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Catequesis

Audiencia General - Año de la Fe 2012-2013

«Creador del cielo y de la tierra»,
Creador del ser humano

6 de febrero de 2013


Temas: Dios creador y el hombre creado (pecado original).

Web oficial: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/audiences/2013/documents/hf_ben-xvi_aud_20130206_sp.html

Publicado: BOA 2013, 78; Ecclesia LXXIII/3.662, febrero (2013), 244-246.


Queridos hermanos y hermanas:

El Credo, que comienza describiendo a Dios como «Padre todopoderoso», como meditamos la semana pasada , añade luego que es «Creador del cielo y de la tierra», y retoma de este modo la afirmación con la que comienza la Biblia. En efecto, en el primer versículo de la Sagrada Escritura se lee: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gn 1,1): Dios es el origen de todas las cosas y en la belleza de la creación se despliega su omnipotencia como Padre que ama.

Dios se manifiesta como Padre en la creación, al ser el origen de la vida, y, al crear, muestra su omnipotencia. Las imágenes usadas por la Sagrada Escritura al respecto son muy sugerentes (cf. Is 40,12; 45,18; 48,13; Sal 104,2.5; 135,7; Pr 8,27-29; Jb 38-39). Él, como Padre bueno y poderoso, cuida de todo aquello que ha creado con un amor y una fidelidad que nunca decaen, como dicen repetidamente los Salmos (cf. Sal 57,11; 108,5; 36,6). Así, la creación se convierte en un espacio donde conocer y reconocer la omnipotencia del Señor y su bondad, y apela a nuestra fe de creyentes para que proclamemos a Dios como Creador. «Por la fe —escribe el autor de la Carta a los Hebreos— sabemos que el universo fue configurado por la Palabra de Dios, de manera que lo visible procede de lo invisible» (Hb 11,3). La fe, por lo tanto, implica la capacidad de reconocer lo invisible, distinguiendo sus huellas en el mundo visible. El creyente puede leer el gran libro de la naturaleza y entender su lenguaje (cf. Sal 19,2-5); pero es necesaria la Palabra de revelación, que suscita la fe, para que el hombre pueda llegar a la plena consciencia de la realidad de Dios como Creador y Padre.

En la Sagrada Escritura, la inteligencia humana puede encontrar, a la luz de la fe, la clave de interpretación para comprender el mundo. En particular, ocupa un lugar especial el primer capítulo del Génesis, con la presentación solemne de la obra creadora divina, que se despliega a lo largo de siete días: en seis días Dios completa la creación, y el séptimo día, el sábado, concluye su actividad y descansa. Día de libertad para todos, día de comunión con Dios. Y así, con esta imagen, el libro del Génesis nos indica que el primer pensamiento de Dios era encontrar un amor que respondiera a su amor. Su segundo pensamiento era crear un mundo material donde situar este amor, a las criaturas que le correspondieran en libertad. Esa estructura hace que el texto esté caracterizado por algunas repeticiones significativas. Por ejemplo, se repite seis veces la frase: «Vio Dios que era bueno» (Gn 1,4.10.12.18.21.25), para concluir, la séptima vez, después de la creación del hombre: «Vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno» (Gn 1,31). Todo lo que Dios crea es bello y bueno, está impregnado de sabiduría y de amor; la acción creadora de Dios trae orden, introduce armonía, aporta belleza.

El relato del Génesis también deja claro que el Señor crea con su palabra: en el texto se lee diez veces la expresión «Dijo Dios» (Gn 1,3.6.9.11.14.20.24.26.28.29). Es la palabra, el Logos de Dios, lo que está en el origen de la realidad del mundo; que con el «Dijo Dios» fuera así, subraya el poder eficaz de la palabra divina. El salmista canta de esta forma: «La palabra del Señor hizo el cielo; el aliento de su boca, sus ejércitos... porque Él lo dijo, y existió; Él lo mandó, y todo fue creado» (Sal 33,6.9). La vida brota, el mundo existe, porque todo obedece a la Palabra divina.

Pero nuestra pregunta hoy es: en la época de la ciencia y de la técnica, ¿tiene sentido hablar todavía de creación? ¿Cómo debemos comprender las narraciones del Génesis? La Biblia no quiere ser un manual de ciencias naturales; en cambio, quiere hacer comprensible la verdad auténtica y profunda de las cosas. La verdad fundamental que nos revelan los relatos del Génesis es que el mundo no es un conjunto de fuerzas en conflicto entre sí, sino que tiene su origen y su estabilidad en el Logos, en la Razón eterna de Dios, que sigue sosteniendo el universo. Hay un designio sobre el mundo que nace de esta Razón, del Espíritu creador. Creer que en la base de todo existe esto, ilumina cualquier aspecto de la existencia y da la valentía para afrontar con confianza y esperanza la aventura de la vida. Por lo tanto, la Escritura nos dice que el origen del ser, del mundo, nuestro origen, no es lo irracional ni la necesidad, sino la razón, el amor y la libertad. De ahí la alternativa: o prioridad de lo irracional, de la necesidad, o prioridad de la razón, de la libertad, del amor. Nosotros creemos en esta última posición.

Pero quisiera decir también unas palabras sobre aquello que es el vértice de toda la creación: el hombre y la mujer, el ser humano, el único «capaz de conocer y amar a su Creador» (Constitución pastoral Gaudium et spes, 12) . El salmista, mirando a los cielos, se pregunta: «Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él; el ser humano, para cuidar de él?» (Sal 8,4-5). El ser humano, creado con amor por Dios, es algo muy pequeño ante la inmensidad del universo. A veces, mirando fascinados la enorme extensión del firmamento, también nosotros hemos percibido nuestras limitaciones. El ser humano lleva consigo esta paradoja: nuestra pequeñez y nuestra caducidad conviven con la grandeza de aquello que el amor eterno de Dios ha querido para nosotros.

Los relatos de la creación en el libro del Génesis nos introducen también en este misterioso ámbito, ayudándonos a conocer el proyecto de Dios para el hombre. Para empezar, afirman que Dios formó al hombre con el polvo de la tierra (cf. Gn 2,7). Esto significa que no somos Dios, no nos hemos hecho solos, somos tierra; pero significa también que venimos de la tierra buena, por obra del Creador bueno. A esto se suma otra realidad fundamental: todos los seres humanos son polvo, más allá de las distinciones establecidas por la cultura y por la historia, más allá de toda diferencia social; somos una única humanidad plasmada con la única tierra de Dios. Hay, luego, un segundo elemento: el ser humano comienza a existir porque Dios sopla aliento de vida en el cuerpo modelado con la tierra (cf. Gn 2,7). El ser humano está hecho a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,26-27). Todos, entonces, llevamos en nosotros el aliento vital de Dios, y toda vida humana —nos dice la Biblia— está bajo la protección especial de Dios. Esta es la razón más profunda de la inviolabilidad de la dignidad humana contra cualquier tentación de valorar a la persona según criterios utilitaristas y de poder. Estar hecho a imagen y semejanza de Dios indica que el hombre no está cerrado en sí mismo, sino que tiene un punto de referencia esencial en Dios.

En los primeros capítulos del libro del Génesis encontramos dos imágenes significativas: el jardín con el árbol del conocimiento del bien y del mal, y la serpiente (cf. Gn 2,15-17; 3,1-5). El jardín nos dice que la realidad en la que Dios puso al ser humano no es un bosque salvaje, sino un lugar que protege, nutre y sostiene; y el hombre debe reconocer el mundo, no como propiedad que puede saquear y explotar, sino como don del Creador, signo de su voluntad salvadora; don que se ha de cuidar y custodiar, que se debe hacer crecer y desarrollar en el respeto, en la armonía, siguiendo los ritmos y la lógica, según el designio de Dios (cf. Gn 2,8-15). La serpiente es una figura que deriva de los cultos orientales de la fecundidad, que fascinaban a Israel y suponían una tentación constante para abandonar la misteriosa alianza con Dios. A la luz de esto, la Sagrada Escritura presenta la tentación que sufrieron Adán y Eva como el núcleo de la tentación y del pecado. ¿Qué dice, de hecho, la serpiente? No niega a Dios, pero insinúa sutilmente con la pregunta: «¿Conque Dios os ha dicho que no comáis de ningún árbol del jardín?» (Gn 3,2). De este modo, la serpiente suscita la sospecha de que la alianza con Dios es como una cadena que ata, que priva de la libertad y de las cosas más bellas y preciosas de la vida.

Esa tentación se convierte en la tentación de construirse por uno mismo el mundo donde se vive, de no aceptar los límites de ser criatura, los límites del bien y del mal, de la moral; la dependencia del amor creador de Dios se ve como un peso del que hay que liberarse. Ese es siempre el núcleo de la tentación. Pero cuando se desvirtúa la relación con Dios con una mentira, poniéndonos en su lugar, todas las demás relaciones se ven alteradas. El otro se convierte en un rival, en una amenaza: Adán, después de ceder a la tentación, acusa inmediatamente a Eva (cf. Gn 3,12); los dos se esconden de la mirada de aquel Dios con quien conversaban en amistad (cf. Gn 3,8-10); el mundo ya no es el jardín donde se vive en armonía, sino un lugar que se ha de explotar y en el cual se encubren insidias (cf. Gn 3,14-19); la envidia y el odio hacia los demás entran en el corazón del hombre, y ejemplo de ello es Caín, que mata a su propio hermano Abel (cf. Gn 4,3-9). Al oponerse a su Creador, el hombre en realidad se opone a sí mismo, reniega de su origen y por lo tanto de su verdad; y el mal entra en el mundo, con su dolorosa cadena de dolor y de muerte. Cuanto Dios había creado era bueno, es más, muy bueno; después de esta libre decisión del hombre por la mentira y contra la verdad, el mal entra en el mundo.

Quisiera poner de relieve una última enseñanza de los relatos de la creación: el pecado engendra pecado, y todos los pecados de la historia están relacionados entre sí. Este aspecto nos impulsa a hablar del llamado “pecado original”. ¿Cuál es el significado de esta realidad tan difícil de comprender? Me gustaría simplemente mencionar algún elemento. Antes que nada, debemos considerar que ningún hombre está cerrado en sí mismo, nadie puede vivir solo de sí y para sí; recibimos la vida de otros, y no solo en el momento del nacimiento, sino cada día. El ser humano es relación: yo soy yo mismo solo en el tú y a través del tú, en la relación de amor con el Tú de Dios y el tú de los demás. Pues bien, el pecado consiste en enturbiar o destruir la relación con Dios, esa es su esencia; destruye la relación con Dios, la relación fundamental, para situarnos en el lugar de Dios. El Catecismo de la Iglesia Católica afirma que, con el primer pecado, el hombre «hizo la elección de sí mismo y contra Dios, contra las exigencias de su estado de criatura y, por tanto, contra su propio bien» (n. 398). Alterada la relación fundamental, se comprometen o se destruyen también los demás polos de la relación; el pecado arruina las relaciones, y así lo arruina todo, porque nosotros somos relación. Y si la estructura relacional de la humanidad está distorsionada desde el inicio, todos los hombres entran en un mundo marcado por esta alteración de las relaciones, un mundo alterado por el pecado, el cual los marca personalmente; el pecado inicial condiciona y hiere la naturaleza humana (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 404-406).

Y el hombre por sí mismo, uno mismo, no puede salir de esta situación, no puede redimirse solo; únicamente el Creador mismo puede rehacer las relaciones. Solo si Aquel de quien nos hemos alejado viene a nosotros y nos tiende la mano con amor, las relaciones adecuadas pueden reanudarse. Esto acontece en Jesucristo, que realiza exactamente el itinerario inverso al que hizo Adán, como describe el himno del segundo capítulo de la Carta de san Pablo a los Filipenses (Flp 2,5-11): así como Adán no reconoce que es criatura y quiere ponerse en el lugar de Dios, Jesús, el Hijo de Dios, que está en una relación filial perfecta con el Padre, se rebaja, se convierte en siervo, recorre el camino del amor, humillándose hasta la muerte de cruz, para volver a poner en orden las relaciones con Dios. La cruz de Cristo se convierte así en el nuevo árbol de la vida.

Queridos hermanos y hermanas, vivir nuestra fe quiere decir reconocer la grandeza de Dios y aceptar nuestra pequeñez, nuestra condición de criaturas, dejando que el Señor nos colme con su amor y se desarrolle así nuestra verdadera grandeza. El mal, con su carga de dolor y de sufrimiento, es un misterio iluminado por la luz de la fe, que nos da la certeza de poder ser liberados de él; la certeza de que es bueno ser hombre.

(Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular al grupo y a la delegación de la Guardia Civil, con el Arzobispo castrense, el Ministro del Interior y el director general de ese cuerpo)