Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

Imprimir A4  A4x2  A5  

Catequesis

Año de la fe 2012-2013

La fe es don de Dios
y respuesta libre del hombre

1 de noviembre de 2012


Temas: Credo y fe (personal y eclesial).

Publicado: BOA 2012, 647.


Es mi intención escribir, a lo largo del Año de la fe , sobre el Credo; deseo ir comentando brevemente los diversos artículos en los que se expresa la fe de la Iglesia. Seguiré de cerca el Catecismo de la Iglesia Católica , de cuya publicación se han cumplido veinte años el 11-10-2012. El Catecismo y el Código de Derecho Canónico son dos frutos estupendos del Concilio Vaticano II. Invito a los lectores a que tengan delante y completen mi elemental comentario con la lectura del apartado correspondiente del Catecismo. El Catecismo de la Iglesia Católica tiene cuatro partes o, de otra manera, se levanta sobre cuatro pilares: la Profesión de la fe bautismal (el Credo), los sacramentos, la vida de la fe (los Mandamientos) y la oración cristiana (el Padre Nuestro). Nos detenemos durante este curso en la primera parte, en sintonía con la invitación del Papa para el Año de la fe.

El Catecismo recoge el llamado Símbolo de los Apóstoles y el Credo de Nicea-Constantinopla, que recitamos indistintamente en la eucaristía los domingos y fiestas. El Credo es el resumen de la fe que profesamos los creyentes; se llama también “Símbolo” porque es un signo de identificación y comunión entre los cristianos. Como la Profesión de la fe está originalmente vinculada al Bautismo, se llama frecuentemente Símbolo bautismal. La lectura directa del Credo nos muestra cómo está articulado en tres capítulos, a saber, en referencia a Dios Padre, al Hijo Jesucristo y al Espíritu Santo.

Unas veces rezamos el Credo en singular y otras en plural: “creo” y “creemos”. Las dos formas de profesión son muy elocuentes. Lo recitamos en singular porque el acto de fe es radicalmente personal. Cada uno decimos libremente “sí” a Dios. Como Dios, al revelársenos, nos ha comunicado su vida íntima, la fe es también entrega personal del hombre a Dios. Nadie puede sustituir a otro en la fe. La fe debe ir creciendo y arraigando en el corazón de cada creyente. Nunca creemos demasiado en Dios. Por eso, cada día debemos decir: “Creo, Señor, pero aumenta mi fe; custodia mi fe, alienta mi fe, fortalece mi fe”.

Aunque la fe es personal, no es un acto aislado; creemos junto con los demás cristianos. Consiguientemente, la fe es tan personal como eclesial. Al creer entramos en la familia de la fe que es la Iglesia. La Iglesia nos precede como Madre, nos sostiene y nos educa en la fe. Nosotros no nos damos a nosotros mismos la fe; la hemos recibido de la Iglesia, que nos engendra con el agua del Bautismo y el poder del Espíritu Santo. Hemos venido a la fe a través de otros cristianos, y ante todo de nuestros padres, que nos han transmitido la antorcha de la fe; compartimos la fe con otros cristianos, y estamos llamados a transmitir a otros el testigo de la fe.

Al decir “creo” profesamos personalmente la fe; y al decir “creemos” nos unimos a la fe de la Iglesia. En la confesión de la fe no debe caber ni el individualismo de quien prescinde de la Iglesia ni la rutina inconsciente de quien hurta y desvía el encuentro personal con Dios.

La fe es un acto profundamente humano y razonable; al hombre le viene bien creer en Dios. Pero la fe no se demuestra lógicamente como un teorema, ni se fundamenta solo racionalmente. Hay muchos signos que nos encaminan hacia la fe, y nos invitan, animados por la gracia de Dios, a dar el salto de la fe. La fe no es racional, pero sí es razonable, como tantas realidades hondamente humanas. ¿Cabe la certeza racional del amor? Al creer en Dios, el hombre halla un descanso singular en sus fatigas (cf. Hb 4,3); y con la luz de la fe, viviendo como creyentes, vemos con mayor claridad. Podemos decir, con el título de un librito precioso, Los ojos de la fe, la fe tiene sus ojos.

En la fe podemos distinguir tres aspectos estrechamente ligados entre sí. La fe, en su núcleo más genuino, consiste en decir a Dios: “Te creo, me fío de Ti”. La fe es también aceptar la revelación de Dios, que no se equivoca ni nos engaña: “Creo lo que dices”; el Credo es justamente la síntesis de lo que Dios ha querido comunicarnos. Por fin, la fe está abierta hacia adelante; al creer, decimos a Dios: “Te confío mi vida; me dejo guiar por ti al futuro siempre desconocido e incierto”; de esta manera, fe y esperanza se unen en la respuesta del hombre a Dios. Con san Pablo, cada uno de nosotros decimos al Señor: “Sé de quién me he fiado y estoy seguro de que tiene el poder de cuidarme hasta el final de mi vida (cf. 2Tm 1,12); agarrado a su mano podré cruzar el umbral de la vida eterna, que se derramará como gozo pleno y sin fin”. La fe es, por lo que acabamos de decir, un homenaje a Dios de nuestra existencia entera.

Invito a todos a dar gracias a Dios por la fe, a cultivarla, a nutrirla con la oración, a encarnarla en la vida, a compartirla con los demás cristianos, y a transmitirla con obras y palabras en nuestro entorno.