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Santo Padre
Benedicto XVI

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Homilía

17ª Jornada Mundial de la Vida Consagrada 2013 - Fiesta de la Presentación del Señor

Santa Misa

2 de febrero de 2013


Temas: Presentación del Señor y vida consagrada (Año de la fe).

Web oficial: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/homilies/2013/documents/hf_ben-xvi_hom_20130202_vita-consacrata_sp.html

Publicado: BOA 2013, 54; Ecclesia LXXIII/3.661, febrero (2013), 205-206.


Queridos hermanos y hermanas:

En su relato de la infancia de Jesús, san Lucas subraya la gran fidelidad de María y de José a la ley del Señor. Llevan a cabo con profunda devoción todo lo que se prescribe después del parto de un primogénito varón. Se trata de dos prescripciones muy antiguas; una se refiere a la madre, y la otra al niño neonato. Para la mujer se prescribe que se abstenga durante cuarenta días de las prácticas rituales, y que después ofrezca un doble sacrificio: un cordero en holocausto y una tórtola o un pichón por el pecado; pero si la mujer es pobre, puede ofrecer dos tórtolas o dos pichones (cf. Lv 12,1-8). San Lucas precisa que María y José ofrecieron el sacrificio de los pobres (cf. Lc 2,24), para evidenciar que Jesús nació en una familia de gente sencilla, humilde, pero muy creyente; una familia perteneciente a esos pobres de Israel que forman el verdadero pueblo de Dios. Para el primogénito varón, que según la ley de Moisés es propiedad de Dios, se prescribía, a su vez, el rescate, establecido en una ofrenda de cinco siclos, que había que entregar a un sacerdote en cualquier lugar. Ello en memoria perenne del hecho de que, en tiempos del Éxodo, Dios rescató a los primogénitos de los hebreos (cf. Ex 13,11-16).

Es importante observar que para estos dos actos —la purificación de la madre y el rescate del hijo— no era necesario ir al Templo. Sin embargo, María y José quieren hacerlo todo en Jerusalén, y san Lucas muestra cómo toda la escena converge en el Templo, y, por lo tanto, se focaliza en Jesús, que entra allí. Y he aquí que, justamente a través de las prescripciones de la ley, el acontecimiento principal se vuelve otro: la “presentación” de Jesús en el Templo de Dios, es decir, el acto de ofrecer al Hijo del Altísimo al Padre que le ha enviado (cf. Lc 1,32.35).

Esta narración del evangelista tiene su correspondencia en las palabras del profeta Malaquías que hemos escuchado al inicio de la primera lectura: «Voy a enviar a mi mensajero para que prepare el camino ante mí. Enseguida llegará a su santuario el Señor, a quien vosotros andáis buscando; y el mensajero de la alianza, en quien os regocijáis, mirad que está llegando, dice el Señor del universo... Refinará a los levitas... para que puedan ofrecer al Señor ofrenda y oblación justas» (Ml 3,1.3). Claramente, aquí no se habla de un niño, y, sin embargo, estas palabras hallan cumplimiento en Jesús, porque “enseguida”, gracias a la fe de sus padres, fue llevado al Templo; y en el acto de su “presentación”, o de su “ofrenda” personal a Dios Padre, se trasluce claramente el tema del sacrificio y del sacerdocio, como en el pasaje del profeta. El niño Jesús, al que enseguida presentan en el Templo, es el mismo que, ya adulto, purificará el Templo (cf. Jn 2,13-22; Mc 11,15-19 y paralelos) y, sobre todo, hará de sí mismo el sacrificio y el sumo sacerdote de la nueva Alianza.

Esa es también la perspectiva de la Carta a los Hebreos, de la que se ha proclamado un pasaje en la segunda lectura; en ella se refuerza el tema del nuevo sacerdocio, un sacerdocio —el que inaugura Jesús— que es existencial: «Pues, por el hecho de haber padecido sufriendo la tentación, puede auxiliar a los que son tentados» (Hb 2,18). Y así encontramos también el tema del sufrimiento, muy remarcado en el pasaje evangélico en el que Simeón pronuncia su profecía acerca del Niño y de su Madre: «Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten, y será como un signo de contradicción; y a ti misma (María), una espada te traspasará el alma» (Lc 2,34-35). La “salvación” que Jesús lleva a su pueblo y que encarna en sí mismo pasa por la cruz, a través de su muerte violenta, a la que Él vencerá y transformará con la oblación de la vida por amor. Esta oblación ya está preanunciada en el gesto de la presentación en el Templo, un gesto ciertamente motivado por las tradiciones de la antigua Alianza, pero íntimamente animado por la plenitud de la fe y del amor que corresponde a la plenitud de los tiempos, a la presencia de Dios y de su Espíritu Santo en Jesús. El Espíritu, en efecto, aletea en toda la escena de la presentación de Jesús en el Templo, en particular en la figura de Simeón, pero también de Ana. Es el Espíritu “Paráclito”, que lleva el “consuelo” de Israel y mueve los pasos y el corazón de quienes lo esperan. Es el Espíritu que sugiere las palabras proféticas de Simeón y Ana; palabras de bendición, de alabanza a Dios, de fe en su Consagrado, de agradecimiento porque por fin nuestros ojos pueden ver y nuestros brazos estrechar “su salvación” (cf. Lc 2,30).

«Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2,32): así define Simeón al Mesías del Señor, al final de su canto de bendición. El tema de la luz, que resuena en los cantos primero y segundo del Siervo del Señor, en el Deutero-Isaías (cf. Is 42,6; 49,6), está fuertemente presente en esta liturgia, que, de hecho, se ha abierto con una sugerente procesión, en la que han participado los superiores y las superioras generales de los institutos de vida consagrada aquí representados, llevando cirios encendidos. Este signo, específico de la tradición litúrgica de esta fiesta, es muy expresivo. Manifiesta la belleza y el valor de la vida consagrada como reflejo de la luz de Cristo; es un signo que recuerda la entrada de María en el Templo: la Virgen María, la Consagrada por excelencia, llevaba en brazos a la Luz misma, al Verbo encarnado, que vino para expulsar las tinieblas del mundo con el amor de Dios.

Queridos hermanos y hermanas consagrados: todos vosotros habéis estado representados en esa peregrinación simbólica, que en el Año de la fe expresa más todavía vuestra concurrencia en la Iglesia, para ser confirmados en la fe y renovar el ofrecimiento de vosotros mismos a Dios. A cada uno, y a vuestros institutos, os dirijo con afecto mi más cordial saludo y os agradezco vuestra presencia. En la luz de Cristo, con los múltiples carismas de la vida contemplativa y apostólica, cooperáis en la vida y en la misión de la Iglesia en el mundo. En este espíritu de reconocimiento y de comunión, desearía haceros tres invitaciones, a fin de que podáis entrar plenamente por la “puerta de la fe”, que está siempre abierta para nosotros (cf. Carta Apostólica Porta fidei, 1) .

Os invito, en primer lugar, a alimentar una fe capaz de iluminar vuestra vocación. Por eso os exhorto a hacer memoria, como en una peregrinación interior, del “primer amor” con el que el Señor Jesucristo caldeó vuestro corazón; no por nostalgia, sino para alimentar esa llama. Y para eso es necesario estar con Él, en el silencio de la adoración, y así volver a despertar la voluntad y la alegría de compartir la vida, las decisiones, la obediencia de fe, la bienaventuranza de los pobres, la radicalidad del amor. Partiendo siempre de nuevo de ese encuentro de amor, lo dejáis todo para estar con Él y poneros como Él al servicio de Dios y de los hermanos (cf. Exhortación Apostólica Vita consecrata, 1).

En segundo lugar, os invito a una fe que sepa reconocer la sabiduría de la debilidad. En las alegrías y en las aflicciones del tiempo presente, cuando la dureza y el peso de la cruz se hacen notar, no dudéis de que la kenosis (‘vaciamiento’, ‘despojo’) de Cristo es ya victoria pascual. Precisamente en la limitación y en la debilidad humana estamos llamados a vivir la conformación a Cristo, en una tensión integral que anticipa, en la medida de lo posible en el tiempo, la perfección escatológica (ibíd., 16). En las sociedades de la eficiencia y del éxito, vuestra vida, caracterizada por la “minoridad” y la debilidad de los pequeños, y por la empatía con quienes carecen de voz, se convierte en un signo evangélico de contradicción.

Finalmente, os invito a renovar la fe que os hace peregrinar hacia el futuro. Por su naturaleza, la vida consagrada es peregrinación del espíritu en busca de un Rostro, que a veces se manifiesta y a veces se vela: «Faciem tuam, Domine, requiram» (Sal 26,8). Que este sea el anhelo constante de vuestro corazón, el criterio fundamental que oriente vuestro camino, tanto en los pequeños pasos cotidianos como en las decisiones más importantes. No os unáis a los profetas de desventuras que proclaman el final o el sinsentido de la vida consagrada en la Iglesia de nuestros días; más bien, revestíos de Jesucristo y llevad las armas de la luz —como exhorta san Pablo (cf. Rm 13,11-14)—, permaneciendo despiertos y vigilantes. San Cromacio de Aquileya escribió: «Que el Señor aleje de nosotros tal peligro, para que jamás nos dejemos apesadumbrar por el sueño de la infidelidad; que nos conceda su gracia y su misericordia para que podamos velar siempre en la fidelidad a Él. En efecto, nuestra fidelidad puede velar en Cristo» (Sermón 32, 4).

Queridos hermanos y hermanas: la alegría de la vida consagrada pasa necesariamente por la participación en la cruz de Cristo. Así fue para María Santísima. El suyo es el sufrimiento del corazón que se hace todo uno con el corazón del Hijo de Dios, traspasado por amor. De aquella herida brota la luz de Dios; también de los sufrimientos, de los sacrificios, del don de sí mismos que los consagrados viven por amor a Dios y a los demás irradia la misma luz, que evangeliza a las gentes. En esta fiesta os deseo de modo particular a vosotros, consagrados, que vuestra vida tenga siempre el sabor de la parresia evangélica, para que en vosotros la Buena Nueva se viva, se testimonie, se anuncie y resplandezca como Palabra de verdad (cf. Porta fidei, 6). Amén.