Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Catequesis

Año de la fe 2012-2013

«Al tercer día
resucitó de entre los muertos»

1 de abril de 2013


Temas: Jesucristo (resurrección).

Publicado: BOA 2013, 114.


La resurrección de Jesús es el acontecimiento culminante del Credo . Ocupa el centro en los discursos kerigmáticos (cf. Hch 2,36; 3,15; 4,10; 13,30-31), en la predicación apostólica sobre la que se fundamenta la comunidad cristiana (cf. 1Co 15,3-4) y en la profesión de la fe (cf. Rm 10,9). La indicación temporal «al tercer día» puede aludir al descubrimiento del sepulcro vacío o al comienzo de las apariciones. Si Cristo no hubiera resucitado, vacía sería nuestra predicación y vana nuestra fe (cf. 1Co 15,13-17); el perdón de los pecados sería una ilusión. «Pero Cristo ha resucitado de entre los muertos, y es primicia de los que han muerto» (1Co 15,20). La fiesta central de los cristianos es, consiguientemente, la muerte y la resurrección de Jesús, su victoria sobre el pecado y la muerte; y el domingo o día del Señor es la pascua semanal. El Bautismo y la Eucaristía son los sacramentos pascuales por excelencia. La vida moral del cristiano consiste en pasar de la muerte al pecado a la vida nueva de hijos de Dios y de hermanos de todos los hombres. Esta profesión de fe me recuerda particularmente el lema que elegí cuando fui ordenado obispo, “Resurrexit”, ya que ser testigo de la resurrección de Cristo es el núcleo de la misión apostólica (cf. Hch 2,15).

Los discípulos de Jesús no eran propensos a esperar la resurrección del Maestro. Cuando les anunció que en Jerusalén sería condenado a muerte y que resucitaría, reaccionaron resueltamente con la incomprensión y el rechazo. La constatación del sepulcro vacío fue una sorpresa, un sobresalto y un desconcierto; pensaron inmediatamente que alguien había robado el cuerpo de Jesús. El anuncio totalmente inesperado de la resurrección tuvo que vencer en los discípulos una fuerte resistencia; no acudieron a la resurrección como un pretexto para superar el desastre de la crucifixión. La postura de Tomás (cf. Jn 20,24-27) refleja la reacción instintiva de los discípulos de la primera hora y de las horas siguientes de la historia. Si pasaron a creer en Jesús resucitado fue porque el mismo Señor vino a su encuentro y los cambió radicalmente; la resurrección de Jesucristo es el gran giro en la vida de los Apóstoles y en la historia de la humanidad. No se habría podido predicar la resurrección de Jesús en Jerusalén, si el sepulcro no hubiera sido hallado vacío. Si, a las puertas del infierno, Dante escribió: «Perded toda esperanza quienes aquí entráis», junto al sepulcro de Cristo resucitado podemos exclamar: “¡Hay esperanza para la humanidad!”.

La resurrección de Jesús no significa que el cadáver fuera reanimado para volver a la vida anterior, como en los casos de Lázaro o del hijo de la viuda de Naím (cf. Jn 11,43-44; Lc 7,11-15), que más pronto o más tarde volverían a morir. Jesús resucitado no muere más (cf. Rm 6,9); ha entrado como Hijo de Dios hecho hombre en la gloria del Padre, en la Vida nueva y eterna. Es la victoria definitiva sobre la finitud humana, sobre el pecado que cargó Jesús, y sobre la muerte que compartió con sus hermanos los hombres. Si su rostro apareció desfigurado en Getsemaní y en la cruz, si apareció transfigurado transitoriamente en el monte Tabor, ahora, resucitado, está radiante para siempre. Es la Luz indeficiente y gozosa que ilumina las tinieblas del mundo. Por eso, las cualidades del cuerpo resucitado de Jesús desbordan las condiciones de su vida anterior: se acerca y desaparece de repente, se deja palpar pero no retener; nada hay impenetrable ni distante para Él. Resucita del sepulcro para trascender el mundo y la historia con la resurrección.

Los discípulos de Jesús, y sobre todo el círculo más íntimo de los Doce, son los testigos de su vida anterior, ya que habían convivido con Él desde el bautismo de Juan. Sabían lo que había predicado, cómo había actuado, qué signos de su identidad más profunda había emitido, y cómo Pedro había profesado certeramente su condición de Hijo del Dios vivo. Pero los Doce son, además y de modo singular, testigos de la resurrección. La resurrección de Jesús es un hecho que ha dejado huellas en la historia, pero la ha trascendido, ya que es la entrada en el Reino consumado de Dios. Solo los elegidos de antemano por Dios, los que comieron y bebieron con Él después de la resurrección, son ahora sus testigos (cf. Hch 10,37-43). Hay un cambio de nivel entre la vida anterior de Jesús y la posterior como resucitado; por eso, hay un doble tipo de testigos. No bastan la experiencia y el conocimiento históricos para confesar la resurrección de Cristo. Se unen la exigencia razonable del hombre de no dejarse embaucar por cualquier anuncio inconsistente, y la luz de la fe, por la que se profesa la nueva dimensión del Resucitado. Por eso, siempre será necesaria la mediación de los testigos primordiales del mismo Jesús crucificado y resucitado; vieron sus heridas gloriosas. No creemos nuestras fantasías; los cristianos no creamos lo que creemos. Creemos por el testimonio de los que desde el principio son como el puente entre Jesús histórico y resucitado, por una parte, y nosotros, sus fieles a lo largo de la historia, por otra.

A través de la fe en Jesucristo resucitado y del bautismo en su nombre, pasamos a formar parte de la Iglesia, de la comunidad de los cristianos (cf. Hch 2,37-41). El Resucitado va congregando a los discípulos, que comenzaban a dispersarse después de la crucifixión (cf. Lc 24,19-21.33-35). El Resucitado está vivo, y entramos en comunión con Él por el poder del Espíritu Santo. La fe en Jesús resucitado enciende en nosotros la esperanza de una vida nueva más allá de la muerte; otorga paciencia en la tribulación; comunica una forma de amor que es como un paso de la muerte a la vida (cf. 1Jn 3,14). Si la perspectiva de la muerte, como muro infranqueable y definitivo, proyecta sobre la vida del hombre temor y oscuridad, la perspectiva de la victoria de la muerte, por la unión con Jesús resucitado, nos infunde motivos para la alegría y la esperanza; nos otorga razones para trabajar, amar, vivir y morir.