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Homilía

Elección del papa Francisco

Solemne inicio del Pontificado

19 de marzo de 2013


Temas: san José y ministerio petrino.

Web oficial: http://www.vatican.va/holy_father/francesco/homilies/2013/documents/papa-francesco_20130319_omelia-inizio-pontificato_sp.html

Publicado: BOA 2013, 174.


Queridos hermanos y hermanas:

Doy gracias al Señor por poder celebrar esta Santa Misa de comienzo del ministerio petrino en la Solemnidad de san José, esposo de la Virgen María y patrono de la Iglesia universal: es una coincidencia muy rica de significado, y es también el onomástico de mi venerado Predecesor; estamos cercanos a él con la oración, llena de afecto y gratitud.

Saludo con afecto a los hermanos cardenales y obispos, a los presbíteros, diáconos, religiosos y religiosas, y a todos los fieles laicos. Agradezco su presencia a los representantes de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales, así como a los representantes de la comunidad judía y a los de otras comunidades religiosas. Dirijo un cordial saludo a los jefes de Estado y de Gobierno, a las delegaciones oficiales de tantos países del mundo y al Cuerpo Diplomático.

Hemos escuchado en el Evangelio que «José hizo lo que el ángel del Señor le había mandado, y recibió a su mujer» (Mt 1,24). En estas palabras se encierra ya la misión que Dios confía a José, la de ser custos, custodio. Custodio ¿de quién? De María y Jesús; pero es una custodia que se prolonga luego a la Iglesia, como señaló el beato Juan Pablo II: «Al igual que cuidó amorosamente a María y se dedicó con gozoso empeño a la educación de Jesucristo, también custodia y protege su cuerpo místico, la Iglesia, de la que la Virgen Santa es figura y modelo» (Exhortación Apostólica Redemptoris Custos, 1).

¿Cómo ejerce José esta custodia? Con discreción, con humildad, en silencio, pero con una presencia constante y una fidelidad total, aun cuando no comprende. Desde su matrimonio con María hasta el episodio de Jesús en el Templo de Jerusalén a los doce años, acompaña en todo momento con esmero y amor. Está junto a María, su esposa, tanto en los momentos serenos de la vida como en los difíciles: en el viaje a Belén para el censo, y en las horas temblorosas y gozosas del parto; en el momento dramático de la huida a Egipto, y en la afanosa búsqueda de su hijo en el Templo; y después, en la vida cotidiana en la casa de Nazaret, en el taller donde enseñó el oficio a Jesús.

¿Cómo vive José su vocación como custodio de María, de Jesús, de la Iglesia? Con atención constante a Dios, abierto a sus signos, disponible para su proyecto, y no tanto para el propio; y eso es lo que Dios le pidió a David, como hemos escuchado en la primera lectura: Dios no quiere una casa construida por el hombre, sino la fidelidad a su palabra, a su designio; y es Dios mismo quien construye la casa, pero con piedras vivas marcadas por su Espíritu. Y José es “custodio” porque sabe escuchar a Dios, se deja guiar por su voluntad, y precisamente por eso es más sensible aún a las personas que se le han confiado, sabe cómo leer con realismo los acontecimientos, está atento a lo que le rodea, y sabe tomar las decisiones más sensatas. En él, queridos amigos, vemos cómo se responde a la llamada de Dios, con disponibilidad, con prontitud; pero vemos también cuál es el centro de la vocación cristiana: Cristo. Custodiemos a Cristo en nuestra vida para custodiar a los demás, para custodiar la creación.

Pero la vocación de custodiar no solo nos atañe a nosotros, los cristianos, sino que tiene una dimensión anterior que es simplemente humana, corresponde a todos. Es custodiar toda la creación, la belleza de la creación, como se nos dice en el libro del Génesis y como nos muestra san Francisco de Asís; es tener respeto por todas las criaturas de Dios y por el entorno en el que vivimos. Es custodiar a la gente, preocuparse por todos, por cada uno, con amor; especialmente por los niños, los ancianos, quienes son más frágiles y a menudo se quedan en la periferia de nuestro corazón. Es preocuparse uno del otro en la familia: los cónyuges se cuidan mutuamente y luego, como padres, cuidan de los hijos; y con el tiempo, también los hijos se convertirán en cuidadores de sus padres. Es vivir con sinceridad las amistades, que son un mutuo protegerse en la confianza, en el respeto y en el bien. En el fondo, todo está confiado a la custodia del hombre, y es una responsabilidad que nos afecta a todos. Sed custodios de los dones de Dios.

Y cuando el hombre falla en esta responsabilidad, cuando no nos preocupamos por la creación ni por los hermanos, entonces gana terreno la destrucción y el corazón se queda árido. Por desgracia, en todas las épocas de la historia existen “Herodes” que traman planes de muerte, que destruyen y desfiguran el rostro del hombre y de la mujer.

Quisiera pedir por favor, a todos los que ocupan puestos de responsabilidad en los ámbitos económico, político o social, a todos los hombres y mujeres de buena voluntad: seamos “custodios” de la creación, del designio de Dios inscrito en la naturaleza, custodios del otro, del medio ambiente; no dejemos que los signos de destrucción y de muerte acompañen el camino de este mundo nuestro. Y para “custodiar”, también tenemos que cuidar de nosotros mismos. Recordemos que el odio, la envidia y la soberbia ensucian la vida. Custodiar quiere decir entonces vigilar nuestros sentimientos, nuestro corazón, porque de ahí salen las intenciones buenas y malas, las que construyen y las que destruyen. No debemos tener miedo de la bondad; más aún, ni siquiera de la ternura.

Y aquí añado una anotación más: el preocuparse, el custodiar, requiere bondad, pide ser vivido con ternura. En los Evangelios, san José aparece como un hombre fuerte, valiente y trabajador, pero en su alma se percibe una gran ternura, que no es la virtud de los débiles, sino más bien todo lo contrario; denota fortaleza de ánimo y capacidad de atención, de compasión, de verdadera apertura al otro, de amor. No debemos tener miedo de la bondad ni de la ternura.

Hoy, junto a la fiesta de san José, celebramos el inicio del ministerio del nuevo obispo de Roma, Sucesor de Pedro, que conlleva también un poder. Ciertamente, Jesucristo ha dado un poder a Pedro, pero ¿de qué poder se trata? A las tres preguntas de Jesús a Pedro sobre el amor, les sigue la triple invitación: «Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas». No olvidemos nunca que el verdadero poder es el servicio, y que también el papa, para ejercer el poder, debe entrar cada vez más en ese servicio que tiene su culmen luminoso en la cruz; debe poner sus ojos en el servicio humilde, concreto, rico en fe, de san José, y, como él, abrir los brazos para custodiar a todo el Pueblo de Dios, y acoger con afecto y ternura a toda la humanidad, especialmente a los más pobres, los más débiles, los más pequeños; a esos a quienes describe Mateo en el juicio final sobre la caridad: al hambriento, al sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al encarcelado (cf. Mt 25,31-46). Solo el que sirve con amor sabe custodiar.

En la segunda lectura, san Pablo habla de Abraham, que, «apoyado en la esperanza, creyó, contra toda esperanza» (Rm 4,18). Apoyado en la esperanza, contra toda esperanza. También hoy, con tantas nubes grises en el cielo, hemos de ver la luz de la esperanza y dar nosotros mismos esperanza. Custodiar la creación, a cada hombre y a cada mujer, con una mirada de ternura y de amor, es abrir un resquicio de luz en medio de tantas nubes; es llevar el calor de la esperanza. Y, para el creyente, para nosotros los cristianos, como para Abraham, como para san José, la esperanza que llevamos tiene el horizonte de Dios, que se nos ha abierto en Cristo, y está fundada sobre la roca que es Dios.

Custodiar a Jesús con María, custodiar toda la creación, custodiar a todos, especialmente a los más pobres, custodiarnos a nosotros mismos: he aquí un servicio que el obispo de Roma está llamado a desempeñar, pero al que todos estamos llamados, para hacer brillar la estrella de la esperanza; protejamos con amor lo que Dios nos ha dado.

Imploro la intercesión de la Virgen María, de san José, de los apóstoles san Pedro y san Pablo, de san Francisco, para que el Espíritu Santo acompañe mi ministerio, y a todos vosotros os digo: Rezad por mí. Amén.