Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Conferencia

Congreso de Teología “A los 50 años del Concilio Vaticano II (1962-2012)” en la Universidad Pontificia de Salamanca, organizado por las Facultades de Teología de España y Portugal

El Concilio Vaticano II:
significado actual para la Iglesia

15 de noviembre de 2012


Temas: Concilio Vaticano II.

Publicado: BOA 2012, 654.


  • Introducción
  • 1. Del Concilio Vaticano II a la nueva evangelización
  • 2. La Iglesia, bajo la Palabra de Dios, celebra los misterios de Cristo para la salvación del mundo
  • 3. Comunión, participación y corresponsabilidad en la Iglesia
  • 4. Iglesia, ¿qué dices de Dios?
  • Notas

    |<  <  >  >|Notas

    La perspectiva que proporciona la distancia temporal ayuda a que la mirada se focalice en los relieves más salientes, pasando a segundo plano detalles, anécdotas (a no ser que estas se conviertan en categorías), personajes, estados de ánimo, aspectos que en la proximidad de los hechos impactaron más. Se va produciendo una concentración de la atención en lo que la recepción va poco a poco decantando como de mayor trascendencia.

    El Concilio Vaticano II es sin duda el mayor acontecimiento de la Iglesia católica en el siglo XX; su irradiación ha influido en las relaciones de la Iglesia con otras confesiones cristianas y con otras religiones. No es exagerado decir que ha repercutido en la marcha de la humanidad como tal y, con una incidencia especial, en nuestro país. El Concilio Vaticano II ha acompañado a la Iglesia en los decenios pasados desde su celebración. «Fue una verdadera profecía para la vida de la Iglesia y seguirá siéndolo», dijo Juan Pablo II en la clausura del Congreso Internacional sobre la aplicación del Concilio, en 2000. En el presente y de cara al futuro, es como una “brújula” que le marca el norte a la Iglesia en este tiempo, que no terminamos de comprender si es un cambio de época o una época con numerosos cambios, profundos, rápidos y con repercusión universal. ¿Qué habría sido de la barca de la Iglesia sin esta brújula, que en medio del mar proceloso de la historia nos orienta hacia el norte y el puerto en la travesía? Sabemos los cambios que introdujo en la Iglesia y los desajustes que inicialmente comportan los cambios, pero ha propiciado en la Iglesia una disposición fundamental para responder a los inmensos desafíos del tiempo presente. Desde la conciencia de nuestra debilidad y de la magnitud de los problemas a los que se enfrenta la Iglesia, con el reconocimiento humilde de nuestros fallos y con un realismo que nos ayuda a redescubrir las dimensiones de la fe cristiana y de la misión encomendada por el Señor, podemos y debemos bendecir a Dios por la gracia del Concilio. La celebración de los cincuenta años de su comienzo es una nueva oportunidad para el recuerdo con el agradecimiento a Dios, que es como el perfume de la memoria.

    Frente a todo intento de desacreditación o de valorar el Concilio a la baja o iuxta modum, debe ser releído en sus documentos, utilizando las normas adecuadas de interpretación. En verdad, el Espíritu del Señor ha hablado a su Iglesia en el Concilio. No es legítimo oponer la dimensión pastoral y el alcance magisterial del Vaticano II, sugiriendo la idea de que lo pastoral rebaja la autoridad del mismo Concilio1.

    La noche del 11-10-2012, la Acción Católica Italiana organizó con el Vicariato de Roma una procesión de antorchas desde la Vía de la Conciliazione hasta la Plaza de san Pedro. Quería evocar otra “fiaccolata”, de hace cincuenta años, que parecía incendiar la plaza. Aunque, según cuenta su secretario Loris Capovilla, Juan XXIII se resistía inicialmente a mirar por la ventana, por fin accedió, e impresionado por el espectáculo pronunció un discurso improvisado y memorable, el “discurso de la luna”. También Benedicto XVI se asomó esa noche a la misma ventana para contemplar la inmensa plaza iluminada con mil antorchas. El Papa dijo en esta ocasión: «“Hace cincuenta años, en este día, también estuve yo en la Plaza, con la mirada puesta hacia esta ventana por donde se asomó el buen Papa, el beato papa Juan, y nos habló con palabras inolvidables, palabras llenas de poesía, de bondad, palabras del corazón».

    Continuó: «Estábamos contentos y llenos de entusiasmo. El gran Concilio Ecuménico había sido inaugurado; estábamos seguros de que debía venir una nueva primavera de la Iglesia, un nuevo Pentecostés». Y relacionando aquella esperanza vibrante con el presente, dijo Benedicto XVI: «También hoy estamos felices, traemos alegría en nuestro corazón; pero diría una alegría quizá más sobria, una alegría más humilde». Qué bien dicho: ¡una alegría más humilde! El fuego del Espíritu no es un fuego devorador, sino silencioso. La alegría de entonces fue desbordante, la actual es más recatada. Hay momentos en que la esperanza está fuertemente impulsada por la euforia, y otros en que está marcada por la prueba; pero ambas son esperanza y ambas alegran el corazón. Yo viví el Concilio como estudiante en el Seminario Mayor de Ávila, donde los formadores nos informaban puntualmente y nos ayudaban a entender lo que acontecía; recuerdo aquella efervescencia de la esperanza. (Desde otro punto de vista se podría aludir también a la aprensión y el recelo de algunos, siempre con espíritu de obediencia).

    Cuando fue convocado el Concilio Vaticano II, no había a la vista herejías para ser anatematizadas, ni graves problemas de relajación moral para ser corregidos. Quería acrecentar la vida cristiana, adaptar mejor a las necesidades del tiempo presente las instituciones sometidas a cambio, promover la unidad de los cristianos y fortalecer la misión de la Iglesia en medio del mundo. La perspectiva misionera estaba alentando desde el primer momento la ingente obra de reforma y de renovación. El Concilio abordó con profundidad la vida de la Iglesia para renovarla y hacerla más fiel, poniendo en hora el reloj de su historia y actualizándola (aggiornamento) para hacerla más disponible a su misión evangelizadora. Un Concilio, por tanto, con perspectiva pastoral, aunque no sea fácil precisar el sentido de este adjetivo, que no solo afecta a la Constitución Gaudium et spes.

    En orden a mostrar el significado actual del Concilio, se deben unir la intención conciliar —para lo cual son decisivos los discursos de los Papas— y la situación actual, con la recepción realizada en los decenios transcurridos y los problemas presentes. Es obvio que en lo que a continuación quiero decir se incluye una fuerte dosis de subjetividad. Mi trabajo estaría cumplido si suscitara reflexión y diálogo.

    1. Del Concilio Vaticano II a la nueva evangelización

    |<  <  >  >|Notas

    Durante la última Asamblea del Sínodo de los Obispos, algunos sinodales han conectado el Vaticano II y la nueva evangelización, no simplemente como pilares de un arco de tiempo largo, cincuenta años, sino unidos por un impulso semejante, situándose el Sínodo en la continuación del camino abierto por el Vaticano II.

    Una clave básica para leer y entender el Vaticano II es la perspectiva misionera. Para evangelizar con mayor incidencia, la Iglesia debe renovarse interior y exteriormente; para ser un signo más elocuente de la presencia y actuación de Dios, debe purificar su corazón y su rostro; para que los cristianos podamos ser identificados como discípulos de Jesús, debemos estar unidos. La “conversión pastoral”, con la conversión personal e institucional concomitantes, es necesaria para la evangelización.

    El objetivo misionero fue señalado por Juan XXIII en la Constitución Apostólica Humanae salutis, firmada el 25-12-1961, Fiesta de la Natividad del Señor, con la que convocaba el Concilio. Estas fueron sus palabras: «La Iglesia asiste en nuestros días a una grave crisis de la humanidad, que traerá consigo profundas mutaciones. Un orden nuevo se está gestando, y la Iglesia tiene ante sí tareas inmensas, como en las épocas más dramáticas de la historia. Porque lo que se le pide ahora es que infunda en las venas de la humanidad actual la fuerza perenne, vivificante y divina del Evangelio». Y unas líneas más arriba había escrito: «Jesucristo, antes de subir al cielo, dio a los Apóstoles el mandato de llevar la luz del Evangelio a todas las gentes, y les prometió también con solicitud, como apoyo y garantía de la misión que les había encomendado: “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos” (Mt 28,20). La presencia del Señor se ha advertido sobre todo en los periodos más agitados de la humanidad».

    ¿Han perdido actualidad aquellas palabras del papa Juan XXIII? Parecen pronunciadas también para nuestros días. Como el “hoy” de la necesidad de la conversión pasa de generación a generación (cf. Hb 3,7-4,13), de modo semejante el “hoy” de la urgencia evangelizadora nos apremia también a nosotros. Juan XXIII soñó con un nuevo Pentecostés, que, a imagen del primero, en el que descendió el Espíritu Santo cuando la comunidad estaba reunida en oración, suscitara testigos en el mundo. La siguiente oración, compuesta por el Papa, fue rezada reiteradamente en todos los rincones de la Iglesia: «Renueva en nuestro tiempo los prodigios como de un nuevo Pentecostés, y concede que la Iglesia santa, reunida en unánime y más intensa oración con María, Madre de Jesús, y guiada por Pedro, propague el reino del Salvador divino, que es reino de verdad, de justicia, de amor y de paz». La intención renovadora y evangelizadora engloba otros objetivos que deberá acometer el Concilio. La aspiración fue poner la vitalidad del Evangelio en contacto con la humanidad actual: justo lo que deseamos también hoy. ¡Nuevo Pentecostés, nuevos testigos, nueva evangelización!

    La Iglesia, sin dejar de conocer y reconocer los males del tiempo, contempla a la humanidad con la mirada compasiva de Jesús, y se acerca a ella con la promesa evangélica de la misericordia de Dios. No hay motivos para cambiar la actitud de la Iglesia en relación con el mundo de nuestro tiempo, al cual Dios, por amor, ha enviado a su Hijo, no para condenar, sino para salvar (cf. Jn 3,16-17). La benevolencia cristiana hacia el mundo contemporáneo se inspira en este amor de Dios. El Evangelio es anuncio de salvación para el que cree; como reverso, es denuncia para quienes se resisten a creer, se oponen a Él, e incluso interceptan el acercamiento de otros, ni entran ni dejan entrar; y obedecer el anuncio siempre comporta renuncia. El Evangelio no promueve en nosotros sentimientos de pesimismo ni de optimismo, sino fe, obediencia, amor y esperanza.

    La evangelización conlleva cercanía y diálogo con los hombres para escucharlos y conversar con ellos sobre sus búsquedas e indigencias. Conviene situar en la perspectiva misionera lo que tan bellamente escribió sobre el diálogo Pablo VI, y en esta onda se situó el Concilio.

    Cuando la Asamblea necesitaba abrirse camino en medio de la multitud y dispersión de los esquemas preparados, algunos Padres conciliares hablaron de “Iglesia ad intra” y de “Iglesia ad extra”, mencionando en ocasiones el pasaje del final del Evangelio según San Mateo recordado antes, que fue uno de los más citados en el Concilio, y sugiriendo así de nuevo la orientación misionera. Los comienzos de Lumen gentium (2-4) y Ad gentes (2-4) se corresponden. «La Iglesia aparece como un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (Lumen gentium, 4); y «la Iglesia peregrinante es, por su misma naturaleza, misionera, puesto que toma su origen de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo, según el propósito de Dios Padre» (Ad gentes, 4). La Iglesia arraiga en el misterio de Dios y es misionera por el dinamismo del mismo misterio.

    Juan Pablo II, con la capacidad que poseía para esbozar horizontes grandiosos, habló, en el marco del Jubileo del Año 2000, de una puesta en marcha por el Vaticano II de una gigantesca evangelización en nuestro tiempo. Necesitamos una nueva y vigorosa oleada evangelizadora, que prolongue otras anteriores, como recordó Juan Pablo II2. Aunque el famoso libro de Henri Godine e Yvan Daniel, publicado en 1943, llevó por título Francia, país de misión, advirtió también: «No nos engañemos; mañana ya no es solo nuestra patria, es el mundo entero el que se arriesga a ser “país de misión”; lo que nosotros vivimos hoy, los pueblos lo vivirán a su vez». De esta experiencia, más que de efemérides históricas de gran trascendencia (Milenario de la evangelización en Polonia o V Centenario del comienzo de la evangelización de América), nació en Juan Pablo II la llamada a una “nueva evangelización”.

    Los nuevos movimientos eclesiales pueden remitirse a la renovación conciliar, aunque algunos hayan nacido cronológicamente antes; en ellos se vislumbra y anticipa un nuevo impulso evangelizador, una “nueva primavera de evangelización”.

    El Concilio Vaticano II fue un concilio ecuménico y ecumenista, de los obispos de la Iglesia sobre la Iglesia. Quiso responder a la pregunta: “Iglesia, ¿qué dices de ti misma?”. Pero la indagación sobre sí misma no estaba motivada en la autocomplacencia ni en la reivindicación de sus derechos; tendía, más bien, a descubrir en ella la pertenencia vital a Jesucristo, la convocatoria de Dios Padre y la presencia operante del Espíritu Santo en su vida y en su misión. Vida interior y encargo misionero son inseparables y se refuerzan mutuamente.

    El Concilio enseñó que la Iglesia debe imitar y seguir los pasos de Jesús en el cumplimiento de su misión. «Como Jesucristo realizó la obra de la redención en pobreza y persecución, de igual modo la Iglesia está llamada a recorrer el mismo camino a fin de comunicar los frutos de la salvación a los hombres» (Lumen gentium, 8). Siguiendo a Jesús, que tomó la opción de ser pobre (cf. 2Co 8,9), también la Iglesia debe ser humilde y ver el rostro del Señor en los pobres. Para ser fiel a Jesús, debe purificarse sin cesar. Cuando Juan Pablo II pidió perdón en nombre de la Iglesia por los pecados de su historia, en el Año jubilar, le movió el mismo espíritu del Concilio. Prosigue la Constitución Lumen gentium, haciéndose eco de diversas intervenciones de Padres conciliares: «La Iglesia va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, anunciando la cruz del Señor hasta que vuelva (cf. 1Co 11,26). Se siente fortalecida con la fuerza del Señor resucitado para superar con paciencia y amor todos los sufrimientos y dificultades, tanto interiores como exteriores, y revelar fielmente en el mundo el misterio de Cristo, aunque sea entre sombras, hasta que al final se manifieste a plena luz» (Lumen gentium, 8). La misión de la Iglesia y la forma de cumplir su misión, siguiendo a Jesús, entra dentro del magisterio conciliar sobre la Iglesia, y abre ante nosotros horizontes espirituales y apostólicos.

    2. La Iglesia, bajo la Palabra de Dios, celebra los misterios de Cristo para la salvación del mundo

    |<  <  >  >|Notas

    La Asamblea Extraordinaria del Sínodo de los Obispos celebrada en 1985, a veinte años de la clausura del Concilio Vaticano, tuvo como argumento la celebración, la verificación y la promoción del Concilio Vaticano II. La Relación final, que se hizo pública al terminar la Asamblea, ayudó eficazmente a la comprensión del Concilio, iluminando su ingente obra con tres focos de luz: el misterio de la Iglesia, la Iglesia como comunión y la misión de la Iglesia en el mundo. En los decenios siguientes, estos tres núcleos o perspectivas mayores fueron claves de lectura muy fecundas, por ejemplo en varios Sínodos de Obispos. El mismo título de la Relación final, que he reproducido como encabezamiento de este apartado, es ya una síntesis honda y clarificadora.

    Me voy a detener en dos aspectos, de gran alcance para la significación del Concilio Vaticano II, que aparecen en la Relación bajo el epígrafe “Fuentes de las que vive la Iglesia”, a saber, la Palabra de Dios y la sagrada Liturgia. La Iglesia está invitada a sentarse a una doble mesa, la de la Palabra de Dios y la del Cuerpo de Cristo (cf. Dei Verbum, 21). A la Palabra de Dios y a la Liturgia, cuyo centro es la celebración eucarística, dedicó el Concilio sendas constituciones. La Eucaristía y la Palabra de Dios en la vida y misión de la Iglesia fueron sucesivamente el tema de las Asambleas del Sínodo de los Obispos anteriores a la que ha tratado sobre “La Nueva Evangelización para la transmisión de la fe cristiana”, clausurada hace unas semanas. Como fuente permanente de la Iglesia están la Palabra de Dios y la Eucaristía, tanto en su vitalidad interna como en su dinamismo evangelizador.

    «La renovación litúrgica es el fruto más visible de toda la obra conciliar», dijo la Relación final del Sínodo de 1985 y repitió Juan Pablo II. Aunque existieron algunas dificultades, entre nosotros fue generalmente aceptada por los fieles con satisfacción y provecho. La reforma de la Misa, por ejemplo, no la “modernizó”, sino que la remodeló para que aparecieran más claros los principios básicos y auténticamente tradicionales. La Constitución sobre la Sagrada Liturgia emite en la misma longitud de onda que las Constituciones sobre la Iglesia y sobre la divina Revelación. Sacrosanctum concilium contiene in nuce, podemos decir, la constitución “central y centradora” (Olegario González de Cardedal) del Concilio, la Lumen gentium. La Constitución sobre la Iglesia «es la verdadera columna vertebral de toda la obra del Concilio» (Henri de Lubac).

    La comunidad que celebra la liturgia es epifanía y realización de la Iglesia. Solo quienes pueden, por experiencia propia, establecer la comparación entre la liturgia celebrada antes del Concilio y la liturgia celebrada después de la reforma llevada a cabo por mandato conciliar, pueden apreciar los cambios introducidos y la inmensa riqueza puesta al alcance de los fieles cristianos. Me permito remitir a uno de los grandes liturgistas españoles, Ignacio Oñatibia, para percibir mejor la significación de esta constitución: «Nunca los grandes principios y objetivos del movimiento litúrgico habían encontrado ni valedores tan autorizados, ni una audiencia tan selecta, ni una caja de resonancia tan potente»3 como la tuvo el esquema redactado en un estilo bíblico, patrístico y pastoral sobre la Liturgia al ser discutido en el aula conciliar. El punto de partida es el concepto de liturgia basado en la historia de la salvación, de la que el misterio pascual es su culmen y recapitulación. Define la liturgia como presencia sacramental de la historia salvífica, por la fuerza del Espíritu Santo4. «La decisión del Concilio de preparar al pueblo cristiano una mesa más abundante de la Palabra de Dios (Sacrosanctum concilium, 35, 51 y 92) será considerada sin duda como una de las medidas más fecundas de la historia reciente de la Iglesia»5. La presencia del Misterio que la Palabra anuncia y revela, y la capacidad kerigmática y catequética de la Liturgia lo pedían. Se abrió un horizonte, que todavía y siempre debemos descubrir y recorrer.

    Es una novedad en la historia de la recepción y asimilación de los documentos conciliares el que numerosos párrafos del Vaticano II hayan sido introducidos como lecturas en la Liturgia de las Horas; es un signo importante de su dimensión espiritual y pastoral. Aquella excelente decisión topaba inmediatamente con una limitación. Mientras el latín encubría el desconocimiento de la Sagrada Escritura por parte de los fieles cristianos, cuyo acceso a la misma había estado prácticamente vedado durante siglos, el texto pasó inadvertido; pero al ser introducidas las lenguas vernáculas en la celebración litúrgica, dejaron al descubierto el contenido de los textos bíblicos, experimentando los oyentes frecuentemente la distancia y la extrañeza de los pasajes proclamados. Esta constatación pone de relieve una necesidad básica: para participar plenamente en la liturgia es necesaria una iniciación en la Sagrada Escritura. La celebración litúrgica fructífera comporta un ars celebrandi digno, bello, sencillo y orante; una participación atenta, consciente y creyente; un conocimiento fundado y familiar de la Palabra de Dios; el cuidado de los cantos en la música y en la letra; el silencio como ámbito de meditación y el que la persona entre profundamente en contacto con los misterios santos para que retorne iluminada a la existencia diaria. El ámbito celebrativo acogedor, bien adornado y luminoso; el ritmo de la celebración, ni acelerado ni cansino; la expresión ni teatral ni intimista; la persuasión de que la belleza, junto con la verdad y el amor, conducen y manifiestan la presencia de Dios, son ingredientes importantes del ars celebrandi.

    El hecho de que bastantes reformas conciliares fueran aprobadas ad experimentum probablemente sirvió en ocasiones de coartada para introducir novedades atrevidas, en un ambiente de desbordante efervescencia innovadora, que afectó negativamente al carácter sagrado de la Liturgia. El inmovilismo secular había comenzado a moverse, unas veces por legítimas y oportunas reformas enriquecedoras, y otras por iniciativas particulares arbitrarias. Superado el impacto reformista, con la novedad y la incomodidad que suscita, y excluido el atrevimiento rompedor, que hoy nos llama la atención hasta dónde llegó en ocasiones, debemos continuar profundizando en el sentido genuino de la Liturgia y en la lectura orante de la Sagrada Escritura. Desde hace tiempo se ha recobrado la sensatez y la generosidad de espíritu para apreciar en su justo valor la piedad popular. Es falta de respeto a la Liturgia, a la Iglesia que la celebra como expresión de su fe y a los cristianos participantes el que el sacerdote cambie, suprima y añada a su gusto. Una cosa es celebrar sin encorsetamientos y otra inventarse plegarias o atropellar los ritos (cf. ibíd., 22).

    Los medios de comunicación social influyeron poderosamente tanto en la resonancia de la celebración del Concilio como en el ritmo de su recepción, unas veces potenciando lo que se decía y hacía, y otras interfiriendo. Los medios han sido conformadores de la opinión pública sobre el Concilio, en ocasiones introduciendo interpretaciones no coincidentes con el Concilio6.

    El Concilio ha preparado a la Iglesia con la mesa bien surtida de la Palabra de Dios y con la reforma litúrgica para celebrar, vivir y transmitir el Evangelio con mayor hondura y trasparencia. Las adherencias de siglos han sido limpiadas para que la vuelta a las fuentes y a los cimientos de la Iglesia nos hagan más aptos para ser testigos del Señor en nuestro tiempo, sin anacronismos de ayer o antesdeayer ni repliegues miedosos en un recinto separado del mundo. Como la importancia de la Sagrada Escritura en la celebración litúrgica es de primer orden (cf. ibíd., 24), conviene que la formación bíblica y la litúrgica discurran en mutua referencia.

    3. Comunión, participación y corresponsabilidad en la Iglesia

    |<  <  >  >|Notas

    «El concepto de comunión (koinonía), puesto de relieve en los textos del Concilio Vaticano II, es muy adecuado para expresar el núcleo profundo del misterio de la Iglesia y, ciertamente, puede ser una clave de lectura para una renovada eclesiología católica»7. Durante la primera Asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos en 1969, había aparecido esta convicción: «La innovación del Vaticano II de mayor trascendencia para la Eclesiología y para la vida de la Iglesia ha sido el haber centrado la Teología del misterio de la Iglesia sobre la noción de comunión»8. La noción eclesial de communio contiene perspectivas teológicas, espirituales, pastorales, canónicas y también sociales. Siendo la comunión tan decisiva en el Vaticano II, es lógico que la vida de la Iglesia en el posconcilio se vaya impregnando de la realidad tan rica de la communio. El impulso dado por el Concilio a la comunión eclesial no fue una acción aislada localizada en el tiempo; nos abrió un camino de futuro.

    El arco de realidades que cubre la comunión en la vida de la Iglesia es amplísimo. Parte de la unidad en la fe, la esperanza y el amor a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. La fe y la conversión a Dios del hombre es sellada sacramentalmente por el sacramento del Bautismo, que crea la situación básica de la comunión, introduciendo a los bautizados en la familia de la fe; podemos afirmar que el cristiano es como tal un hermano. La Eucaristía, celebración sacramental de la Pascua de Jesucristo, es sacramento de la unitas Ecclesiae. Los carismas y servicios, los ministerios recibidos por la ordenación sacramental, los estados de vida y las diferentes vocaciones sirven para enriquecer la vida y potenciar la misión de la comunidad eclesial. La Iglesia como comunión está presidida, visiblemente fundada y eventualmente defendida por los obispos, cuyo centro de unidad es el obispo de Roma. La comunión debe traducirse en la colecta de bienes para los necesitados. La Iglesia es communio fidelium, communio Ecclesiarum y communio hierarchica. La comunión eclesial se realiza en la comunicación de los discípulos del Señor dentro de la Iglesia católica; impulsa al ecumenismo, al diálogo interreligioso y a la solidaridad con todos los hombres como fermento de reconciliación y de paz. La unidad eclesial no es unidad de unicidad, sino unidad de comunión; es unidad en la diversidad de personas, dones del espíritu, miembros del Cuerpo de Cristo.

    El Código de Derecho Canónico de 1983 es fruto de un esfuerzo extraordinario por traducir al lenguaje canónico la doctrina teológica conciliar, en continuidad con la tradición genuina de la Iglesia. Por eso, los elementos que caracterizan la imagen de la Iglesia del Concilio son asumidos por el Código, a saber: la Iglesia en cuanto Pueblo de Dios, la autoridad jerárquica como servicio, la doctrina que contempla a la Iglesia como “comunión”, y la doctrina según la cual todos los miembros del Pueblo de Dios, cada uno según su manera propia, participan de la triple misión de Jesucristo sacerdote, profeta y rey. «Es común la dignidad de los miembros, que deriva de su regeneración en Cristo; común la gracia de la filiación; común la llamada a la perfección; una misma salvación, una sola fe, un amor indiviso» (Lumen gentium, 32). Nada debe socavar la fraternidad cristiana, la auténtica igualdad, la común dignidad. La condición compartida por todos los cristianos no es incompatible con vocaciones diferentes, responsabilidades peculiares, servicios diversos ni variados ministerios, recibidos sacramentalmente en orden al bien común de la Iglesia. Estas diferencias no rompen la fraternidad, ya que la Iglesia no es una masa amorfa, sino un cuerpo organizado. Nadie puede prescindir de nadie, ni declarar a otros miembros sobrantes o inútiles.

    La naturaleza, finalidad, composición y funcionamiento del Sínodo de los Obispos, conferencias episcopales, consejos presbiterales y de pastoral brotan de la comunión y plasman el dinamismo de la comunión en la Iglesia. Siempre debe haber un centro de comunión, si queremos realmente que la multiplicidad no se disperse; y siempre debe haber una participación sincera, fraternal, humilde y franca de todos. La vida de los organismos de comunión exige escucha recíproca, amor a la comunión eclesial y honda inquietud misionera. En estos organismos se refleja también la adultez humana, cristiana y apostólica. La Eclesiología conciliar nos ha ayudado a comprender más hondamente que la persona constituida en autoridad por la ordenación sacramental está incorporada a una profunda fraternidad en el servicio. Esta se traduce en el Colegio Episcopal y en sus diferentes ámbitos y maneras de actuación, en el presbiterio de una diócesis, en los consejos parroquiales. La Asamblea del Sínodo de los Obispos recién terminada es una muestra más del acierto de su creación y de su fecundidad para la vida y la misión de la Iglesia.

    Quien preside, preside en el Señor; por tanto, como servidor, sin dominar sobre la comunidad de los fieles, y sin acaparar la primera, última y palabras intermedias. Y al mismo tiempo, no debe abdicar del encargo recibido, de la potestad para edificar que le fue conferida, de la responsabilidad que le ha sido confiada. Mandar, cuando es necesario, y obedecer, cuando es exigencia cristiana, son verdaderos servicios eclesiales. La llamada por Dios, el envío por parte de Jesús como Él había sido enviado por el Padre, la autoridad otorgada por el Señor, reclaman también un estilo de actuar en la manera tanto de ejercer el ministerio como de vivir moralmente9.

    Crecer en la comunión eclesial; articular en la existencia del ministro tanto la fraternidad bautismal como la responsabilidad personal en el ejercicio del ministerio; fomentar la comprensión, hoy difícil en nuestra sociedad, de que la diversidad no debe traducirse en discriminación, sino en complementariedad recíproca y en servicio a la Iglesia; radicar la comunión en la Trinidad de Dios y no en reivindicaciones democráticas, aunque el impulso legítimo de los ciudadanos a la participación haya sido decididamente asumido por la Iglesia; vivir la corresponsabilidad desde la comunión en el Señor, etc., son vías abiertas, que vamos recorriendo, que acreditan el Evangelio y que corresponden a la dignidad de los cristianos, que debemos sostener con fidelidad. La fecundidad del Concilio en este campo es muy abundante.

    4. Iglesia, ¿qué dices de Dios?

    |<  <Notas

    El Concilio Vaticano II, según el diseño que apareció la última semana del primer periodo, con intervenciones tan relevantes como las de los cardenales Suenens y Montini, se centró en el tema de la Iglesia, en su vida interior y en su relación convivente, servicial y misionera con la humanidad.

    Pero, junto a la acción de gracias a Dios por la obra realizada en el Concilio, con la satisfacción consecuente de sus miembros y de toda la Iglesia, no pasaba inadvertido un problema de fondo. Pablo VI, en el coloquio mantenido con Alberto Cavallari, aparecido el 3-10-1965 en el periódico Corriere della sera, la víspera de marchar el Papa a Nueva York, a la Sede de las Naciones Unidas, expresa con lucidez y al mismo tiempo con cierta preocupación lo siguiente: «Este diálogo y esta nueva actitud de la Iglesia (hacia el mundo) comportan ciertamente discusión dentro de la Iglesia. Y el Vaticano, por eso, se encuentra en el centro de la atención mundial. Pero el problema verdadero continúa siendo lo que decíamos: la Iglesia en un mundo que en gran parte pierde su propia fe». Sigue el articulista citando al Papa: «El Concilio está mostrando que, junto a una crisis de la fe en el mundo, no hay por fortuna una crisis de la Iglesia. La formación de los dos grupos, progresistas y no progresistas, como se dice, no implica nunca el problema de la fidelidad»10.

    Benedicto XVI, en la homilía del 11-10-2012, en la Apertura del Año de la fe y de la Conmemoración de los cincuenta años del Concilio Vaticano II, dijo: Si los Padres conciliares «se abrieron con confianza al diálogo con el mundo moderno, fue porque estaban seguros de su fe, de la roca firme sobre la que se apoyaban. En cambio, en los años sucesivos, muchos aceptaron sin discernimiento la mentalidad dominante, poniendo en discusión las bases mismas del depositum fidei, que desgraciadamente ya no sentían como propias en su verdad. Si la Iglesia propone hoy un nuevo Año de la fe y la nueva evangelización, no es para conmemorar una efeméride, sino porque hay necesidad de ello, todavía más que hace cincuenta años… En estos decenios ha aumentado la “desertificación” espiritual. Si ya en tiempos del Concilio se podía saber, por algunas trágicas páginas de la historia, lo que podía significar una vida, un mundo sin Dios, ahora lamentablemente lo vemos cada día a nuestro alrededor. Se ha difundido el vacío. Pero precisamente a partir de la experiencia de este desierto, de este vacío, es como podemos descubrir nuevamente la alegría de creer, su importancia vital para nosotros, hombres y mujeres. En el desierto se vuelve a descubrir el valor de lo que es esencial para vivir; así, en el mundo contemporáneo, son muchos los signos de la sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo manifestados de forma implícita o negativa. Y en el desierto se necesitan sobre todo personas de fe que, con su propia vida, indiquen el camino hacia la tierra prometida, y de esta forma mantengan viva la esperanza».

    Cuando acudimos a los textos del Concilio y aspiramos el espíritu que alienta en ellos, buscando orientación para nuestro tiempo, no podemos pasar por alto, al menos en nuestras latitudes, la actitud del hombre en relación con Dios. ¿Por qué el hombre se olvida de Dios? ¿Por qué juzga a Dios como irrelevante para lo que es importante en la vida? ¿Por qué el discurso sobre Dios tiende a unirse con un estadio precientífico, infantil y precrítico de la historia de la humanidad? ¿Por qué el rechazo, la indiferencia, el desinterés hacia Dios? ¿Por qué anunciar el Reino de Dios no es hoy buena noticia? A diferencia de Pablo, que se encontró en Atenas con un pueblo muy religioso (cf. Hch 17,22), hoy nosotros anunciamos el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo en un mundo profundamente caracterizado por la secularización. Es verdad que las cosas, cuando se las mira de cerca, son más complejas. Han surgido numerosos planteles de admirable vitalidad cristiana formados por jóvenes. No deja de haber personas que buscan a Dios; el deseo a veces reprimido de Dios en el corazón del hombre solicita sin cesar una respuesta, ya que la imagen de Dios no se ha borrado en el hombre; también Dios se hace presente paradójicamente en forma de ausencia, de “desierto espiritual”, de vacío, de querencia interior.

    Los cristianos somos conscientes de que hablar de Dios implica una dificultad especial, ya que Dios no es un objeto a mano, a nuestro alcance, como otros objetos. ¿Quién es Dios? ¿Dónde está Dios? ¿Cómo actúa? ¿Cómo se le encuentra? El reconocimiento de Dios reclama la actuación del hombre entero: razón, inteligencia, corazón, conducta; escucha de las preguntas vitales, de los signos objetivos y del testimonio de otras personas; apertura sincera del espíritu y búsqueda del sentido de la vida en el presente y de cara al futuro; decisión para acoger a Dios cuando converja todo razonablemente.

    En esta situación, podemos escuchar la pregunta que se nos dirige: “Iglesia, ¿qué dices de Dios?”. El Concilio habló del ateísmo como problema teológico en unos párrafos muy logrados de Gaudium et spes (nn. 19-21)11. «Es uno de los fenómenos más graves de nuestro tiempo» (n. 19). Está muy difundido. Si en otro tiempo eran contados los ateos, agnósticos e increyentes, hoy la cultura está impregnada profundamente de indiferencia religiosa. El ateísmo «no es un fenómeno original, sino un fenómeno derivado de diversas causas, entre las que se debe contar también la reacción crítica contra las religiones, y ciertamente, en algunas zonas del mundo, contra la religión cristiana» (n. 19). «La Iglesia afirma que el reconocimiento de Dios no se opone en modo alguno a la dignidad humana, ya que esta dignidad se funda y se perfecciona en el mismo Dios» (n. 21). Porque la Iglesia está convencida de que el Evangelio conecta con los deseos más profundos del corazón humano, invita respetuosamente a los ateos a considerarlo con un corazón abierto.

    La marea secularizadora no ha dejado de subir. Se escucha frecuentemente con respeto a quien habla de Dios con sabiduría y vivencia personal, pero no aparecen signos de un cambio en la actitud que prescinde de Dios. El hombre necesita ampliar los espacios de la racionalidad sin reducirla a lo científico, funcional y verificable. Hay situaciones en que la presión interna y externa es tan fuerte que mentar a Dios parece incluso de mal gusto, algo que queda fuera del discurso correcto12.

    La obra del Concilio se desarrolló suponiendo la fe en Dios, dejando, es verdad, constancia de la importancia del fenómeno del ateísmo, y afirmando que el reconocimiento de Dios y la dignidad del hombre son inseparables. Pero el mundo siguió su curso en relación con Dios, es decir, alejándose. Hoy ha venido a ser, como ha repetido el papa Benedicto XVI, la prioridad pastoral; la transmisión de la fe en Dios es la aspiración de la nueva evangelización, que concita nuestras ocupaciones y preocupaciones apostólicas. Hablando el Papa a cristianos de otras confesiones, les ha recordado que todos debemos ser testigos de Dios en nuestras sociedades, que olvidan la historia de la fe y se distancian de Dios. Hay un ecumenismo espiritual y de la caridad, y también del testimonio evangelizador.

    Sin el horizonte de Dios, el mensaje evangélico queda radicalmente mutilado y desfigurado; y lo mismo podemos decir a propósito de la vida eterna, íntimamente unida a la fe en Dios, que es el Señor de la Vida. La Iglesia no puede dejar de atender a este signo de los tiempos, que aparece con mayor gravedad que en tiempos del Concilio. Volviendo a los documentos conciliares hallamos inmediatamente la base para la respuesta. La Iglesia está fundamentada en la revelación y la comunicación de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, como enseña al mismo inicio la Constitución sobre la Iglesia. Hoy, incluso, nos inclinamos a pensar que fue un arranque providencial. La Iglesia, consiguientemente, debe subrayar la dimensión teologal de su origen y fundamento, de su vida y sentido. La misión de la Iglesia tiene que ver con la salvación del hombre, que, siendo trascendente, manifiesta ya signos salvíficos en medio de la historia. El amor de los cristianos a los hombres desea «cuidar los cuerpos y salvar las almas» (santa Teresa Jornet). La Iglesia tiene su comienzo y fundamento permanente en Dios.

    Juan Pablo II, que siendo obispo de Cracovia colaboró particularmente en la elaboración de la Constitución Gaudium et spes, repitió muchas veces: «El misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado»13. ¿Por qué no relacionamos esta aserción, tan verdadera como brillante, con el comienzo de la Constitución sobre la Iglesia: «Lumen gentium cum sit Christus»? Por la redacción un poco forzada, se puede inferir que las primeras palabras, que son el título de la Constitución central del Vaticano II, habían sido elegidas previamente: «Jesucristo es la luz de los pueblos, de la humanidad, del mundo». Efectivamente, como muestran el radiomensaje de Juan XXIII del 11-9-1962 y el discurso de la solemne apertura del Concilio, las expresiones “Lumen Christi”, “Lumen Ecclesiae”, “Lumen gentium” están concatenadas. «Cristo es la luz de los pueblos. Por eso este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea vehementemente iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo, que resplandece sobre el rostro de la Iglesia, anunciando el Evangelio a todas las criaturas (cf. Mc 16,15)» (Lumen gentium, 1). Esta frase articula perfectamente una especie de juego de luces muy elocuente, que el Concilio quiso expresar en la misma obertura de la Constitución.

    En el rostro de Jesús brilla la luz de Dios; Él es el rostro personal de Dios. «Quien me ha visto, ha visto al Padre» (Jn 14,9; cf. 2Co 4,6; Ef 5,14). Jesús es la puerta y el camino para acceder al misterio de Dios Padre, Amigo de los hombres, Amor incondicional, Verdad amable. Escuchando las palabras de Jesús, contemplando su comportamiento en el trato con las personas y en la comunicación con Dios, viendo la manera como afronta la muerte y como muere, escuchando con un corazón abierto la proclamación de la resurrección, de su victoria sobre la muerte y el pecado, vamos siendo conducidos hasta el mismo Dios, del que nuestro mundo se desinteresa, dándolo por excluido14.

    Por Jesús, como Narrador y Revelador del Padre, somos conducidos con la luz del Espíritu a conocer interiormente a Dios. Desde la historia de Jesús ascendemos al misterio trinitario, a la intimidad de Dios. La condescendencia de Dios y su amor al hombre nos han abierto el camino para ir desde la Imagen al Dios invisible (cf. Col 1,15; Tt 3,4-7). En este itinerario hacia Dios somos guiados por las huellas que Él dejó y nosotros rastreamos en el mundo y en la historia, por las voces secretas del corazón y, de modo singular y único, por medio de Jesucristo, Hijo de Dios encarnado y Mediador entre Dios y los hombres. Siguiendo a Jesús en su recorrido histórico, se rompen nuestras imágenes e ideas sobre Dios. Dios nos ama como Amor sin límites, como Verdad sustentadora e iluminadora de la vida. Dios es Amor, Dios es Padre, Dios es Belleza que cautiva. ¡No tengamos miedo de acogerlo libremente y dejarnos guiar por su mano!

    La Iglesia es sacramento universal de salvación. «La Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium, 1). La Iglesia es actuada por el Espíritu Santo para que sirva a la salvación de los hombres (cf. Lumen gentium, 8). El misterio de Dios se hace fuente de vida eterna y dinamismo misionero por el envío de Jesús y por la efusión del Espíritu Santo en la Iglesia; por esta vía, el hombre retorna al hogar de Dios Padre, Hijo y Espíritu. El Concilio respondió a la pregunta que en el itinerario providencial de la historia le correspondía: “Iglesia, ¿qué dices de ti misma?”. Y al contestar a esta pregunta, ha respondido también a la que hoy nosotros podemos formular: “Iglesia, ¿qué dices de Dios?”. La Iglesia ha hablado de Dios hablando de sí misma, y viceversa, ha hablado de sí misma hablando de Dios.


    Notas:

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    [1]  Cf. Salvador Pié-Ninot, “La recepción del Vaticano II: Entre reforma y restauración”, en: Vida Nueva (pliego), 2823 (10 al 16-11-2012), pp. 23-30. Pronto aparecerá el texto completo en la Revista Catalana de Teología 37 (2012), pp. 281-301. Santiago Madrigal, Vaticano II: Remembranza y actualización, Santander 2002. Id., Unas lecciones sobre el Vaticano II y su legado, Madrid 2012. Otto Hermann Pesch, Il Concilio Vaticano Secondo, Prehistoria, svolgimento, risultati, storia pos-conciliare, Brescia 2005. Jesús Espeja, A los 50 años del Concilio. Camino abierto para el siglo XXI, Madrid 2012. Agostino Marchetto, Il Concilio Ecumenico Vaticano II. Contrappunto per la sua storia, Roma 2005. Id. Il Concilio Ecumenico Vaticano II, Per la sua correcta ermeneutica, Roma 2012. Brunero Gherardini, Vaticano II: Una explicación pendiente, Larraya (Navarra) 2001. Serafino M. Lanzetta, Iuxta modum, Il Vaticano II riletto alla luce della Tradizione della Chiesa, Siena 2012. Giuseppe Ruggieri, Peter Hünermann, Gilles Routhier y Christoph Théobald, Le Concile Vatican II en débat, París 2011. Josep María Rovira Belloso, “El Concilio Vaticano II. Su significación”, en: Phase 310 (2012), pp. 315-328. John W. O’Malley, ¿Qué pasó en el Vaticano II?, Santander 2012. Como era de esperar, la celebración de los cincuenta años de la apertura del Concilio Vaticano II ha motivado muchas publicaciones. Para una información amplia y una valoración sucinta pero suficiente remito a Pié-Ninot.
    [2]  Cruzando el umbral de la Esperanza, Barcelona 1995, pp. 119-128.
    [3]  “Introducción a la Constitución sobre la Sagrada Liturgia”, en: Concilio Vaticano II. Constituciones. Decretos. Declaraciones, edición promovida por la Conferencia Episcopal Española, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1993, p. 211. Acerca de la sintonía entre la Constitución sobre la Liturgia y la Constitución sobre la Iglesia, puede verse: John W. O’Malley, o. c., p. 193, teniendo en cuenta las implicaciones eclesiológicas de la Liturgia.
    [4]  Ibíd., p. 212.
    [5]  Ibíd., p. 213. Cf. Pere Tena, “Celebrar la liturgia después de una reforma”, en: Phase 309 (2012), pp. 227-243. Contiene observaciones y valoraciones importantes. Aurelio García Macías, “La mutua implicación entre fe y liturgia”, en: Phase 311 (2012), pp. 431-443.
    [6]  Cf. John W. O’Malley, o. c., pp. 55 ss., 185.
    [7]  Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos de la Iglesia católica sobre algunos aspectos de la Iglesia considerada como comunión (28-5-1992), 1.
    [8]  Ángel Antón, cit. en: Ricardo Blázquez, La esperanza en Dios no defrauda, Madrid 2004, p. 256.
    [9]  Cf. san Cirilo de Alejandría, cit. en: Liturgia de las Horas IV, pp. 1324 s.
    [10]  Cf. L’Osservatore Romano, Vaticano II, 11-10-2012, p. 57.
    [11]  Cf. Cándido Pozo, “Introducción a la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual”, en: Concilio Vaticano II, p. 296. Introduciendo una novedad en la historia de los concilios, esta Constitución se dirige, no solo a los hijos de la Iglesia, sino también a todos los hombres (n. 2). Por eso utiliza una actitud “heurística” consonante con el diálogo que mueva a los interpelados a buscar la verdad (p. 293).
    [12]  Cf. Alberto Piola, “Élargir les espaces de rationalité. Une proposition de Benoît XVI”, en: Nouvelle Revue Théologique 134 (2012), pp. 233-251.
    [13]  Cf. Santiago Madrigal, Tríptico conciliar. Relato-misterio-espíritu del Vaticano II, Santander 2012, p. 112: Karol Wojtyla, más tarde Juan Pablo II, opinaba que con esta cita se estaba tocando “un punto clave del pensamiento conciliar”. Fue un presupuesto fundamental para su Encíclica Redemptor hominis.
    [14]  Cf. Rino Fisichella, La nueva evangelización, Santander 2012, pp. 53-64. Recordemos un Prefacio de Navidad: «Gracias al misterio de la Palabra hecha carne, la luz de tu gloria brilló ante nuestros ojos con nuevo resplandor, para que, conociendo a Dios visiblemente, Él nos lleve al amor de lo invisible».