, la Tradición de la Iglesia la conserva y la transmite fielmente, a fin de que los hombres de cualquier época puedan acceder a sus inmensos recursos y enriquecerse con sus tesoros de gracia. Así, la Iglesia, «con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las generaciones lo que es y lo que cree» (ibíd.).

Finalmente, desearía subrayar que es en la comunidad eclesial donde la fe personal crece y madura. Es interesante observar cómo en el Nuevo Testamento la palabra “santos” designa a los cristianos en su conjunto, y ciertamente no todos tenían las cualidades para ser declarados santos por la Iglesia. ¿Entonces qué se quería indicar con este término? El hecho de que quienes tenían y vivían la fe en Cristo resucitado estaban llamados a convertirse en un punto de referencia para todos los demás, poniéndoles así en contacto con la persona y con el mensaje de Jesús, que revela el rostro del Dios viviente. Y eso vale también para nosotros: un cristiano que se deja guiar y plasmar poco a poco por la fe de la Iglesia, a pesar de sus debilidades, límites y dificultades, se convierte en una especie de ventana abierta a la luz del Dios vivo, que recibe esta luz y la transmite al mundo. El beato Juan Pablo II, en la Encíclica Redemptoris missio, afirmaba que «la misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola!» (n. 2).

La tendencia, hoy difundida, a relegar la fe a la esfera de lo privado contradice, por lo tanto, su naturaleza misma. Necesitamos a la Iglesia para tener confirmación de nuestra fe y para experimentar los dones de Dios: su Palabra, los sacramentos, el apoyo de la gracia y el testimonio del amor. Así, nuestro “yo” podrá percibirse en el “nosotros” de la Iglesia y ser, al mismo tiempo, destinatario y protagonista de un acontecimiento que le supera: la experiencia de la comunión con Dios, que es fundamento de la comunión entre los hombres. En un mundo en el que el individualismo parece regular las relaciones entre las personas, haciéndolas cada vez más frágiles, la fe nos llama a ser Pueblo de Dios, a ser Iglesia, portadores del amor y de la comunión de Dios para todo el género humano (cf. Constitución Pastoral Gaudium et spes, 1) . Gracias por la atención.

(Saludos: En inglés, ofrece sus oraciones por las víctimas y expresa su solidaridad hacia cuantos están comprometidos en la labor de reconstrucción, ante la devastación ocasionada por el huracán que recientemente ha golpeado la costa oriental de los Estados Unidos de América. En español, saluda a los peregrinos de lengua española, en particular a los miembros de la Asociación Mensajeros de la Paz, que están celebrando las bodas de oro de su fundación)