Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Catequesis

Año de la fe 2012-2013

«Creo en el Espíritu Santo»

16 de mayo de 2013


Temas: Espíritu Santo.

Publicado: BOA 2013, 261.


El Credo, que resume la fe de la Iglesia, está estructurado en tres partes: profesamos la fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. El apartado relativo a Jesucristo es el más desarrollado. A la confesión en el Espíritu Santo se le ha unido tradicionalmente la de la Iglesia, en cuanto lugar de su presencia y de su actuación, como veremos en el próximo comentario.

Mt 28,29 contiene la fórmula bautismal trinitaria, que ha influido en la configuración del Credo de la Iglesia: «Id y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». En las cartas de san Pablo hallamos dos textos preciosos de índole trinitaria. La Segunda Carta a los Corintios concluye con la siguiente bendición, probablemente de sabor litúrgico: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén siempre con todos vosotros» (2Co 13,13). La reforma litúrgica propiciada por el Concilio Vaticano II ha recuperado esa fórmula como saludo al empezar la Eucaristía. Dios Padre, su Hijo Jesucristo y el Espíritu Santo son fuente de bendición, de amor y de unidad; la Trinidad Santa ha manifestado y comunicado su bondad a los hombres. El otro texto paulino está en el marco de los carismas; la diversidad de carismas no disgrega la comunidad cristiana, ya que su origen es el mismo Espíritu, el mismo Señor Jesucristo y el mismo Dios Padre (cf. 1Co 12,4-6).

Por las palabras, la oración, la obediencia, la entrega hasta la muerte y la resurrección de Jesús hemos conocido al Padre, al Hijo único y al Espíritu Santo. Jesús es el Revelador y la puerta para conocer el misterio íntimo de Dios en su comunión trinitaria. Sin la comunicación de Jesucristo, la sabiduría de los hombres nunca hubiera podido ni sospechar que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo. La Iglesia tributa al Espíritu Santo la misma adoración y gloria que al Padre y al Hijo, ya que el único Dios existe como Padre, como Hijo y como Espíritu Santo. La fe de la Iglesia nos sumerge en el misterio insondable de Dios.

A la tercera persona de la Santísima Trinidad la invocamos como Espíritu Santo. La palabra “espíritu”, tanto en hebreo como en griego y latín, significa ‘aliento, soplo, viento’, según indican los signos que transmiten su presencia (cf. Hch 2,2; Jn 3,8). El Nuevo Testamento designa al Espíritu Santo con otros símbolos, como por ejemplo el agua (cf. Jn 4,10-14; 7,38), la unción (cf. Lc 4,18-20; 1Jn 2,20.27; 2Co 1,21) o el fuego (Lc 3,16; Hch 2,3-4). Lo más misterioso de Dios es denominado y sugerido con símbolos muy elocuentes. El Espíritu Santo es soplo vital, principio de vida, Señor y vivificador.

El mismo Espíritu Santo es llamado en unos lugares “Espíritu de Dios”; en otros, “Espíritu de Jesucristo” (cf. Rm 8,9; Flp 1,19); y a veces “Espíritu del Señor” (cf. 2Co 3,17) o “Espíritu del Hijo” (cf. Ga 4,6). Pero en la mayor parte de los textos es denominado “Espíritu” o “Espíritu Santo”. Podemos afirmar que la santificación es algo propio del Espíritu Santo, ya que nos diviniza, nos da entrañas de hijos de Dios y nos hace miembros del Cuerpo de Cristo (cf. 1Co 12,13). Por ello, las dos palabras “Espíritu Santo” designan en la Escritura, la Liturgia y la Teología a la tercera Persona de la Santísima Trinidad. Por el Espíritu Santo tenemos acceso a Dios Padre como hijos (cf. Rm 8,15), y por el mismo Espíritu podemos llamar “Abba”, Padre, a Dios (cf. Rm 8,14-15; Gal 1,4-6). El Espíritu, que procede del Padre y del Hijo, y que es su vínculo de Amor, también a nosotros nos une íntimamente con el Padre y el Hijo. No somos extraños para Dios, sino hijos en el Hijo por el Espíritu Santo.

Lo que el Espíritu Santo produce en nosotros se diversifica en muchas realidades, como manifiestan los dones y los frutos de su acción (cf. Is 11,2-3; 61,1-2; Lc 4,18-19; Ga 5,22-23). El Espíritu da la prudencia para gobernar al pueblo de Dios y también para gobernarnos a nosotros mismos; es amor, alegría, paz, bondad, dominio de sí, paciencia, fidelidad. El Espíritu renueva el corazón y, por ello, es dinamismo de una vida nueva frente a la vida envejecida por la avaricia, el orgullo, el desenfreno, la amargura, las rivalidades y la desesperanza.

Jesús, cuando estaba a punto de pasar de este mundo al Padre por su muerte y resurrección, prometió reiteradamente a sus discípulos el Espíritu Santo. Cinco citas dispersas en los capítulos de la última Cena de Jesús con sus discípulos nos prometen el Espíritu Santo, el Paráclito, que puede traducirse como ‘abogado, defensor, protector, consolador, animador’. Estos son los textos: Jn 14,15-17; 14,25-26; 15,26-27; 16,4-11; 16,12-15. El Espíritu Santo guiará a los discípulos hacia la verdad plena, les recordará lo que Él hizo y dijo, les dará valor para ser sus testigos también en las persecuciones, y les otorgará un gozo que nadie podrá arrebatarles. Jesús no deja solos a sus discípulos, aunque visiblemente se haya separado de ellos; les envía otro Paráclito para acompañarlos en la vida y en la misión. Los cristianos de las generaciones posteriores no estamos más lejos de Jesús que los de la primera generación, ya que el Paráclito está con nosotros.

La misión de la Iglesia es obra conjunta de la presencia de Jesús y de la actuación del Espíritu. La Iglesia naciente recibió el Espíritu Santo en Pentecostés (cf. Hch 1,5; 2,1 ss.), pero también en otras ocasiones se derrama el Espíritu a grupos de creyentes (cf. Hch 4,31; 8,15-17; 10,44 ss.; 19,6). Prolongando estas efusiones del Espíritu Santo, podemos decir que los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación son como el Pentecostés personal de cada cristiano (cf. Hch 2,38).

El Espíritu Santo no puede ser “el gran desconocido”, como a veces se ha dicho. Está en nosotros y va con nosotros, ya que es el Espíritu de Dios que se une íntimamente a nuestro espíritu.