Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Catequesis

Año de la fe 2012-2013

«Creo en Jesucristo,
su único Hijo, nuestro Señor»

1 de enero de 2013


Temas: Jesucristo (Hijo de Dios y Señor).

Publicado: BOA 2013, 20.


Las oraciones litúrgicas concluyen de ordinario así: «Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo…». La Iglesia ora a Dios Padre apoyándose en la mediación de Jesús, el Mesías prometido, su Hijo único, nuestro Señor. En esta fórmula aparecen los títulos principales de Jesús, ya que en la oración se expresa la fe de la Iglesia. Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, el Señor.

1. La palabra latina “Cristo” o la hebrea “Mesías” significan ‘Ungido’. Los reyes eran consagrados con un aceite especial; Jesús, en este sentido, es el Ungido en cuanto descendiente de David, el Rey de Israel (cf. Mt 1,16).

La palabra “Cristo” ha pasado a ser nombre propio de Jesús —Jesucristo— porque él cumple la misión salvífica unida a esa palabra en la expectación mesiánica del Antiguo Testamento (cf. Lc 2,11). Jesús aceptó con reservas el título de Mesías o Cristo porque incluía un fácil malentendido sobre su manera propia de ser el Ungido de Dios. Solo cuando la crucifixión y resurrección mostraron el rostro auténtico del Mesías, Jesús fue proclamado Señor y Cristo (cf. Hch 2,36).

2. Jesús es Hijo de Dios de una manera singular y única. Nosotros somos hijos adoptivos de Dios por el Bautismo, en el que recibimos una vida nueva; Jesús, en cambio, es el Hijo eterno de Dios que se hizo hombre, que compartió nuestra vida temporal, que murió para salvarnos y que, resucitado, vive para siempre. Jesús es Hijo de Dios por naturaleza; comparte con Dios Padre y con el Espíritu Santo la misma divinidad, como profesó la Iglesia en las confesiones de fe de los concilios más antiguos.

La relación única de Jesús con Dios como Hijo aparece en muchos lugares del Nuevo Testamento, ya que, si no fuera por la misma revelación de Jesús, los hombres no hubiéramos podido conocer su misterio. Cuando Pedro confiesa la condición de Jesús, «el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16), Jesús responde que ese reconocimiento de Jesús por Pedro no es resultado de su penetración intelectual personal, sino inspiración del Padre.

La filiación divina de Jesús expresa su intimidad única con el Padre, en el conocimiento, en el amor, en la acción y en el ser. «Nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,27). En la oración, Jesús entra en singular comunión con el Padre; en el trato filial empieza su jornada y en la misma intimidad desemboca al terminar el día. Jesús vive ante el Padre como el Hijo amado, obediente, en intimidad llena de confianza, también en el sufrimiento (cf. Mc 14,26).

Nosotros podemos entrar en comunicación con el Padre por medio de Jesús y animados por el Espíritu Santo (cf. Rm 8,15; Ga 4,6). Jesús es la puerta a través de la cual hemos entrado en el hogar de Dios, en su amistad y amor.

A veces aparecen en el Evangelio las expresiones “el Hijo”, “el Hijo único de Dios” (Jn 3,18; 10,30). Lo más hondo que los cristianos confesamos de Jesús es que es el Hijo de Dios, el Hijo unigénito de Dios, el Hijo por antonomasia (Jn 8,36).

3. En el Antiguo Testamento, el nombre de Yahvé fue traducido en griego por Kyrios, ‘Señor’. Al designar a Dios como Señor se incluía su divinidad. También nosotros intercambiamos frecuentemente las expresiones “Dios” y “Señor”. La designación de Jesús como Señor, que era durante su actividad pública signo de su autoridad como maestro, adquiere por la resurrección una significación peculiar. Es el Señor; participa del señorío de Dios.

Son expresiones paralelas decir que “Jesús es el Señor” y confesar que “Dios Padre lo ha resucitado”: «Si profesas con tus labios que Jesús es el Señor, y crees con tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rm 10,9). El título de “Señor” reconocido a Jesús está estrechamente unido a la resurrección, a su victoria sobre el pecado y la muerte. Invocar el nombre del Señor Jesús da acceso a la salvación. Por la resurrección, Dios ha entronizado a Jesús como el Señor sobre todo el universo. El humillado es ensalzado. El condenado como malhechor y blasfemo es el Señor. La resurrección desvela el misterio de Jesús.

Jesús, que se hizo obediente hasta la muerte de cruz, ha recibido el “Nombre-sobre-todo-nombre” para que «toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: “Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre”» (Flp 2,10-11; Mt 21,18). El universo entero, y por supuesto nosotros, debemos inclinarnos en adoración ante Jesús, que es el Señor. Postrándose ante el Señor, el cristiano recibe la libertad auténtica, la que rescata a las personas de todas las esclavitudes. Al confesarlo como Señor, nos ponemos a su servicio. Por ello, unidos a Jesús, nada tememos (cf. Rm 8,31-39).

A la designación de Jesús como Señor se une frecuentemente la determinación “nuestro Señor”. Nosotros, los cristianos, pertenecemos al Señor; nos ha hecho suyos, nos pone bajo su protección y defensa. El cristiano ha encontrado en Jesús su Jefe y Salvador; el mismo a quien vamos siguiendo nos juzgará en el último día.

En las persecuciones, frente a la imposición imperial de proclamar al César como señor, los cristianos, en cambio, con riesgo de su vida, confesaron a Jesús como el Señor. Nosotros invocamos, animados por la esperanza, al Señor Jesús, para que venga (cf. 1Co 16,22; Ap 22,20) a culminar nuestra salvación.