Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Catequesis

Año de la fe 2012-2013

«Ha de venir a juzgar a vivos y muertos»

1 de mayo de 2013


Temas: Jesucristo y Juicio final.

Publicado: BOA 2013, 259.


Los Apóstoles son testigos de la resurrección de Jesús y de que «Dios lo ha constituido juez de vivos y muertos» (Hch 10,42). Por ello, los que creen en Él reciben por su nombre el perdón de los pecados. Los vivos son los que en el momento de la parusía vivan, y los muertos los que, habiendo fallecido, resucitarán para el juicio (cf. 1Ts 4,13-5,10; Rm 2,16; 14,9; Hch 17,31). La predicación apostólica es también invitación al arrepentimiento de cara al juicio venidero. Con encarecimiento solemne, escribe el apóstol Pablo a Timoteo: «Te conjuro delante de Dios y de Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y muertos, por su manifestación y por su reino: proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo» (2Tm 4,12; 1P 4,5). Jesucristo es juez de todos los hombres, tanto de los vivos en su venida como de los ya difuntos. La profesión de que la glorificación de Jesús comporta su condición de juez de vivos y muertos forma parte del kerigma primitivo, y consiguientemente ha sido incluida por la Iglesia en el Símbolo de la fe, que venimos comentando.

El papa emérito Benedicto XVI, en la Encíclica sobre la esperanza, Spe salvi , dedicó al juicio un apartado con el significativo título “El Juicio como lugar de aprendizaje de la esperanza” (nn. 41-48). Su lectura nos ayudará a comprender más profundamente este artículo de la profesión de la fe cristiana. La perspectiva del juicio influye en los cristianos para ordenar su vida presente, para asumir su responsabilidad moral y para esperar la justicia de Dios. «La fe en el Juicio final es ante todo y sobre todo esperanza, esa esperanza cuya necesidad se ha hecho evidente en las convulsiones del último siglo. Estoy convencido de que la justicia es el argumento más fuerte a favor de la vida eterna» (n. 43). El sufrimiento de los inocentes, el cinismo de los poderosos y el amor y la generosidad escondidos claman por la justicia y la misericordia verdaderas y definitivas. La cruz de Jesús es la Palabra de Dios pronunciada con amor humilde, pero el juicio es la palabra irrefutable y definitiva pronunciada por quien vendrá con poder y gloria para juzgar a vivos y muertos. «La imagen del Juicio final no es de terror, sino de esperanza; para nosotros, quizás la imagen decisiva de la esperanza» (n. 44). Por eso, un mundo sin Dios es un mundo sin esperanza (cf. Ef 2,12); y viceversa, la historia regida por Dios es un ámbito de justicia, de esperanza y de responsabilidad.

Quien espera el juicio vive conscientemente ante Dios, que ve en lo escondido; desea la verdad que ilumina las tinieblas del corazón; y suspira por que se haga luz, se abra camino la justicia y florezca la misericordia. El Juicio de Dios es esperanza tanto porque es justicia, como porque es gracia. Si solo fuera gracia, convertiría en irrelevante todo lo que es terrenal; si fuera pura justicia, al final podría ser solo motivo de temor para todos nosotros (cf. n. 47).

Mt 25,31 ss. narra una escena dramática del Juicio final; no es una descripción cinematográfica ni una simple parábola. Varias lecciones saltan a la vista del impresionante texto evangélico. El Juez es el Hijo del hombre, Jesús, ante el cual comparecerán todos los hombres de todos los tiempos; nadie puede huir ni ocultarse de su presencia. El acento recae sobre el amor al prójimo, ya que seremos examinados por Jesús según la actitud que hayamos adoptado ante los hambrientos, los sin techo, los excluidos, los más vulnerables, con los que se identifica el mismo Jesús, para sorpresa de unos y otros. Como dijo san Juan de la Cruz con un toque poético: «Al atardecer de la vida, me examinarán del amor». Es importante advertir que unos son premiados y otros son castigados. Aunque la revelación de Dios no nos haya informado sobre si alguien en concreto ha sido condenado, debemos tener presente como parte de la revelación que existe el riesgo concreto de perdición definitiva: todos corremos el peligro de perdernos para siempre. La seguridad reside en la misericordia de Dios, a la que nos aferramos libre y confiadamente. La salvación no es automática; sería entonces irrelevante y barata, y no respetaría la trascendencia de la libertad del hombre, que Dios le ha otorgado. «El que crea se salvará, y el que se resista a creer se condenará» (cf. Mc 16,16). Jesús no ha venido para condenar, sino para salvar, pero el que se resista a creer se excluye a sí mismo (cf. Jn 3,17-21; 12,44-50).

El Juicio final, la profesión de fe en que Jesucristo vendrá para juzgar a vivos y muertos, es una llamada a la conversión, a la sabiduría que da más hondura y verdad a la vida, y a la responsabilidad ante Dios, que es origen, guía y meta del universo y de cada persona. Podemos aguardar el juicio con confianza, ya que nuestro Juez será Jesucristo, nuestro Señor y nuestro Amigo, por el cual vamos gastando y desgastando la vida. Esperamos a nuestro Salvador, que nos conducirá a la plenitud de la vida, a la comunión con Dios, que es fuente de amor y de felicidad. No nos juzga un juez distinto del que murió por nosotros. Por eso, podemos repetir la primitiva invocación: “¡Ven, Señor Jesús!”. El juicio final es el rescate definitivo.

No le conviene al hombre vivir como si no existiera el Juicio final; contar con él es motivo de respeto, de fidelidad, de amor y de vida santa. Cerrar los ojos, mirar para otra parte o desplazarlo indefinidamente es un engaño, ya que el Juicio existe, aunque evitemos por todos los medios pensar en él. Así como un niño no logra esconderse al taparse los ojos con las manos, el Juicio se alza delante de nosotros, aunque nos neguemos a aceptar su existencia. Lo más sensato y acertado es procurar vivir como vayamos a desear haber vivido cuando nos llegue la muerte.