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Catequesis

Audiencia General - Año de la fe 2012-2013

Se hizo hombre

9 de enero de 2013


Temas: Jesucristo (encarnación).

Web oficial: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/audiences/2013/documents/hf_ben-xvi_aud_20130109_sp.html

Publicado: BOA 2013, 62; Ecclesia LXXIII/3.658, enero (2013), 76-77.


Queridos hermanos y hermanas:

En este tiempo navideño, nos detenemos una vez más en el gran misterio de Dios, que descendió de su Cielo para entrar en nuestra carne. En Jesús, Dios se encarnó; se hizo hombre como nosotros, y así nos abrió el camino hacia su Cielo, hacia la comunión plena con Él.

En estos días ha resonado repetidas veces en nuestras iglesias el término “encarnación” de Dios, para expresar la realidad que celebramos en la santa Navidad: el Hijo de Dios se hizo hombre, como recitamos en el Credo. Pero, ¿qué significa esta palabra central para la fe cristiana? “Encarnación” deriva del latín incarnatio. San Ignacio de Antioquía —finales del siglo I— y, sobre todo, san Ireneo usaron este término reflexionando sobre el prólogo del Evangelio de san Juan, en especial sobre la expresión «el Verbo se hizo carne» (Jn 1,14). Aquí, la palabra “carne”, según el uso hebreo, indica el hombre en su integridad, todo el hombre, pero precisamente bajo el aspecto de su caducidad y temporalidad, de su pobreza y contingencia. Esto para decirnos que la salvación traída por el Dios que se hizo carne en Jesús de Nazaret toca al hombre en su realidad concreta y en cualquier situación en que se encuentre. Dios asumió la condición humana para sanarla de todo lo que la separa de Él; para permitirnos llamarle, en su Hijo unigénito, con el nombre de Abbá, ‘Padre’, y ser verdaderamente hijos de Dios. San Ireneo afirma: «Este es el motivo por el cual el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre, entrando en comunión con el Verbo y recibiendo de este modo la filiación divina, llegara a ser hijo de Dios» (Adversus haereses, 3, 19, 1: PG 7, 939; cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 460) .

«El Verbo se hizo carne» es una de esas verdades a las que estamos tan acostumbrados que casi ya no nos asombra la grandeza del acontecimiento que expresan. Y efectivamente, en este período navideño, en el que tal expresión se repite a menudo en la liturgia, a veces se está más atento a los aspectos exteriores, a los “colores” de la fiesta, que al corazón de la gran novedad cristiana que celebramos: algo absolutamente impensable, que solo Dios podía obrar y donde podemos entrar solamente con la fe. El Logos, que está junto a Dios, el Logos, que es Dios, el Creador del mundo (cf. Jn 1,1), por quien fueron creadas todas las cosas (cf. Jn 1,3), que ha acompañado y acompaña a los hombres en la historia con su luz (cf. Jn 1,4-5.9), se hace uno entre los demás, establece su morada en medio de nosotros, se hace uno de nosotros (cf. Jn 1,14). El Concilio Ecuménico Vaticano II afirmó: «El Hijo de Dios... trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado» (Constitución Gaudium et spes, 22) . Es importante, entonces, recuperar el asombro ante este misterio, dejarnos envolver por la grandeza de este acontecimiento: Dios, el verdadero Dios, Creador de todo, recorrió como hombre nuestros caminos, entrando en el tiempo del hombre, para comunicarnos su vida misma (cf. 1Jn 1,1-4). Y no lo hizo con el esplendor de un soberano que somete con su poder al mundo, sino con la humildad de un niño.

Desearía poner de relieve un segundo elemento. En la santa Navidad, a menudo se intercambia algún regalo con las personas más cercanas. Tal vez puede ser un gesto realizado por costumbre, pero generalmente expresa afecto, y es un signo de amor y de estima. En la oración sobre las ofrendas de la Misa de medianoche de la Solemnidad de Navidad, la Iglesia reza así: «Acepta, Señor, nuestras ofrendas en esta noche santa, y por este intercambio de dones en el que nos muestras tu divina largueza, haznos partícipes de la divinidad de tu Hijo, que, al asumir la naturaleza humana, nos ha unido a la tuya de modo admirable». El pensamiento de la donación, por lo tanto, está en el centro de la liturgia, y recuerda a nuestra conciencia el don originario de la Navidad: Dios, en aquella noche santa, haciéndose carne, quiso hacerse don para los hombres, se dio a sí mismo por nosotros; Dios hizo de su Hijo único un don para nosotros, asumió nuestra humanidad para donarnos su divinidad. Este es el gran don. Tampoco en nuestro donar es importante que un regalo sea más o menos costoso; quien no logra donar un poco de sí mismo, dona siempre demasiado poco. Es más, a veces se busca precisamente sustituir al corazón y al compromiso de donación de sí mismo con el dinero, con cosas materiales. El misterio de la Encarnación indica que Dios no ha hecho eso: no ha donado algo, sino que se ha donado a sí mismo en su Hijo unigénito. Encontramos aquí el modelo de nuestro donar, para que nuestras relaciones, especialmente aquellas más importantes, estén guiadas por la gratuidad del amor.

Quisiera ofrecer una tercera reflexión: el hecho de la Encarnación, de Dios que se hace hombre como nosotros, nos muestra el inaudito realismo del amor divino. El obrar de Dios, en efecto, no se limita a las palabras; es más, podríamos decir que Él no se conforma con hablar, sino que se sumerge en nuestra historia y asume sobre sí el cansancio y el peso de la vida humana. El Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre, nació de la Virgen María, en un tiempo y en un lugar determinados: en Belén, durante el reinado del emperador Augusto, bajo el gobernador Quirino (cf. Lc 2,1-2); creció en una familia, tuvo amigos, formó un grupo de discípulos, instruyó a los Apóstoles para que continuaran su misión, y terminó el curso de su vida terrena en la cruz.

Este modo de obrar de Dios es un fuerte estímulo para interrogarnos sobre el realismo de nuestra fe, que no debe limitarse al ámbito del sentimiento, de las emociones, sino que debe entrar en lo concreto de nuestra existencia, debe tocar nuestra vida cotidiana y orientarla también de modo práctico. Dios no se quedó en las palabras, sino que nos indicó cómo vivir, compartiendo nuestra misma experiencia, menos en el pecado. El Catecismo de san Pío X, que algunos de nosotros estudiamos cuando éramos jóvenes, con su esencialidad, ante la pregunta «¿qué debemos hacer para vivir según Dios?», da esta respuesta: «Para vivir según Dios debemos creer las verdades por Él reveladas y observar sus mandamientos con la ayuda de su gracia, que se obtiene mediante los sacramentos y la oración». La fe tiene un aspecto fundamental que afecta no solo a la mente y al corazón, sino también a toda nuestra vida.

Propongo un último elemento para vuestra reflexión. San Juan afirma que el Verbo, el Logos, estaba desde el principio junto a Dios, que todo ha sido hecho por medio del Verbo, y que nada de lo que existe se ha hecho sin Él (cf. Jn 1,1-3). El evangelista alude claramente al relato de la creación que se encuentra en los primeros capítulos del libro del Génesis, releyéndolo a la luz de Cristo. Este es un criterio fundamental en la lectura cristiana de la Biblia: el Antiguo y el Nuevo Testamento se han de leer siempre juntos, y a partir del Nuevo se abre el sentido más profundo del Antiguo. Aquel mismo Verbo, que existe desde siempre junto a Dios, que es Él mismo Dios, y por medio del cual y con vistas al cual todo ha sido creado (cf. Col 1,16-17), se hizo hombre: el Dios eterno e infinito se ha sumergido en la finitud humana, en su criatura, para reconducir al hombre y a toda la creación hacia Él. El Catecismo de la Iglesia Católica afirma: «La primera creación encuentra su sentido y su cumbre en la nueva creación en Cristo, cuyo esplendor sobrepasa al de la primera» (n. 349). Los Padres de la Iglesia compararon a Jesús con Adán, hasta definirle como “segundo Adán” o Adán definitivo, la imagen perfecta de Dios. Con la Encarnación del Hijo de Dios tiene lugar una nueva creación, que ofrece la respuesta completa a la pregunta: “¿Quién es el hombre?”. Solo en Jesús se manifiesta completamente el proyecto de Dios sobre el ser humano: Él es el hombre definitivo según Dios. El Concilio Vaticano II lo reafirmó con fuerza: «Realmente, el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado... Cristo, el nuevo Adán, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación» (Gaudium et spes, 22; cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 359). En aquel niño, en el Hijo de Dios que contemplamos en Navidad, podemos reconocer el rostro auténtico, no solo de Dios, sino también del ser humano. Solo abriéndonos a la acción de su gracia y buscando seguirle cada día, realizamos el proyecto de Dios para nosotros, para cada uno de nosotros.

Queridos amigos, meditemos en este período sobre la grande y maravillosa riqueza del misterio de la Encarnación, para dejar que el Señor nos ilumine y nos transforme cada vez más a imagen de su Hijo, hecho hombre por nosotros.

(Saludo a los peregrinos de lengua española)