Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

Imprimir A4  A4x2  A5  

Catequesis

Año de la fe 2012-2013

«Fue crucificado, muerto y sepultado»

1 de marzo de 2013


Temas: Jesucristo (pasión y muerte).

Publicado: BOA 2013, 109.


Jesús, el Mesías e Hijo de Dios, murió crucificado. No murió de muerte natural ni de un accidente, sino que fue condenado a padecer el suplicio de la cruz. El Hijo de Dios encarnado fue hermano nuestro en todo menos en el pecado; aprendió sufriendo a obedecer, compartió nuestra muerte; como fue probado por la cruz, comprende nuestra debilidad, nos acompaña en la tribulación e intercede por nosotros (cf. Hb 2,10-18; 4,14; 5,1-10). Si el dolor y la muerte de los inocentes suscitan en nosotros preguntas lacerantes dirigidas al Dios bueno, ¿qué interrogaciones no levantarán en nuestro corazón la pasión y la muerte de Jesucristo, el Hijo de Dios? El sentido de la crucifixión de Jesús tiene su clave en el amor, por más extraño que nos resulte esta vía de comprensión, al menos de entrada. «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por los amigos» (cf. Jn 15,13-14); «Me amó y se entregó por mí» (Gal 2,20).

La muerte de Jesús puede ser contemplada a la luz de su vida anterior y puede ser iluminada por la gloria de su resurrección. Jesús fue rechazado, acusado y condenado porque los hombres no soportaron su enseñanza, sus reivindicaciones ni su forma de vivir con una singular fidelidad a Dios, a quien llamó su Padre. La resurrección significará la respuesta de Dios a Jesús como a su Hijo, cuyo comportamiento aprueba: el condenado ha sido exaltado por Dios como Juez poderoso (cf. Hch 2,36; 3,13-16; 5,31; 13,38).

Haciendo converger sobre la muerte de Jesús la doble perspectiva, desde su vida anterior y desde la resurrección, podemos decir que en su muerte se cruzan tres libertades, tres formas de entrega. En primer lugar, Jesús fue entregado por Judas; y Pilato, instigado por los jefes del pueblo, lo entregó a la muerte de cruz. También Jesús mismo se entregó; fue a la muerte porque quiso, ya que tenía poder para dar la vida y para tomarla de nuevo. A Jesús le movió la libertad en el amor, ya que nos amó hasta el extremo (cf. Jn 13,1). En la cena de despedida, anticipó la ofrenda libre de su vida: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros» (Lc 22,19). Por último y para asombro nuestro, no solo los hombres entregaron a Jesús y no solo Jesús se entregó a sí mismo, sino que el mismo Padre Dios entregó a su Hijo (cf. Rm 8,32). En la cruz de Jesús vemos hasta dónde pueden llegar la libertad de los hombres, el amor de Jesús al dar su vida por nosotros, y el amor insondable del Padre, que «por rescatar al esclavo, entregó al Hijo» (Pregón Pascual). «Dios estaba en Cristo, reconciliando al mundo consigo» (2Co 5,19). Ante este misterio, solo caben el asombro, la gratitud y el amor.

San Pablo escribió un pasaje que es al mismo tiempo resumen de la predicación apostólica y rudimento de la confesión de fe cristiana: «Os recuerdo, hermanos, el Evangelio. Os transmití lo que yo recibí; que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras, y que fue sepultado» (1Co 15,1.3-5). La muerte del Mesías, Jesucristo, aconteció según las Escrituras, es decir, según las profecías y el propósito de Dios (cf. Hch 2,23); no fue por azar, ni por equivocación, sino según la voluntad misteriosa y salvífica de Dios. Jesús, ya resucitado, enseñará a los discípulos a escrutar las Escrituras para descubrir en ellas el designio de Dios (cf. Lc 24,27.44), según el cual los profetas serán perseguidos por fidelidad a la misión que Dios les ha confiado. Is 53 dice sobre el Siervo de Dios lo siguiente: «Soportó nuestros sufrimientos», «nuestro castigo saludable cayó sobre él», «sus cicatrices nos han curado», «maltratado, voluntariamente se humillaba, y sin abrir la boca, como un cordero, fue llevado al matadero», «por los pecados de su pueblo lo hirieron». «Dios nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados» (cf. 1Jn 4,10.19; Rm 5,8).

La muerte en cruz de Jesús revela que hasta lo más negativo según la estimación de los hombres posee un sentido salvífico. Podemos unir nuestras dolencias, fragilidad y humillaciones a la cruz de Jesús por la salvación del mundo. Por la fe en Jesús muerto y resucitado, sabemos que la muerte no es el muro ciego e infranqueable, sino la puerta de la resurrección y de la vida eterna. Si ante la muerte percibida anticipadamente por nosotros sentimos miedo, la muerte iluminada por la resurrección nos hace vivir con serenidad y esperanza (cf. 1Co 15,17-26). Si seguimos a Jesús por los caminos del mundo y en su pasión, también lo seguiremos en la gloria (cf. Jn 12,24-26). Desde la perspectiva de la muerte iluminada por el resplandor de la resurrección de Jesús, recibimos impulso para cargar con las pruebas de la vida y para cumplir fielmente los mandamientos de Dios. Si morimos con Él, viviremos con Él (cf. 2Tm 2,11-13).

Para actuar moralmente siempre, también cuando nadie pueda ser testigo de nuestra conducta, no bastan la vigilancia de las fuerzas de seguridad, ni el temor a la denuncia ante los tribunales, ni los controles legales o mediáticos. La garantía mayor de una vida moral estriba en vivir en conciencia ante la Verdad y el Bien, ante Dios, que ve en lo escondido. Recordar esto en nuestro tiempo es una medicina muy saludable.

La mención del sepulcro en este artículo de fe subraya la realidad de la muerte de Jesús. La losa de la tumba es el sello que certifica la muerte auténtica de Jesús. Jesús estuvo muerto (cf. Ap 1,18). El Sábado Santo es, por ello, silencio, meditación y vigilancia junto al sepulcro; sentido de ausencia del Señor, soledad y expectación humilde del cumplimiento de su palabra; el Señor descansa después de su cruel e interminable pasión, y estamos consternados por lo que han podido hacer los hombres. La celebración ya próxima de los misterios de la pasión, muerte y resurrección de Jesús nos ofrece la oportunidad de unirnos a Él por la fe y por el amor.