Sede Apostólica
Santo Padre
Benedicto XVI

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Discurso

Encuentro de Navidad con la Curia Romana 2012

21 de diciembre de 2012


Temas: familia-hombre, diálogo (sociedad y religiones), y nueva evangelización.

Web oficial: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/speeches/2012/december/documents/hf_ben-xvi_spe_20121221_auguri-curia_sp.html

Publicado: BOA 2012, 713; Ecclesia LXXIII/3.656-57, enero (2013), 25-28.


Señores cardenales, venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado, queridos hermanos y hermanas:

Con gran alegría me encuentro hoy con vosotros, queridos miembros del Colegio de Cardenales, representantes de la Curia Romana y de la Gobernación, en este momento tradicional antes de la santa Navidad. Os saludo cordialmente a todos, comenzando por el cardenal Angelo Sodano, al que agradezco las amables palabras y la efusiva felicitación que me ha dirigido también en vuestro nombre. El Cardenal Decano nos ha recordado una expresión que estos días se repite a menudo en la liturgia latina: «Prope est iam Dominus, venite adoremus»; ‘El Señor está cerca, venid, adorémosle’. También nosotros, como una sola familia, nos preparamos para adorar en la gruta de Belén a ese Niño que es Dios mismo, que se ha acercado hasta el punto de hacerse hombre como nosotros. Correspondo con gusto a las felicitaciones y doy las gracias a todos, incluidos los representantes pontificios repartidos por todo el mundo, por la generosa colaboración que cada uno de vosotros presta a mi ministerio.

Estamos terminando un año que, una vez más, se ha caracterizado en la Iglesia y en el mundo por muchas situaciones difíciles, con grandes cuestiones y desafíos, pero también con signos de esperanza. Menciono solo algunos puntos destacados en la vida de la Iglesia y en mi ministerio petrino. Ante todo, como ha mencionado el Cardenal Decano, ha tenido lugar el viaje a México y Cuba. Han sido encuentros inolvidables, con la fuerza de la fe, profundamente arraigada en los corazones de los hombres, y con la alegría por la vida que surge de la fe. Recuerdo que, tras llegar a México, se agolpaban al borde del largo camino que se debía recorrer interminables filas de personas, que saludaban agitando pañuelos y banderas. Recuerdo cómo, durante el trayecto hacia Guanajuato, la pintoresca capital del Estado homónimo, había jóvenes a los lados de la carretera, devotamente arrodillados para recibir la bendición del Sucesor de Pedro. Recuerdo cómo la gran liturgia en las cercanías de la estatua de Cristo Rey se convirtió en un acto que hacía presente la realeza de Cristo, su paz, su justicia, su verdad. Todo esto en el contexto de los problemas de un país que sufre múltiples formas de violencia y las dificultades de las dependencias económicas. Ciertamente, estos problemas no se pueden resolver simplemente mediante la religiosidad, pero menos aún se solucionarán sin esa purificación interior del corazón que proviene de la fuerza de la fe, del encuentro con Jesucristo. Y después vino la experiencia de Cuba. También aquí hubo grandes liturgias, en cuyos cantos, oraciones y silencios se podía percibir la presencia de Aquel al que durante mucho tiempo se había querido negar cabida en el país. La búsqueda en este país de un justo planteamiento de la relación entre obligaciones y libertad, ciertamente no puede tener éxito sin una referencia a esos criterios de fondo que se han manifestado a la humanidad en el encuentro con el Dios de Jesucristo.

Otras etapas del año que se acerca a su fin que quisiera mencionar, son la gran Fiesta de la Familia en Milán , así como la visita al Líbano, con la entrega de la Exhortación Apostólica postsinodal , que ahora deberá constituir en la vida de la Iglesia y de la sociedad en Oriente Medio una orientación sobre los difíciles caminos de la unidad y de la paz. El último acontecimiento importante de este año, ya en su ocaso, ha sido el Sínodo sobre la Nueva Evangelización , que ha marcado al mismo tiempo el comienzo del Año de la fe , con el cual conmemoramos la inauguración, hace cincuenta años, del Concilio Vaticano II , para comprenderlo y asimilarlo de nuevo en las circunstancias ya distintas de hoy.

En todas estas ocasiones, se han tocado temas fundamentales de nuestro momento histórico: la familia (Milán), el servicio a la paz en el mundo y el diálogo interreligioso (Líbano), así como el anuncio del mensaje de Jesucristo en nuestro tiempo a quienes aún no lo han encontrado, y a tantos que lo conocen solo desde fuera y, precisamente por eso, no lo re-conocen. De entre estas grandes temáticas, quisiera reflexionar un poco más en detalle especialmente sobre el tema de la familia y sobre la naturaleza del diálogo, añadiendo después también una breve observación sobre el tema de la nueva evangelización.

La gran alegría con la que se han reunido en Milán familias de todo el mundo ha puesto de manifiesto que, a pesar de las impresiones contrarias, la familia es fuerte y está viva también hoy. Sin embargo, es innegable la crisis que la amenaza en sus fundamentos, especialmente en el mundo occidental. Me ha llamado la atención que en el Sínodo se haya subrayado repetidamente la importancia de la familia para la transmisión de la fe como lugar auténtico en el que se transmiten las formas fundamentales del ser persona. Se aprenden viviéndolas y también sufriéndolas juntos. Así, se ha hecho patente que en el tema de la familia no se trata únicamente de una determinada forma social, sino de la cuestión del hombre mismo; de la cuestión sobre qué es el hombre y sobre lo que es preciso hacer para ser hombres del modo justo. Los desafíos en este contexto son complejos.

Tenemos en primer lugar la cuestión sobre la capacidad del hombre de comprometerse, o bien sobre su carencia de compromisos. ¿Puede el hombre comprometerse para toda la vida? ¿Corresponde esto a su naturaleza? ¿Acaso no contrasta con su libertad y las dimensiones de su autorrealización? El hombre, ¿llega a ser él mismo permaneciendo autónomo y entrando en contacto con el otro solamente a través de relaciones que puede interrumpir en cualquier momento? Un vínculo para toda la vida, ¿está en conflicto con la libertad? El compromiso, ¿merece también que se sufra por él? El rechazo de la vinculación humana, que se difunde cada vez más a causa de una errónea comprensión de la libertad y de la autorrealización, y también por eludir el soportar pacientemente el sufrimiento, significa que el hombre permanece encerrado en sí mismo y, en última instancia, conserva su propio “yo” para sí mismo, no lo supera verdaderamente. Pero el hombre solo logra ser él mismo en la entrega de sí mismo, y solo abriéndose al otro, a los otros, a los hijos, a la familia; solo dejándose plasmar en el sufrimiento, descubre la amplitud de ser persona. Con el rechazo de estos lazos desaparecen también las figuras fundamentales de la existencia humana: el padre, la madre, el hijo; decaen dimensiones esenciales de la experiencia de ser persona.

El gran rabino de Francia, Gilles Bernheim, en un tratado cuidadosamente documentado y profundamente conmovedor, ha mostrado que el atentado, al que hoy estamos expuestos, a la auténtica forma de la familia, compuesta por padre, madre e hijo, tiene una dimensión aún más profunda. Si hasta ahora habíamos visto como causa de la crisis de la familia un malentendido de la esencia de la libertad humana, ahora se ve claro que aquí está en juego la visión del ser mismo, de lo que significa realmente ser hombres. Cita una afirmación de Simone de Beauvoir que se ha hecho famosa: «On ne naît pas femme, on le devient» (‘Mujer no se nace, se hace’). En estas palabras se expresa la base de lo que hoy se presenta bajo el lema “gender” (‘género’) como una nueva filosofía de la sexualidad. Según esta filosofía, el sexo ya no es un dato originario de la naturaleza, que el hombre debe aceptar y llenar personalmente de sentido, sino un papel social sobre el que se decide autónomamente, mientras que hasta ahora era la sociedad la que decidía. La falacia profunda de esta teoría y de la revolución antropológica que subyace en ella es evidente. El hombre niega tener una naturaleza preconstituida por su corporeidad, que caracteriza al ser humano. Niega su propia naturaleza y decide que esta no se le ha dado como hecho preestablecido, sino que es él mismo quien se la debe crear.

Según el relato bíblico de la creación, el haber sido creada por Dios como varón y mujer pertenece a la esencia de la criatura humana. Esta dualidad es esencial para el ser humano, tal como Dios la ha dado. Precisamente esta dualidad como dato originario es lo que se impugna. Ya no es válido lo que leemos en el relato de la creación: «Hombre y mujer los creó» (Gn 1,27). No, lo que vale ahora es que no fue Él quien los creó varón o mujer, sino que hasta ahora ha sido la sociedad la que lo ha determinado, y ahora somos nosotros mismos quienes hemos de decidir sobre esto. Hombre y mujer como realidad de la creación, como naturaleza del ser humano, ya no existen. El hombre niega su propia naturaleza. Ahora él es solo espíritu y voluntad. La manipulación de la naturaleza, que hoy deploramos en lo que se refiere al medio ambiente, se convierte aquí en la opción de fondo del hombre respecto a sí mismo. En la actualidad, solo existe el hombre en abstracto, que después elige para sí mismo, autónomamente, una u otra cosa como naturaleza suya. Se niega a hombres y mujeres su exigencia creacional de ser formas del ser humano que se integran mutuamente.

Ahora bien, si no existe la dualidad de hombre y mujer como dato de la creación, entonces tampoco existe la familia como realidad preestablecida por la creación. Y, en ese caso, también la prole pierde el puesto que hasta ahora le correspondía y la dignidad particular que le es propia. Bernheim muestra cómo el niño, de sujeto jurídico de por sí, pasa a ser ahora necesariamente un objeto, al cual se tiene derecho y que, como objeto de un derecho, se puede adquirir. Allí donde la libertad de hacer se convierte en libertad de hacerse por uno mismo, se llega necesariamente a negar al Creador mismo; y, con ello, también el hombre como criatura de Dios, como imagen de Dios, queda finalmente degradado en la esencia de su ser. En la lucha por la familia está en juego el hombre mismo. Y se hace evidente que, cuando se niega a Dios, se disuelve también la dignidad del hombre. Quien defiende a Dios, defiende al hombre.

Con esto quisiera llegar al segundo gran tema que, desde Asís hasta el Sínodo sobre la Nueva Evangelización, ha impregnado todo el año que termina, es decir, la cuestión del diálogo y del anuncio. Hablemos primero del diálogo. Veo sobre todo tres campos de diálogo para la Iglesia en nuestro tiempo, en los cuales debe estar presente en lucha por el hombre y por lo que significa ser persona: el diálogo con los Estados, el diálogo con la sociedad —incluyendo en él el diálogo con las culturas y la ciencia— y el diálogo con las religiones. En todos estos diálogos, la Iglesia habla desde la luz que le ofrece la fe. Pero encarna al mismo tiempo la memoria de la humanidad, que desde los comienzos y en el transcurso de los tiempos es memoria de las experiencias y sufrimientos de la humanidad, en los que la Iglesia ha aprendido lo que significa ser hombres, experimentando su límite y su grandeza, sus posibilidades y limitaciones. La cultura de lo humano, de la que ella se hace valedora, ha nacido y se ha desarrollado a partir del encuentro entre la revelación de Dios y la existencia humana.

La Iglesia representa la memoria de ser hombres ante una cultura del olvido, que ya solo conoce a sí misma y su propio criterio de medida. Pero, así como una persona sin memoria ha perdido su propia identidad, también una humanidad sin memoria perdería su identidad. Lo que se ha manifestado a la Iglesia en el encuentro entre la revelación y la experiencia humana va ciertamente más allá del ámbito de la razón, pero no constituye un mundo especial, que no tendría interés alguno para el no creyente. Reflexionar y comprender esto hace que el hombre amplíe el horizonte de la razón, y esto concierne también a quienes no alcanzan a compartir la fe de la Iglesia. En el diálogo con el Estado y la sociedad, la Iglesia no tiene ciertamente soluciones ya hechas para cada uno de los problemas. Tratará, junto con otras fuerzas sociales, de dar las respuestas que mejor se adapten a la medida correcta del ser humano. Lo que ella ha reconocido como valores fundamentales, constitutivos y no negociables de la existencia humana, lo debe defender con la máxima claridad. Ha de hacer todo lo posible para crear una convicción que se pueda concretar después en acción política.

En la situación actual de la humanidad, el diálogo entre las religiones es una condición necesaria para la paz en el mundo y, por tanto, es un deber para los cristianos, y también para las otras comunidades religiosas. Este diálogo entre las religiones tiene diversas dimensiones. Será en primer lugar un simple diálogo de la vida, un diálogo sobre el compartir práctico. En él no se hablará de los grandes temas de la fe: si Dios es trinitario, o cómo ha de entenderse la inspiración de las Sagradas Escrituras, etc. Se tratará de los problemas concretos de la convivencia y de la responsabilidad común respecto a la sociedad, al Estado, a la humanidad. En esto hay que aprender a aceptar al otro en su diferente modo de ser y pensar. Para ello, es necesario establecer como criterio de fondo del coloquio la responsabilidad común ante la justicia y la paz. Un diálogo en el que se trata sobre la paz y la justicia se convierte por sí mismo, más allá de lo meramente pragmático, en un debate ético sobre la verdad y el ser humano; un diálogo acerca de las valoraciones que son el presupuesto del todo. De este modo, un diálogo en un primer momento meramente práctico, se convierte también en una búsqueda del modo justo de ser persona. Aun cuando las opciones de fondo en cuanto tales no se ponen en discusión, los esfuerzos sobre una cuestión concreta llegan a desencadenar un proceso en el que, mediante la escucha del otro, ambas partes pueden encontrar purificación y enriquecimiento. Así, estos esfuerzos pueden significar también pasos comunes hacia la única verdad, sin cambiar las opciones de fondo. Si ambas partes están impulsadas por una hermenéutica de la justicia y de la paz, no desaparecerán las diferencias de fondo, pero crecerá una cercanía más profunda entre ellas.

Hay dos reglas que, por lo general, se consideran hoy fundamentales en el diálogo interreligioso:

  • 1. El diálogo no se dirige a la conversión, sino más bien a la comprensión. En esto se distingue de la evangelización, de la misión.
  • 2. En conformidad con esto, en este diálogo, ambas partes permanecen conscientemente en su propia identidad, que no ponen en cuestión en el diálogo, ni para ellas, ni para los otros.
  • Estas reglas son justas. No obstante, pienso que están formuladas demasiado superficialmente de esta manera. Sí, el diálogo no tiene como objetivo la conversión, sino una mejor comprensión mutua. Esto es correcto. Pero tratar de conocer y comprender implica siempre un deseo de acercarse también a la verdad. De este modo, ambas partes, acercándose paso a paso a la verdad, avanzan y están en camino hacia modos de compartir más amplios, que se fundan en la unicidad de la verdad. Por lo que se refiere al permanecer fieles a la propia identidad, sería demasiado poco que el cristiano, al decidir mantener su identidad, interrumpiese por su propia cuenta, por decirlo así, el camino hacia la verdad. Si así fuera, su ser cristiano sería algo arbitrario, una opción simplemente fáctica. De esta manera, pondría de manifiesto que él no tiene en cuenta que en la religión se está tratando con la verdad. Respecto a esto, diría que el cristiano tiene la gran confianza fundamental, más aún, la gran certeza de fondo de que puede adentrarse tranquilamente en la inmensidad de la verdad sin ningún temor por su identidad de cristiano. Ciertamente, no somos nosotros quienes poseemos la verdad, es ella la que nos posee a nosotros: Cristo, que es la Verdad, nos ha tomado de la mano, y sabemos que nos tiene firmemente de su mano en el camino de nuestra búsqueda apasionada del conocimiento. El estar interiormente sostenidos por la mano de Cristo nos hace ser libres y, al mismo tiempo, estar seguros. Libres, porque, si estamos sostenidos por Él, podemos entrar en cualquier diálogo abiertamente y sin miedo. Seguros, porque Él no nos abandona, a no ser que nosotros mismos nos separemos de Él. Unidos a Él, estamos en la luz de la verdad.

    Para concluir, es preciso hacer una breve anotación sobre el anuncio, sobre la evangelización, de la que, siguiendo las propuestas de los padres sinodales , hablará efectivamente con amplitud el documento postsinodal. Creo que los elementos esenciales del proceso de evangelización aparecen muy elocuentemente en el relato de san Juan sobre la llamada de los dos discípulos del Bautista que se convierten en discípulos de Cristo (cf. Jn 1,35-39). Encontramos en primer lugar el mero acto del anuncio. Juan el Bautista señala a Jesús y dice: «Este es el Cordero de Dios». Poco más adelante, el evangelista narra un hecho similar. Esta vez es Andrés quien dice a su hermano Simón: «Hemos encontrado al Mesías» (Jn 1,41). El primer y fundamental elemento es el simple anuncio, el kerigma, que toma su fuerza de la convicción interior del que anuncia. En el relato de los dos discípulos sigue después la escucha, el ir tras los pasos de Jesús, un seguirle que no es todavía seguimiento, sino más bien una bendita curiosidad, un movimiento de búsqueda. En efecto, ambos son personas en búsqueda, personas que, más allá de lo cotidiano, viven en espera de Dios, en espera porque Él está y, por tanto, se mostrará. Su búsqueda, iluminada por el anuncio, se hace concreta. Quieren conocer mejor a Aquel a quien el Bautista ha llamado Cordero de Dios. El tercer momento comienza cuando Jesús mira atrás hacia ellos y les pregunta: «¿Qué buscáis?». La respuesta de ambos es de nuevo una pregunta, que manifiesta la apertura de su espera, la disponibilidad para dar nuevos pasos. Preguntan: «Maestro, ¿dónde vives?». La respuesta de Jesús: «Venid y veréis», es una invitación a acompañarlo y, caminando con Él, a llegar a ver.

    La palabra del anuncio es eficaz allí donde existe en el hombre la disponibilidad dócil para la cercanía de Dios; donde el hombre está interiormente en búsqueda y, por ende, en camino hacia el Señor. Entonces, la atención de Jesús por él le llega al corazón y, después, el encuentro con el anuncio suscita la santa curiosidad de conocer a Jesús más de cerca. Este caminar con Él conduce al lugar en el que habita Jesús, a la comunidad de la Iglesia, que es su Cuerpo. Significa entrar en la comunión itinerante de los catecúmenos, que es una comunión de profundización y, a la vez, de vida, en la que el caminar con Jesús nos convierte en personas que ven.

    «Venid y veréis». Estas palabras que Jesús dirige a los dos discípulos en búsqueda, las dirige también a los hombres de hoy que están en búsqueda. Al final del año, pedimos al Señor que la Iglesia, a pesar de sus pobrezas, sea reconocida cada vez más como su morada. Le rogamos que, en el camino hacía su casa, nos haga día a día más capaces de ver, de modo que podamos decir mejor, más y más convincentemente: “Hemos encontrado a Aquel al que todo el mundo espera, Jesucristo, verdadero Hijo de Dios y verdadero hombre”. Con este espíritu, os deseo a todos de corazón una santa Navidad y un feliz Año Nuevo. Gracias.