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Benedicto XVI

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Consideraciones

Audiencia General - Renuncia del papa Benedicto XVI

Gratitud por el ministerio

27 de febrero de 2013


Temas: Benedicto XVI (renuncia).

Web oficial: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/audiences/2013/documents/hf_ben-xvi_aud_20130227_sp.html

Publicado: BOA 2013, 83.


Venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado, distinguidas autoridades, queridos hermanos y hermanas:

Os doy las gracias por haber venido, y en tan gran número, a esta que es mi última Audiencia general. Gracias de corazón. Estoy verdaderamente conmovido y veo que la Iglesia está viva. Y pienso que debemos dar gracias también al Creador por el buen tiempo que nos está regalando, todavía en invierno.

Como el apóstol Pablo en el texto bíblico que hemos escuchado, también yo siento en mi corazón que debo dar gracias, sobre todo a Dios, que guía y hace crecer a la Iglesia, que siembra su Palabra y alimenta así la fe en su Pueblo. En este momento, mi alma se ensancha y abraza a toda la Iglesia esparcida por el mundo; y doy gracias a Dios por las “noticias” que en estos años de ministerio petrino he recibido sobre la fe en el Señor Jesucristo, sobre la caridad que verdaderamente circula por el Cuerpo de la Iglesia y lo hace vivir en el amor, y sobre la esperanza que nos abre y nos orienta hacia la vida en plenitud, hacia la patria celestial.

Siento que os llevo a todos en la oración, en un presente que es el de Dios, en el que recojo cada encuentro, cada viaje, cada visita pastoral. Recojo todo y a todos en la oración para encomendarlos al Señor, para que tengamos pleno conocimiento de su voluntad, con toda sabiduría e inteligencia espiritual, y para que podamos comportarnos de una manera digna de Él, de su amor, dando fruto con cada buena obra (cf. Col 1,9-10).

En este momento tengo una gran confianza, porque sé, sabemos todos, que la Palabra de verdad del Evangelio es la fuerza de la Iglesia, es su vida. El Evangelio purifica y renueva, da fruto, dondequiera que la comunidad de los creyentes lo escucha y acoge la gracia de Dios en la verdad y en la caridad. Esta es mi confianza, esta es mi alegría.

Cuando el 19-4-2005, hace casi ocho años, acepté asumir el ministerio petrino , tuve esta firme certeza, que siempre me ha acompañado: la certeza de la vida de la Iglesia por la Palabra de Dios. En aquel momento, como ya he expresado varias veces, las palabras que resonaron en mi corazón fueron: “Señor, ¿por qué me pides esto y qué me pides? Es un peso grande el que pones sobre mis hombros, pero si Tú me lo pides, por tu palabra echaré las redes, seguro de que Tú me guiarás, también con todas mis debilidades”. Y ocho años después puedo decir que el Señor realmente me ha guiado, ha estado cerca de mí, he podido percibir cotidianamente su presencia. Ha sido un trecho del camino de la Iglesia que ha tenido momentos de alegría y de luz, pero también momentos que no fueron fáciles; me he sentido como san Pedro con los Apóstoles en la barca en el lago de Galilea: el Señor nos ha dado muchos días de sol y de brisa suave, días en los que la pesca ha sido abundante; pero también ha habido momentos en los que las aguas se agitaban y el viento era contrario, como durante toda la historia de la Iglesia, y el Señor parecía dormir. Pero siempre he sabido que en esa barca estaba el Señor, y siempre he sabido que la barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra, sino que es suya. Y el Señor no deja que se hunda; es Él quien la conduce, ciertamente también a través de los hombres que ha elegido, pues así lo ha querido. Esta ha sido y es una certeza que nada puede empañar. Y por eso mi corazón está hoy lleno de gratitud a Dios, porque jamás ha dejado que le falte a toda la Iglesia ni tampoco a mí su consuelo, su luz, su amor.

Estamos en el Año de la fe , que he proclamado precisamente para fortalecer nuestra fe en Dios, en un contexto que parece dejarlo cada vez más en segundo plano. Desearía invitaros a todos a renovar la confianza firme en el Señor, a confiarnos como niños en los brazos de Dios, seguros de que esos brazos nos sostienen siempre y son los que nos permiten caminar cada día, también en las dificultades. Me gustaría que cada uno se sintiera amado por ese Dios que ha entregado a su Hijo por nosotros y que nos ha mostrado su amor sin límites. Quisiera que cada uno de vosotros sintiera la alegría de ser cristiano. En una bella oración matinal para recitar a diario se dice: “Te adoro, Dios mío, y te amo con todo el corazón. Te doy gracias porque me has creado, hecho cristiano...”. Sí, alegrémonos por el don de la fe; es el bien más precioso, y nadie nos lo puede arrebatar. Demos gracias al Señor por ello cada día, con la oración y con una vida cristiana coherente. Dios nos ama, pero espera que nosotros también lo amemos.

Pero no es solo a Dios a quien quiero dar las gracias en este momento. Un papa no guía él solo la barca de Pedro, aunque esta sea su principal responsabilidad. Yo nunca me he sentido solo al llevar la alegría y el peso del ministerio petrino; el Señor me ha puesto cerca a muchas personas que, con generosidad y amor a Dios y a la Iglesia, me han ayudado y han estado cerca de mí. Ante todo vosotros, queridos hermanos cardenales: vuestra sabiduría, vuestros consejos y vuestra amistad han sido valiosos para mí; mis colaboradores, empezando por mi Secretario de Estado, que me ha acompañado fielmente en estos años; la Secretaría de Estado y toda la Curia Romana; así como todos aquellos que, en distintos ámbitos, prestan su servicio a la Santa Sede. Se trata de muchos rostros que no aparecen, que permanecen en la sombra, pero precisamente en el silencio, en la entrega cotidiana, con espíritu de fe y humildad, han sido para mí un apoyo seguro y fiable. Un recuerdo especial para la Iglesia de Roma, mi diócesis. No puedo olvidar a los hermanos en el episcopado y en el presbiterado, a las personas consagradas y a todo el Pueblo de Dios: en las visitas pastorales, en los encuentros, en las audiencias, en los viajes, siempre he percibido una gran amabilidad y un profundo afecto. Pero también yo os he querido a todos y cada uno, sin distinciones, con esa caridad pastoral que es el corazón de todo pastor, sobre todo del obispo de Roma, del sucesor del apóstol Pedro. Diariamente os he llevado a cada uno de vosotros en la oración, con el corazón de un padre.

Desearía que mi saludo y mi agradecimiento llegara a todos: el corazón de un papa se extiende por el mundo entero. Y querría expresar mi gratitud al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, que hace presente a la gran familia de las naciones. Aquí pienso también en cuantos trabajan por una buena comunicación, a quienes agradezco su importante servicio.

En este momento, desearía dar las gracias de todo corazón a las numerosas personas de todo el mundo que en las últimas semanas me han enviado expresiones conmovedoras de cercanía, amistad y oración. Sí, el papa nunca está solo; ahora lo experimento una vez más, de un modo tan grande que toca el corazón. El papa pertenece a todos, y muchísimas personas se sienten muy cerca de él. Es verdad que recibo cartas de los grandes del mundo: de los jefes de Estado, de los líderes religiosos, de los representantes del mundo de la cultura, etcétera. Pero recibo también muchísimas cartas de personas humildes que me escriben con sencillez desde lo más profundo de su corazón y me hacen sentir su cariño, que nace de estar juntos con Cristo Jesús, en la Iglesia. Estas personas no me escriben como se escribe, por ejemplo, a un príncipe o a un personaje a quien no se conoce. Me escriben como hermanos y hermanas o como hijos e hijas, con los sentimientos propios de un vínculo familiar muy afectuoso. Ahí se puede tocar con la mano qué es la Iglesia: no una organización, ni una asociación con fines religiosos o humanitarios, sino un cuerpo vivo, una comunión de hermanos y hermanas en el Cuerpo de Jesucristo, que nos une a todos. Experimentar la Iglesia de ese modo, y poder casi llegar a tocar con la mano la fuerza de su verdad y de su amor, es motivo de alegría, en un tiempo en el que tantos hablan de su declive. Pero podemos ver cómo la Iglesia hoy está viva.

En estos últimos meses, he notado que mis fuerzas han disminuido, y he pedido a Dios con insistencia, en la oración, que me iluminara con su luz para tomar la decisión más adecuada, no para mi propio bien, sino para el bien de la Iglesia. He dado este paso con plena conciencia de su importancia y también de su novedad, pero con una profunda serenidad de ánimo. Amar a la Iglesia significa también tener el valor de tomar decisiones difíciles, sufridas, teniendo siempre presente el bien de la Iglesia y no el de uno mismo.

Permitidme aquí volver de nuevo al 19-4-2005. La importancia de la decisión reside precisamente también en el hecho de que a partir de aquel momento me comprometí siempre y para siempre con el Señor. Quien asume el ministerio petrino siempre deja de tener privacidad. Pertenece siempre y totalmente a todos, a toda la Iglesia; en su vida, por así decirlo, queda eliminada la dimensión privada. He podido experimentar, y lo experimento precisamente ahora, que uno recibe la vida justamente cuando la da. Antes he dicho que muchas personas que aman al Señor aman también al sucesor de san Pedro y le tienen un gran cariño, que el papa tiene verdaderamente hermanos y hermanas, hijos e hijas en todo el mundo, y que se siente seguro en el abrazo de vuestra comunión; porque ya no se pertenece a sí mismo, pertenece a todos y todos le pertenecen.

El “siempre” es también un “para siempre”; ya no hay opción para volver a lo privado. Mi decisión de renunciar al ejercicio activo del ministerio no revoca eso. No vuelvo a la vida privada, a una vida de viajes, encuentros, recepciones, conferencias, etcétera. No abandono la cruz, sino que permanezco junto al Señor Crucificado de una manera distinta. Ya no tengo la potestad del oficio de gobernar la Iglesia, pero en el servicio de la oración permanezco, por así decirlo, en el recinto de san Pedro. San Benito, cuyo nombre llevo como papa, será un gran ejemplo para mí en esto. Él nos mostró el camino hacia una vida que, activa o pasiva, pertenece totalmente a la obra de Dios.

Doy también las gracias a todos y cada uno por el respeto y la comprensión con los que habéis acogido esta decisión tan importante. Continuaré acompañando el camino de la Iglesia con la oración y la reflexión, con la entrega al Señor y a su Esposa, que hasta ahora he tratado de vivir cada día y quisiera vivir siempre. Os pido que me recordéis ante Dios, y sobre todo que recéis por los cardenales, llamados a una tarea tan relevante, y por el nuevo sucesor del apóstol Pedro: que el Señor le acompañe con la luz y la fuerza de su Espíritu.

Invoquemos la intercesión maternal de la Virgen María, Madre de Dios y de la Iglesia, para que nos acompañe a cada uno de nosotros y a toda la comunidad eclesial; nos encomendamos a ella con profunda confianza.

Queridos amigos, Dios guía a su Iglesia, la sostiene siempre, también y sobre todo en los momentos difíciles. No perdamos nunca esta visión de fe, que es la única visión verdadera del camino de la Iglesia y del mundo. Que en nuestro corazón, en el corazón de cada uno de vosotros, esté siempre la gozosa certeza de que el Señor está a nuestro lado, no nos abandona, está cerca de nosotros y nos envuelve con su amor. Gracias.

(Saludo a los peregrinos de lengua española)