Sede Apostólica
Santo Padre
Francisco

Imprimir A4  A4x2  A5  

Homilía

Semana Santa 2013

Santa Misa Crismal

28 de marzo de 2013


Temas: sacerdocio (ungido).

Web oficial: http://www.vatican.va/holy_father/francesco/homilies/2013/documents/papa-francesco_20130328_messa-crismale_sp.html

Publicado: BOA 2013, 178.


Queridos hermanos y hermanas:

Celebro con alegría la primera Misa Crismal como obispo de Roma. Os saludo a todos con afecto, y especialmente a vosotros, queridos sacerdotes, que hoy recordáis, como yo, el día de la ordenación.

Las lecturas, también el salmo, nos hablan de los “ungidos”: el siervo de Yahvé de Isaías, David y Jesús, nuestro Señor. Los tres tienen en común que reciben la unción para ungir al pueblo fiel de Dios al que sirven; su unción es para los pobres, para los cautivos, para los oprimidos... Una imagen muy bella de este “ser para” del santo crisma es la del Salmo 133: «Es como óleo perfumado sobre la cabeza, que se derrama sobre la barba, la barba de Aarón, hasta la franja de su ornamento» (Sal 133,2). La imagen del óleo que se derrama, que desciende por la barba de Aarón hasta la orla de sus vestidos sagrados, es imagen de la unción sacerdotal, que, a través del ungido, llega hasta los confines del universo, representado mediante las vestiduras.

La vestimenta sagrada del sumo sacerdote es rica en simbolismos; uno de ellos es el de los nombres de los hijos de Israel grabados sobre las piedras de ónix que adornaban las hombreras del efod, del que proviene nuestra casulla actual: seis sobre la piedra del hombro derecho y seis sobre la del hombro izquierdo (cf. Ex 28,6-14). En el pectoral también estaban grabados los nombres de las doce tribus de Israel (cf. Ex 28,21). Esto significa que el sacerdote celebra cargando sobre sus hombros al pueblo que se le ha confiado, y llevando sus nombres grabados en el corazón. Al revestirnos con nuestra humilde casulla, puede hacernos bien sentir sobre los hombros y en el corazón el peso y el rostro de nuestro pueblo fiel, de nuestros santos y de nuestros mártires, que en este tiempo son tantos.

De la belleza de lo litúrgico, que no es puro adorno ni gusto por los ropajes, sino presencia de la gloria de nuestro Dios resplandeciente en su pueblo vivo y consolado, pasamos ahora a fijarnos en la acción. El óleo precioso que unge la cabeza de Aarón no se queda perfumando su persona, sino que se derrama y alcanza las “periferias”. El Señor lo dirá claramente: su unción es para los pobres, para los cautivos, para los enfermos, para los que están tristes y solos. La unción, queridos hermanos, no es para perfumarnos a nosotros mismos, ni mucho menos para que la guardemos en un frasco, ya que se pondría rancio el aceite... y amargo el corazón.

Al buen sacerdote se lo reconoce por cómo anda ungido su pueblo; esta es una prueba clara. Cuando nuestra gente anda ungida con óleo de alegría, se le nota: por ejemplo, cuando sale de la misa con cara de haber recibido una buena noticia. Nuestra gente agradece el evangelio predicado con unción, agradece cuando el evangelio que predicamos llega a su vida cotidiana, cuando baja como el óleo de Aarón hasta los bordes de la realidad, cuando ilumina las situaciones límite, las “periferias”, donde el pueblo fiel está más expuesto a la invasión de los que quieren saquear su fe. Nos lo agradece porque siente que hemos rezado por las cosas de su vida cotidiana, por sus penas y sus alegrías, por sus angustias y sus esperanzas. Y cuando siente que el perfume del Ungido, de Cristo, llega a través de nosotros, se anima a confiarnos todo lo que quiere que le llegue al Señor: “Rece por mí, padre, que tengo este problema...”. “Bendígame, padre” y “rece por mí” son la señal de que la unción llegó a la orla del manto, porque vuelve convertida en súplica, súplica del Pueblo de Dios. Cuando estamos en esta relación con Dios y con su Pueblo, y la gracia pasa a través de nosotros, somos sacerdotes, mediadores entre Dios y los hombres.

Lo que quiero señalar es que tenemos que reavivar siempre la gracia e intuir en todas las peticiones, a veces inoportunas, a veces puramente materiales, incluso banales —pero solo en apariencia—, el deseo de nuestra gente de ser ungida con el óleo perfumado, porque sabe que lo tenemos. Intuir y sentir, como sintió el Señor la angustia esperanzada de la hemorroísa cuando tocó el borde de su manto. Ese momento de Jesús, metido en medio de la gente que lo rodeaba por todos lados, reproduce toda la belleza de Aarón revestido sacerdotalmente y con el óleo descendiendo sobre sus vestidos. Es una belleza oculta que resplandece solo para los ojos llenos de fe de la mujer que padecía derrames de sangre. Ni los mismos discípulos —futuros sacerdotes— son aún capaces de ver, no comprenden: en la “periferia existencial”, solo ven la superficialidad de la multitud que aprieta por todos lados hasta sofocarlo (cf. Lc 8,42). El Señor, en cambio, siente la fuerza de la unción divina en los bordes de su manto.

Así hay que salir a experimentar nuestra unción, su poder y su eficacia redentora: en las “periferias” donde hay sufrimiento, sangre derramada, ceguera que desea ver, cautivos de tantos malos patrones. No es precisamente en autoexperiencias ni en introspecciones reiteradas donde vamos a encontrar al Señor: los cursos de autoayuda en la vida pueden ser útiles, pero vivir nuestra vida sacerdotal pasando de un curso a otro, de método en método, nos lleva a hacernos pelagianos; a minimizar el poder de la gracia que se activa y crece en la medida en que salimos con fe a darnos y a dar el Evangelio a los demás, a dar la poca unción que tengamos a los que no tienen nada de nada.

El sacerdote que sale poco de sí, que unge poco —no digo “nada” porque, gracias a Dios, la gente nos roba la unción—, se pierde lo mejor de nuestro pueblo, eso que es capaz de activar lo más hondo de su corazón presbiteral. El que no sale de sí, en vez de en mediador, se va convirtiendo poco a poco en intermediario, en gestor. Todos conocemos la diferencia: el intermediario y el gestor “ya tienen su paga”, y puesto que no ponen en juego su propia piel ni su corazón, tampoco reciben un agradecimiento afectuoso nacido del corazón. De ahí proviene precisamente la insatisfacción de algunos, que terminan tristes; sacerdotes tristes, y convertidos en una especie de coleccionistas de antigüedades o de novedades, en vez de ser pastores con “olor a oveja” —esto os pido: sed pastores con “olor a oveja”, que eso se note—, en vez de ser pastores en medio del propio rebaño, y pescadores de hombres. Es verdad que la así llamada crisis de identidad sacerdotal nos amenaza a todos y se suma a una crisis de civilización; pero si sabemos barrenar su ola, podremos meternos mar adentro en nombre del Señor y echar las redes. Es bueno que la realidad misma nos lleve a ir allí donde lo que somos por gracia se muestra claramente como pura gracia, en ese mar del mundo actual donde solo vale la unción —y no la función—, y únicamente resultan fecundas las redes echadas en el nombre de Aquel de quien nos hemos fiado: Jesús.

Queridos fieles, acompañad a vuestros sacerdotes con el afecto y la oración, para que sean siempre pastores según el corazón de Dios.

Queridos sacerdotes, que Dios Padre renueve en nosotros el Espíritu de Santidad con el que hemos sido ungidos; que lo renueve en nuestro corazón de tal manera que la unción llegue a todos, también a las “periferias”, allí donde nuestro pueblo fiel más lo espera y valora. Que nuestra gente nos sienta discípulos del Señor, sienta que estamos revestidos con sus nombres, que no buscamos otra identidad; y que pueda recibir a través de nuestras palabras y obras ese óleo de alegría que les vino a traer Jesús, el Ungido. Amén.