Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Catequesis

Año de la fe 2012-2013

«Creo en la Santa Iglesia»

1 de junio de 2013


Temas: Iglesia.

Publicado: BOA 2013, 263.


La fórmula de fe menciona a la Iglesia en conexión con el Espíritu Santo. En el Símbolo de los Apóstoles, que venimos comentando, la Iglesia es la primera obra del Espíritu Santo, seguida de la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna. La Iglesia es para nosotros como el lugar en que confluyen todos los misterios (Henri de Lubac).

¿De qué forma creemos los cristianos en la Iglesia? El título de este texto quizás extrañe, pero responde a la manera en que la Iglesia está integrada en el Credo. Los cristianos no creemos de la misma forma en Dios que en la Iglesia. Al renovar las promesas bautismales en la Vigilia pascual, se nos pregunta: «¿Creéis en el Espíritu Santo, en la santa Iglesia católica?». La preposición “en” parece unir dos términos que se sitúan al mismo nivel; pero, a la luz de la historia del Credo, la pregunta sería así: “¿Creéis en el Espíritu Santo (que está) en la santa Iglesia?”. El Espíritu, que sopla donde quiere (cf. Jn 3,8), habita y actúa en la Iglesia de forma particular. El día de Pentecostés, Dios comunicó su Espíritu a la comunidad naciente, según la promesa de Jesús, marcando así el comienzo de la historia de la Iglesia (cf. Hch 1,8; 2,1 ss.). Dios depositó en la Iglesia el Espíritu Santo, el soplo de la vida divina, las arras de la inmortalidad. La fe en Dios significa la entrega personal del creyente, ya que solo a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo nos entregamos enteramente. Creer en Dios significa que “le confieso con el corazón, los labios y la vida; le rindo culto, le adoro y deposito en Él todo mi amor y confianza”. La fe expresa un impulso personal y una adhesión que no puede tener como fin a una criatura. A propósito de la Iglesia confesamos que Dios se ha vinculado particularmente a ella; no divinizamos la Iglesia, sino que la reconocemos como signo e instrumento de Dios, de su presencia, de su misericordia y de su actuación en la historia de la salvación. «Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu Santo de Dios y toda gracia» (san Ireneo). No debemos separar a la Iglesia de Dios, ya que es el pueblo de Dios Padre, el cuerpo de Jesucristo y el templo del Espíritu Santo; ni debemos convertir a la Iglesia en el término de la fe teologal. Por una parte, puede sonar a atrevimiento relacionar tan íntimamente a la Iglesia con Dios, pero, por otra parte, a los cristianos se nos exige tributar la gloria solo a Dios, y reconocer el lugar servicial de la Iglesia en el designio de la salvación. La condición de cuerpo de Cristo y templo del Espíritu exige a la Iglesia una purificación constante. La luz de la Iglesia es como la luz de la luna, que refleja la luz del sol, que es Jesucristo (cf. Lumen gentium, 1) . Con estas claves debe formarse el llamado “sentido de Iglesia”.

Creemos en el Espíritu Santo y en la santa Iglesia. ¿No es una osadía afirmar que la Iglesia es santa? ¿Qué significa esta fórmula del Credo? La Iglesia es santa porque Jesucristo la ha purificado y hecho su esposa «sin mancha ni arruga», sino «santa e inmaculada» (Ef 5,27); es santa también porque Dios la ha elegido como su pueblo particular, y por el Espíritu Santo que habita en ella, santificándola (cf. Lumen gentium, 4). Porque hay un vínculo estrecho entre Espíritu e Iglesia, hay también una correlación íntima entre la santidad del Espíritu y la santidad de la Iglesia, ya que la Iglesia es santa porque el Espíritu Santo está en ella. Afirmando lo anterior, no podemos dejar de reconocer con fe y humildad que la Iglesia es al mismo tiempo “Iglesia santa de pecadores”; es santa por su origen y fundamento, que es Dios, y nosotros, siendo pecadores, estamos llamados a la santidad. Al confesar a la santa Iglesia, no nos glorificamos a nosotros mismos como moralmente intachables, sino que confesamos que la Iglesia pertenece de forma singular a Dios, que es el Santo.

El Concilio Vaticano II utilizó una fórmula que expresa la vinculación de la Iglesia a Jesucristo y al Espíritu Santo, y también la exigida renovación de la Iglesia; me refiero a la expresión «sacramento universal de salvación». La Iglesia es signo e instrumento de la comunicación de Dios. Un ejemplo nos puede ayudar a entender lo que queremos decir. El sacerdote, después de rezar ante el Señor afirmando que es la Paz y nos promete la paz, invita a los participantes en la Eucaristía a compartir la paz que viene de Dios. Un signo —como un abrazo, un apretón de manos, un beso— expresa la paz que solo Jesús y no el mundo puede darnos; saludarnos en la presencia del Señor con el signo de la paz reclama de nosotros que vivamos en fraternidad y que seamos pacificadores. Pues bien, la Iglesia es, en un sentido profundo, sacramento de salvación en relación con Jesucristo, el Salvador, y con el Espíritu Santo, que hace a la Iglesia instrumento de salvación. Así dice el documento central del Concilio: Jesucristo resucitado y elevado al cielo «envió sobre los discípulos a su Espíritu vivificador, y por Él hizo a su Cuerpo, que es la Iglesia, sacramento universal de salvación» (ibíd., 48). Jesús, sentado a la derecha del Padre, conduce por el Espíritu Santo a los hombres hacia la Iglesia para hacerlos partícipes de su vida gloriosa. La Iglesia es sacramento de salvación; dicho de otra manera, es signo e instrumento de la íntima unión de los hombres con Dios y de los hombres entre sí.

Ser sacramento de salvación reclama de la Iglesia manifestación y transparencia, no opacidad ni ser un diafragma que empañe la gracia de Dios y dificulte la comunicación. La Iglesia, en cuanto signo de la salvación, debe, por una parte, cultivar personalmente la comunión con Jesucristo, y, por otra, salir a la misión que el Señor le ha confiado. La Iglesia ha sido convocada por Dios —eso significa la palabra Ecclesia— para ser enviada, para proclamar el Evangelio y para mostrar la bondad y el amor de Dios.