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Santo Padre
Benedicto XVI

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Catequesis

Audiencia General - Año de la fe 2012-2013

Jesucristo, mediador
y plenitud de toda la revelación

16 de enero de 2013


Temas: Jesucristo (revelación y mediador del Padre).

Web oficial: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/audiences/2013/documents/hf_ben-xvi_aud_20130116_sp.html

Publicado: BOA 2013, 65; Ecclesia LXXIII/3.659, enero (2013), 116-118.


Queridos hermanos y hermanas:

El Concilio Vaticano II, en la Constitución Dogmática sobre la Divina Revelación Dei Verbum , afirmó que la verdad íntima de toda la revelación de Dios resplandece para nosotros «en Cristo, mediador y plenitud de toda la revelación» (n. 2). El Antiguo Testamento nos narra cómo Dios, después de la creación, a pesar del pecado original, a pesar de la arrogancia del hombre al querer ocupar el lugar de su Creador, ofrece de nuevo la posibilidad de su amistad, sobre todo a través de la alianza con Abrahán y del camino de un pequeño pueblo, el pueblo de Israel, que Él eligió, no con criterios de poder terreno, sino sencillamente por amor. Es una elección que sigue siendo un misterio y que revela el estilo de Dios, que llama a algunos no para excluir a otros, sino para que hagan de puente para conducir a Él: una elección es siempre una elección para el otro. En la historia del pueblo de Israel podemos volver a recorrer las etapas de un largo camino, en el que Dios se da a conocer, se revela, y entra en la historia con palabras y con acciones. Para esta obra Él se sirve de mediadores —como Moisés, los Profetas, los Jueces— que comunican al pueblo su voluntad, recuerdan la exigencia de fidelidad a la alianza y mantienen viva la esperanza de la realización plena y definitiva de las promesas divinas.

Y es precisamente la realización de estas promesas lo que hemos contemplado en la santa Navidad: la revelación de Dios alcanza su cumbre, su plenitud. En Jesús de Nazaret, Dios visita realmente a su pueblo, visita a la humanidad de un modo que va más allá de toda espera: envía a su Hijo Unigénito; Dios mismo se hace hombre. Jesús no nos dice algo sobre Dios, no se limita a hablar del Padre, sino que es revelación de Dios, porque es Dios, y nos revela de este modo el rostro de Dios. San Juan, en el Prólogo de su Evangelio, escribe: «A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha revelado» (Jn 1,18).

Quisiera detenerme en este “revelar el rostro de Dios”. Al respecto, san Juan, en su Evangelio, nos relata un hecho significativo que acabamos de escuchar. Acercándose la pasión, Jesús tranquiliza a sus discípulos invitándoles a no temer y a tener fe; luego entabla un diálogo con ellos, donde habla de Dios Padre (cf. Jn 14,2-9). En cierto momento, el apóstol Felipe pide a Jesús: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta» (Jn 14,8). Felipe es muy práctico y concreto, y dice lo que también nosotros queremos decir: “queremos ver, muéstranos al Padre”; pide “ver” al Padre, ver su rostro. La respuesta de Jesús no solo es respuesta para Felipe, sino también para nosotros, y nos introduce en el corazón de la fe cristológica. El Señor afirma: «Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,9). En esta expresión se encierra sintéticamente la novedad del Nuevo Testamento, la novedad que apareció en la gruta de Belén: Dios puede ser visto, Dios manifestó su rostro, es visible en Jesucristo.

En todo el Antiguo Testamento está muy presente el tema de la “búsqueda del rostro de Dios”, el deseo de conocer este rostro, el deseo de ver a Dios como es; tanto, que el término hebreo panîm, que significa ‘rostro’, se encuentra 400 veces, y en 100 de ellas se refiere a Dios: 100 veces aparece la referencia a Dios, se quiere ver el rostro de Dios. Sin embargo, la religión judía prohíbe totalmente las imágenes porque a Dios no se le puede representar, como hacían en cambio los pueblos vecinos con la adoración de los ídolos. Por lo tanto, con esta prohibición de las imágenes, el Antiguo Testamento parece excluir totalmente el “ver” del culto y de la piedad. ¿Qué significa, entonces, para el israelita piadoso, buscar el rostro de Dios, sabiendo que no puede existir ninguna imagen? La pregunta es importante: por una parte se quiere decir que Dios no puede ser reducido a un objeto, como una imagen que se lleva en la mano, y que tampoco se puede poner una cosa en el lugar de Dios. Por otra parte, sin embargo, se afirma que Dios tiene un rostro, es decir, que es un “Tú” con el que se puede entrar en relación, que no está cerrado en su Cielo mirando desde lo alto a la humanidad. Dios está, ciertamente, sobre todas las cosas, pero se dirige a nosotros, nos escucha, nos ve, nos habla, establece una alianza, es capaz de amar. La historia de la salvación es la historia de Dios con la humanidad, es la historia de esta relación con Dios, que se revela progresivamente al hombre, que se da conocer a sí mismo, su rostro.

Precisamente al comienzo del año, el 1 de enero, hemos escuchado en la liturgia la bellísima oración de bendición sobre el pueblo: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor te muestre su rostro y te conceda la paz» (Nm 6,24-26). El esplendor del rostro divino es la fuente de la vida, es lo que permite ver la realidad; la luz de su rostro es la guía de la vida. En el Antiguo Testamento hay una figura que está vinculada de modo especial al tema del “rostro de Dios”: se trata de Moisés, a quien Dios elige para liberar al pueblo de la esclavitud de Egipto, entregarle la Ley de la alianza y guiarle a la Tierra prometida. Pues bien, el capítulo 33 del Libro del Éxodo dice que Moisés tenía una relación estrecha y confidencial con Dios: «El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con un amigo» (Ex 33,11). Dada esta confianza, Moisés pide a Dios: «¡Muéstrame tu gloria!», y la respuesta de Dios es clara: «Yo haré pasar ante ti toda mi bondad y pronunciaré ante ti el nombre del Señor... Pero mi rostro no lo puedes ver, porque nadie puede verlo y quedar con vida... Aquí hay un sitio junto a mí... podrás ver mi espalda, pero mi rostro no lo verás» (Ex 33,18-23). Por un lado, entonces, tiene lugar el diálogo cara a cara, como entre amigos, pero por otro lado existe la imposibilidad, en esta vida, de ver el rostro de Dios, que permanece oculto; la visión es limitada. Los Padres dicen que estas palabras, «tú puedes ver solo mi espalda», quieren decir que solo se puede seguir a Cristo y, siguiéndole, ver desde la espalda el misterio de Dios. Se puede seguir a Dios viendo su espalda.

Algo completamente nuevo tiene lugar, sin embargo, con la Encarnación. La búsqueda del rostro de Dios recibe un viraje inimaginable, porque este rostro ahora se puede ver: es el rostro de Jesús, del Hijo de Dios que se hace hombre. En Él halla cumplimiento el camino de revelación de Dios iniciado con la llamada de Abrahán; Él es la plenitud de esta revelación, porque es el Hijo de Dios; es a la vez «mediador y plenitud de toda la Revelación» (Dei Verbum, 2); en Él el contenido de la revelación y el Revelador coinciden. Jesús nos muestra el rostro de Dios y nos da a conocer el nombre de Dios. En la Oración Sacerdotal, en la Última Cena, Él dice al Padre: «He manifestado tu nombre a los hombres... les he dado a conocer tu nombre» (cf. Jn 17,6.26). La expresión “nombre de Dios” significa Dios como Aquel que está presente entre los hombres. A Moisés, junto a la zarza ardiente, Dios le había revelado su nombre, es decir, hizo posible que se le invocara, había dado un signo concreto de su “estar” entre los hombres. Todo esto encuentra cumplimiento y plenitud en Jesús: Él inaugura de un modo nuevo la presencia de Dios en la historia, porque quien lo ve a Él ve al Padre, como dice a Felipe (cf. Jn 14,9). El cristianismo —afirma san Bernardo— es la «religión de la Palabra de Dios»; pero no de «una palabra escrita y muda, sino del Verbo encarnado y viviente» (Hom. super missus est, IV, 11: PL 183, 86 b). En la tradición patrística y medieval se usa una fórmula especial para expresar esta realidad: se dice que Jesús es el Verbum abbreviatum (cf. Rm 9,28, referido a Is 10,23), el Verbo abreviado, la Palabra breve, resumida y sustancial del Padre, que nos ha dicho todo de Él. En Jesús está presente toda la Palabra.

En Jesús también encuentra su plenitud la mediación entre Dios y el hombre. En el Antiguo Testamento hay una multitud de figuras que desempeñaron esta función, en especial Moisés, el liberador, el guía, el “mediador” de la alianza, como lo define también el Nuevo Testamento (cf. Ga 3,19; Hch 7,35; Jn 1,17). Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, no es simplemente uno de los mediadores entre Dios y el hombre, sino que es “el mediador” de la nueva y eterna Alianza (cf. Hb 8,6; 9,15; 12,24); «Dios es uno —dice Pablo—, y único también el mediador entre Dios y los hombres: el hombre Cristo Jesús» (1Tm 2,5; cf. Ga 3,19-20). En Él vemos y encontramos al Padre; en Él podemos invocar a Dios con el nombre de «Abbà, Padre»; en Él se nos dona la salvación.

El deseo de conocer realmente a Dios, es decir, de ver el rostro de Dios, es innato en cada hombre, también en los ateos. Y nosotros tenemos, tal vez inconscientemente, este deseo de ver sencillamente quién es Él, qué cosa es, quién es para nosotros. Pero este deseo se realiza siguiendo a Cristo; así vemos su espalda y vemos en definitiva a Dios como amigo, su rostro en el rostro de Cristo. Lo importante es que sigamos a Cristo, no solo en el momento en que tenemos necesidad o cuando encontramos un espacio en nuestras ocupaciones cotidianas, sino con nuestra vida en cuanto tal. Toda nuestra existencia debe estar orientada al encuentro con Jesucristo, al amor hacia Él; y también debe tener un lugar central en ella el amor al prójimo, ese amor que, a la luz del Crucificado, nos hace reconocer el rostro de Jesús en el pobre, en el débil, en el que sufre. Esto solo es posible si el rostro auténtico de Jesús ha llegado a ser familiar para nosotros mediante la escucha de su Palabra, al dialogar interiormente, al entrar en esta Palabra de tal manera que realmente lo encontremos; y, naturalmente, mediante el misterio de la Eucaristía.

En el Evangelio de san Lucas es significativo el pasaje de los dos discípulos de Emaús, que reconocen a Jesús al partir el pan, una vez preparados por el camino hecho con Él, preparados por la invitación que le hicieron a permanecer con ellos, preparados por el diálogo que hizo arder su corazón; solo así, al final, ven a Jesús. También para nosotros la Eucaristía es la gran escuela en la que aprendemos a ver el rostro de Dios, entramos en relación íntima con Él, y aprendemos, al mismo tiempo, a dirigir la mirada hacia el momento final de la historia, cuando Él nos saciará con la luz de su rostro. Caminamos sobre la tierra hacia esta plenitud, en la espera gozosa de que se establezca verdaderamente el Reino de Dios. Gracias.

(Saludo a los fieles de lengua española e invitación a orar pidiendo a Dios el gran don de la unidad entre todos los discípulos del Señor, en la Semana de oración por la unidad de los cristianos)