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Catequesis

Audiencia General - Año de la fe 2012-2013

Deseo de Dios

7 de noviembre de 2012


Temas: fe (trascendencia: amor y deseo).

Web oficial: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/audiences/2012/documents/hf_ben-xvi_aud_20121107_sp.html

Publicado: BOA 2012, 721; Ecclesia LXXII/3.650, noviembre (2012), 1740-1741.


Queridos hermanos y hermanas:

El camino de reflexión que estamos realizando juntos en este Año de la fe nos conduce a meditar hoy sobre un aspecto fascinante de la experiencia humana y cristiana: el hombre lleva en sí un misterioso deseo de Dios. De modo muy significativo, el Catecismo de la Iglesia Católica se abre precisamente con la siguiente consideración: «El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y solo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar» (n. 27).

Tal afirmación, que también hoy se puede compartir totalmente en muchos ambientes culturales, casi obvia, podría en cambio parecer una provocación en el ámbito de la cultura occidental secularizada. Muchos contemporáneos nuestros podrían objetar que no advierten en absoluto un deseo tal de Dios. Para amplios sectores de la sociedad, Él ya no es el esperado, el deseado, sino más bien una realidad que deja indiferente, ante la cual no se debe siquiera hacer el esfuerzo de pronunciarse. En realidad, lo que hemos definido como “deseo de Dios” no ha desaparecido del todo y se asoma también hoy, de muchas maneras, al corazón del hombre. El deseo humano tiende siempre a determinados bienes concretos, a menudo de ningún modo espirituales, y sin embargo se encuentra ante el interrogante sobre qué es de verdad “el” bien, y por lo tanto ante algo que es distinto de sí mismo, que el hombre no puede construir, pero que está llamado a reconocer. ¿Qué puede saciar verdaderamente el deseo del hombre?

En mi primera Encíclica, Deus caritas est , procuré analizar cómo se lleva a cabo ese dinamismo en la experiencia del amor humano, experiencia que en nuestra época se percibe más fácilmente como momento de éxtasis, de salir de uno mismo; como situación donde el hombre advierte que le traspasa un deseo que le supera. A través del amor, el hombre y la mujer experimentan de manera nueva, el uno gracias al otro, la grandeza y la belleza de la vida y de lo real. Si lo que experimento no es una simple ilusión, si de verdad quiero el bien del otro como camino también hacia mi bien, entonces debo estar dispuesto a des-centrarme, a ponerme a su servicio, hasta renunciar a mí mismo. La respuesta a la cuestión sobre el sentido de la experiencia del amor pasa, por lo tanto, a través de la purificación y la sanación de lo que quiero, requeridas por el bien mismo que se quiere para el otro. Debemos ejercitarnos, entrenarnos, también corregirnos, para que verdaderamente podamos querer ese bien.

El éxtasis inicial se traduce así en peregrinación, «como camino permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el descubrimiento de Dios» (Deus caritas est, 6). A través de ese camino, el hombre podrá profundizar progresivamente en el conocimiento de ese amor que había experimentado inicialmente. Y también se irá perfilando cada vez más el misterio que este representa: ni siquiera la persona amada, de hecho, es capaz de saciar el deseo que alberga el corazón humano; es más, cuanto más auténtico es el amor por el otro, más hace que se entreabra el interrogante sobre su origen y su destino, sobre la posibilidad que tiene de durar para siempre. Así que la experiencia humana del amor tiene en sí un dinamismo que remite más allá de uno mismo; es experiencia de un bien que lleva a salir de sí y a encontrarse ante el misterio que envuelve toda la existencia.

Se podrían hacer consideraciones análogas a propósito de otras experiencias humanas, como la amistad, la belleza, el amor por el conocimiento: cada bien que experimenta el hombre tiende al misterio que envuelve al hombre mismo; cada deseo que se asoma en el corazón humano se hace eco de un deseo fundamental que jamás se sacia plenamente. Indudablemente, desde tal deseo profundo, que esconde también algo de enigmático, no se puede llegar directamente a la fe. El hombre, en definitiva, conoce bien lo que no le sacia, pero no puede imaginar o definir qué le haría experimentar esa felicidad cuya nostalgia lleva en el corazón. No se puede conocer a Dios solo a partir del deseo del hombre. Desde este punto de vista, el misterio permanece: el hombre es buscador del Absoluto, un buscador con pasos pequeños e inciertos. Y en cambio la experiencia del deseo, del “corazón inquieto” —como lo llamaba san Agustín—, es muy significativa. Esta atestigua que el hombre es, en lo profundo, un ser religioso (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 28), un “mendigo de Dios”. Podemos decir, con las palabras de Pascal: «El hombre supera infinitamente al hombre» (Pensamientos, ed. Chevalier, 438; ed. Brunschvicg, 434). Los ojos reconocen los objetos cuando la luz los ilumina. De aquí el deseo de conocer la luz misma, que hace brillar las cosas del mundo, y activa con ellas el sentido de la belleza.

Debemos por ello sostener que es posible también en nuestra época, aparentemente tan refractaria a la dimensión trascendente, abrir un camino hacia el auténtico sentido religioso de la vida, que muestra cómo el don de la fe no es absurdo ni irracional. Sería de gran utilidad, a tal fin, promover una especie de pedagogía del deseo, tanto para el camino de quien aún no cree como para quien ya ha recibido el don de la fe. Una pedagogía que comprenda al menos dos aspectos.

En primer lugar, aprender o reaprender el gusto por las alegrías auténticas de la vida. No todas las satisfacciones producen en nosotros el mismo efecto: algunas dejan un rastro positivo, son capaces de pacificar el alma, nos hacen más activos y generosos. Otras, en cambio, tras la luz inicial, parecen decepcionar las expectativas que habían suscitado, y entonces dejan a su paso amargura, insatisfacción o una sensación de vacío. Enseñar desde la más tierna edad a saborear las alegrías verdaderas, en todos los ámbitos de la existencia —la familia, la amistad, la solidaridad con quien sufre, la renuncia al propio yo para servir al otro, el amor por el conocimiento, por el arte, por las bellezas de la naturaleza—, significa ejercitar el gusto interior y producir anticuerpos eficaces contra la banalización y el aplanamiento hoy extendidos. Igualmente, los adultos necesitan redescubrir estas alegrías, desear realidades auténticas, purificándose de la mediocridad en la que pueden verse envueltos. Entonces será más fácil soltar o rechazar cuanto, aun aparentemente atractivo, se revela como cambio insípido, fuente de indiferencia y no de libertad. Y ello dejará que surja ese deseo de Dios del que estamos hablando.

Un segundo aspecto, que va en paralelo con el precedente, es no conformarse nunca con lo que se ha alcanzado. Precisamente las alegrías más verdaderas son capaces de liberar en nosotros la sana inquietud que lleva a ser más exigentes —querer un bien más alto, más profundo— y a percibir cada vez con mayor claridad que nada finito puede colmar nuestro corazón. Aprenderemos así a tender, desarmados, hacia ese bien que no podemos construir o procurarnos con nuestras fuerzas; a no dejarnos desalentar por la fatiga o los obstáculos que vienen de nuestro pecado.

Al respecto, no debemos olvidar que el dinamismo del deseo está siempre abierto a la redención. También cuando se adentra por caminos desviados, cuando persigue paraísos artificiales y parece perder la capacidad de anhelar el verdadero bien. Incluso estando en el abismo del pecado, no se apaga en el hombre esa chispa que le permite reconocer el verdadero bien, saborearlo y emprender así la escalada; Dios, con el don de su gracia, jamás niega al hombre su ayuda. Por lo demás, todos necesitamos recorrer un camino de purificación y de sanación del deseo. Somos peregrinos hacia la patria celestial, hacia el bien pleno, eterno, que nadie nos podrá ya arrancar. No se trata de sofocar el deseo que existe en el corazón del hombre, sino de liberarlo, para que pueda alcanzar su verdadera altura. Cuando en el deseo se abre la ventana hacia Dios, esto ya es señal de la presencia de la fe en el alma, fe que es una gracia de Dios. También san Agustín afirmaba: «Con la espera, Dios amplía nuestro deseo; con el deseo amplía el alma, y dilatándola, le da más capacidad» (Comentario a la Primera Carta de Juan, 4, 6: PL 35, 2009).

En esta peregrinación, sintámonos hermanos de todos los hombres, y compañeros de viaje también de quienes no creen, de quienes están a la búsqueda, de quienes se dejan interrogar con sinceridad por el dinamismo del deseo propio de verdad y de bien. Oremos, en este Año de la fe, para que Dios muestre su rostro a cuantos le buscan con corazón sincero. Gracias.

(Saludo a los peregrinos de lengua española y nuevo llamamiento a la paz en Siria)