Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Homilía

17ª Jornada Mundial de la Vida Consagrada 2013

La vida consagrada en el Año de la fe

2 de febrero de 2013


Temas: vida consagrada.

Publicado: BOA 2013, 10.


Queridos hermanos consagrados y consagradas:

En la Fiesta de la Presentación del Señor celebramos, desde 1997, la Jornada Mundial de la Vida Consagrada . El lema de este año está tomado de la Carta Apostólica Porta fidei, 15 del papa Benedicto XVI : “Signo vivo de la presencia de Cristo resucitado en el mundo”. Cada uno de los cristianos estamos llamados a ser signo vivo y testimonio creíble del Señor para suscitar en el corazón y en la mente de muchos el deseo de Dios y de la vida eterna. De los consagrados se espera particularmente este testimonio significativo.

Jesús es presentado en el templo de Jerusalén por María y José; y también Jesús se presenta a sí mismo ante el Padre: “Aquí estoy para hacer tu voluntad”. Es propiedad singular de Dios por ser el Hijo primogénito hecho hombre; es el Mesías prometido por Dios y esperado de Israel y, en realidad, de toda la humanidad. Nosotros, elegidos por Jesucristo, a quien hemos elegido como nuestra herencia, deseamos ser posesión suya. Al Señor pertenecemos, y con todo el corazón y la vida entera nos restituimos confiadamente a Él.

Iluminados por el resplandor del que es la luz de las naciones, podemos ser luz del mundo. El encuentro con Jesucristo alumbra nuestros pasos y pone en nuestras manos la antorcha para iluminar, dar sentido a la vida, mantener en alto la esperanza que no se amortiza en las etapas históricas porque tiende a la vida eterna. Estamos llamados, en nuestro mundo con sus crisis e incertidumbres, con sus frustraciones y sufrimientos, a ser testigos de la esperanza que no defrauda, porque su fuente está en Dios.

El lema de la Jornada de este año es largo, pero muy rico en contenido; merece la pena que nos detengamos detalladamente en cada una de sus perspectivas. La vida consagrada es un signo vivo. ¿Qué significa que seáis signo vivo? ¿Qué es un signo vivo? Signo vivo es signo elocuente, signo-persona, signo que remite con claridad, más allá de sí mismo, a la realidad significada. El signo vivo no es un enigma ni un jeroglífico indescifrable. Es algo visible y audible por quienes lo ven y lo oyen, sin necesidad de hacer grandes cavilaciones. Al ser contemplado, hace señas hacia la realidad escondida. En el signo está presente y es perceptible la realidad significada, ya que existe una conexión vital entre signo y significado. El signo pertenece a nuestro mundo, y en él se transparenta en cierta medida la realidad significada. El signo llama la atención, señala, conecta, orienta la mirada más allá de lo inmediatamente perceptible.

El signo debe ser claro, no empañado ni pálido. Cuanto más translúcido sea, más significativo será. Hay personas que por su mirada limpia, por su entusiasmo y convicción al hablar, por el respeto y la humildad, por su vida servicial, interpelan y emiten mensajes de otro mundo, de otra manera de vivir, de otras aspiraciones, de otra conducta. Estos signos impactan y se convierten en llamada hacia Dios. Dios, a quien a veces sentimos ausente, oculto y silencioso, se hace cercano a través de esos testigos. Estas personas son signos vivos; a pesar de la oscuridad que nuestras limitaciones y pecados interponen entre Dios y la vida de los hombres, tales personas reflejan una luz que honradamente no se puede esconder ni tergiversar. Es verdad, el mismo Jesús fue signo de contradicción y bandera discutida (cf. Lc 2,34), pero irradiaba luz para que vieran los que deseaban ver, y como era luz en el espesor de la carne podía ser negado por quienes no querían ver, como escribió Blaise Pascal. Los signos de Dios en la historia no son ni enteramente transparentes ni totalmente opacos. La mirada del que ve el signo debe ser limpia (cf. Mt 6,22-23); de lo contrario, con un corazón oscurecido, todo se ve en tinieblas.

Jesús fue signo revelador del Padre y de su misericordia durante la totalidad de su existencia. En Jesucristo culmina la comunicación de Dios, que antes había hablado en muchas ocasiones y de muchas maneras por los profetas (cf. Hb 1,1-2). «Jesucristo, Palabra hecha carne, “hombre entre los hombres”, habla palabras de Dios (cf. Jn 5,36; 17,4). Por eso, quien ve a Jesucristo ve al Padre (cf. Jn 14,9). Él, con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección de entre los muertos, con el Espíritu de la verdad, lleva a plenitud la revelación, y la confirma con testimonio divino; a saber, que Dios está con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y de la muerte y para hacernos resucitar a una vida eterna» (Dei Verbum, 4) . Los cristianos y de modo especial los consagrados y consagradas estamos llamados a ser signos en el Signo por antonomasia que es Jesucristo. Él es el rostro personal y vivo del Padre; es la Imagen de Dios invisible (cf. Col 1,15).

Hace algunos decenios, tanto la vida religiosa como el ministerio sacerdotal subrayaron la cercanía y la “encarnación” en medio de los hombres. En virtud de esta proximidad, se ha creado una familiaridad entre todos los cristianos seglares, ministros de Dios y religiosos, fortaleciendo la fraternidad cristiana y la misión de cada vocación en la Iglesia. Nos hemos convertido en unos de tantos, pasando desapercibidos en la manera de actuar, de presentarnos, también de vestir. ¿No ha repercutido esta manera de actuar en nuestra condición de signo? ¿En un mundo tan secularizado como el nuestro, no son relevantes también estos signos? La ausencia de signos de Dios en el mundo acentúa la secularidad ambiente. Es verdad que los signos de la condición de discípulos son las buenas obras (cf. Mt 5,16) y que el hábito que hace al monje no es simplemente una forma de vestir, pero no deja de ser relevante la forma de presentarse de un religioso y de un sacerdote, según el estatuto de cada uno. El amor del Señor y el amor del Evangelio que deseamos anunciar, asumiendo el desafío de la nueva evangelización con obras y palabras en nuestro tiempo, nos deben guiar. ¿Por qué no convertimos en tema de reflexión personal y comunitaria la influencia de estas expresiones en nuestra condición de signo vivo? Si el signo-persona es opaco, nada manifiesta ni se convierte en llamada por su “extrañeza”, que puede ser una forma de interrogación inicial. Si la ausencia de signos significara vaciamiento, no remitiríamos a Dios. Los signos sociales que forman parte del signo-persona no son irrelevantes para la misión de la vida religiosa ni tampoco para un posible proceso vocacional.

La segunda perspectiva del lema nos indica que la vida consagrada es signo vivo de la presencia de Cristo resucitado. La forma de ser, de vivir, de manifestarse, según la variedad de vocaciones, debe llamar la atención hacia Jesucristo, que nos acompaña y está presente con nosotros todos los días hasta los confines del mundo y el final de la historia (cf. Mt 28,20). El Reino de Dios está también cerca de nuestra generación, de nuestro mundo, con sus crisis, incertidumbres, preocupaciones, desconciertos, escándalos. Dios no se ha alejado ni nos ha abandonado; no le somos indiferentes, pues nos ama a cada uno personalmente; puede estar escondido, ya que es invisible; por eso existe la necesidad de que haya signos históricos de personas alcanzadas por su gracia que hablen, transparenten y sean llamada de su existencia, de su amor y de su salvación.

Hemos recibido el don y la misión de ser signos de la presencia de Jesucristo resucitado, que es luz potente e indefectible en medio de las tinieblas del mundo. Él ha venido como Sol de lo alto para iluminar nuestros pasos por el camino de la paz (cf. Lc 1,78-79). Ser signos de Cristo resucitado significa testificar una vida nueva, una esperanza que por más que sea probada no fenece, un gozo y una paz que se convierten en fermento de amor y de vida con sentido. Lo que significó el encuentro con Jesucristo vencedor del pecado y de la muerte para los testigos de la primera hora, debe ser también realidad en quienes queremos ser discípulos y misioneros en la hora presente de la historia de la Iglesia y de la humanidad. El encuentro con el Señor renueva el corazón e ilumina los ojos, abre los labios a la alabanza y al testimonio, actúa en nuestras manos para el servicio, y mueve nuestros pasos para ser mensajeros del Evangelio.

Estamos llamados a ser signos vivos de Jesucristo resucitado en el mundo, no como peatones de las nubes ni como inaccesibles por habitar en torres de marfil. Aunque en ocasiones parezca que la humanidad se desinteresa y desentiende de Dios, podemos estar seguros de que muchos se sienten tocados y buscan a Dios. El hombre vive más cosas en su interioridad de las que muestra en la vida social, pública y mediática. Porque hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, Él nunca será indiferente del todo ni definitivamente para con nosotros. Dios no ha abandonado a la humanidad. Porque Jesús miró compasivamente al hombre de su tiempo (cf. Mt 9,36), nosotros, participando en sus sentimientos, debemos mirarlo con benevolencia, sin darlo por perdido, sin desesperar de que en el cruce de sus caminos se pregunte por la senda de la sabiduría, de la verdad, de Dios, de la salvación. El Padre bueno esperó todos los días al hijo pródigo (cf. Lc 15,12 ss.) porque el corazón le decía que volvería, que lejos de la casa paterna estaba solo, perdido y abandonado, sin futuro ni alegría. ¡No dejemos de esperar y de insistir confiadamente!

El lema de la Jornada de la Vida Consagrada es largo pero muy elocuente: “Signo vivo de la presencia de Cristo resucitado en el mundo”. Nos ayuda a expresar el sentido y la misión de la vida religiosa en la Iglesia y en la humanidad. En nombre de nuestra Diócesis, aprovecho esta oportunidad para agradecer vuestra vocación, vuestra presencia y vuestra misión. Con palabras de Mons. Vicente Jiménez, obispo de Santander y presidente de la Comisión Episcopal para la Vida Consagrada , recuerdo con gratitud vuestros lugares de presencia y de vida: Por el Espíritu de Cristo resucitado podéis entregaros sin reservas «a los hermanos y a todos los hombres, niños, jóvenes y adultos, por el ejercicio de la caridad, en las escuelas y en los hospitales, en los geriátricos y en las cárceles, en las parroquias y en los claustros, en las ciudades y en los pueblos, en las universidades y en los asilos, en los lugares de frontera y en lo más oculto de las celdas». La vida consagrada es una corriente secular, caudalosa y fecunda de la historia de la Iglesia. Tened la seguridad de que vuestra causa, con sus gozos y sufrimientos, es también nuestra y de la Iglesia diocesana. Al creer, Dios nos admite en su compañía, y entramos en la familia de la fe. El que cree en Jesucristo no está solo; quien ha dicho a Dios “tú eres mi herencia” no quedará desheredado.

Sé que estáis inmersos en procesos de reestructuración de casas, comunidades, obras apostólicas y provincias. A primera vista, esta reestructuración significaría responder a la precariedad, a la disminución de vocaciones, al envejecimiento de los miembros y a una perspectiva de futuro oscura. Todos padecemos, por motivos conocidos, procesos de remodelación, de adaptación a las posibilidades y de respuesta a las necesidades más apremiantes del campo apostólico. Como vosotros mismos habéis manifestado, no se trata de reestructuraciones meramente organizativas, sino de reestructuraciones con espíritu; el objetivo no es “cerrar”, sino disponerse, en la nueva situación, a acoger la voz del Espíritu y escuchar la voz de la Iglesia. En estos procesos no se debe confundir disminución con decadencia; más bien, el carisma recibido y amado, que atraviesa una fase de muchos cambios en la etapa actual de la Iglesia y de la humanidad, debe reubicarse.

Yo os invito a que vivamos la hora presente, marcada por esas decisiones delicadas, bajo la mirada providente de Dios; es una llamada encarecida a la conversión y a la renovación personal, comunitaria y congregacional. Sed lo que sois; colmad en la vida diaria la definición de vuestra llamada, de vuestra misión, de vuestro carisma. El Espíritu Santo puede renovar la faz de la tierra, abrir caminos en el desierto y recrear el corazón de las personas. Este Espíritu Creador nos otorga creatividad. Por la comunión con el Señor en la oración, en la búsqueda sacrificada y serena de su rostro, fijos los ojos en Jesús, que inicia y consuma la fe (cf. Hb 12,1-2), y que reparte en la Iglesia sus dones, de los cuales vosotros participáis (cf. Ef 4,7-13), podemos ser renovados, recobrar el amor primero (cf. Ap 2,4) y ser confirmados en la misión para la Iglesia de nuestro tiempo. Recuerdo ahora particularmente a los que han hecho y estáis haciendo la travesía, y como Moisés, el guía del pueblo de Israel por el desierto, solo a distancia podéis contemplar la tierra de la promesa (cf. Dt 32,48-52).

En la hora que nos ha tocado vivir, según los designios de Dios, es necesario que distingamos entre residuo y resto. El residuo es lo que va quedando con el paso del tiempo. El resto, en cambio, es la pequeñez en forma de semilla, de fermento de vida nueva y futura; en el resto no se agotan las existencias, sino que se traspasan el testigo y la antorcha de la luz. Israel pasó en diversas etapas de la multitud al resto, y en el resto sobrevivió el pueblo que llegaría de nuevo a ser pueblo numeroso. La Iglesia, el pueblo nuevo de Dios, ha conocido también altibajos en su historia. No tenemos palabra de Dios sobre el número, pero nos ha hablado sobre la autenticidad y sobre las pruebas a través de las cuales nos purifica y nos hace estar disponibles para continuar la misión que nos ha encomendado en un mundo diferente. La reestructuración debe ser una oportunidad para la conversión al Dios que llama, para cambiar lo que humildemente debamos cambiar; la renovación acontece padeciendo despojos y sufrimientos, y afianzándonos en lo esencial.

La vida consagrada es un don de Dios y una necesidad de la Iglesia para fructificar más abundantemente en la historia. La vida religiosa no desaparecerá de la Iglesia, pero sí puede desaparecer cierta forma concreta y en ciertos lugares determinados. Dios, en su fidelidad, seguirá llamando al seguimiento particular de Jesús en pobreza, castidad y obediencia, y a una forma de vida en comunidad que anticipe por el amor y la unidad la asamblea definitiva del cielo.

El secreto de nuestra vida consiste en estar escondidos con Cristo en Dios (cf. Col 3,3). Sin la comunión y comunicación detenida y honda con el Señor, nuestra vida perdería sus raíces y se secarían sus fuentes. Si seguimos a Jesús en la entrega de la vida, lo seguiremos también en su victoria desbordante de gozo. Ungidos por el Espíritu Santo, seremos imágenes de Cristo, signos vivos de su presencia.

Os manifiesto de nuevo mi gratitud, afecto y cercanía.