Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

Imprimir A4  A4x2  A5  

Prólogo al libro
La acusación de sí mismo
de Jorge Mario Bergoglio, papa Francisco

Junio de 2013


Temas: humildad y perdón (papa Francisco).

Publicado: BOA 2013, 273.


Prólogo al libro del cardenal Jorge Mario Bergoglio, papa Francisco, La acusación de sí mismo. El camino de la humildad, Madrid, Publicaciones Claretianas, 2013, 80 pp.

La elección del cardenal Jorge Mario Bergoglio como obispo de Roma y Sucesor de Pedro ha ampliado el radio de acción de sus escritos anteriores, como este, que es una auténtica joya. Los beneficios de su magisterio espiritual y pastoral, potenciados por el ministerio papal que ha recibido providencialmente, alcanzan a muchas más personas. Al enriquecimiento que nos proporciona su lectura, unimos nuestra gratitud. Estos escritos cortos responden también a la premura de tiempo que por diversos motivos padecemos hoy en día.

El papa Francisco escribe como un maestro espiritual, penetrando en el nudo de sentimientos del corazón humano, con interpelaciones constantes y expresiones atinadas que, por su soporte imaginativo, se graban fácilmente en la memoria. Escribe como habla; tanto los gestos como las palabras brotan espontáneamente del interior y llaman directamente a los oyentes, desprendiéndose el autor frecuentemente del texto escrito por esa inmediatez pretendida; posee la capacidad de un excelente comunicador y la fuerza de un predicador, inspirándose constantemente en los Ejercicios Espirituales de san Ignacio de Loyola, a cuya Compañía pertenece.

«Humildad es andar en verdad», escribió santa Teresa de Jesús con frase lapidaria y profunda; consiguientemente, podemos decir que la humildad es el camino para encontrar la verdad. La persona humilde busca la verdad con ánimo de encontrarla, con docilidad, con un corazón purificado, sincera y auténticamente. Solo desde una relación con Dios asentada en la verdad de lo que somos, a saber, criaturas, pecadores y llamados a ser sus hijos, podemos relacionarnos con los demás como hermanos sin doblez. La limpieza del corazón se manifiesta y actúa en la fraternidad. La humildad en el camino de la verdad se despliega en el pensamiento sin sospechas, en la franqueza de la comunicación sin dolo y en la enseñanza generosa sin ficción. La conexión entre humildad y verdad es una intuición certera.

Este escrito corto, inspirado en el monje Doroteo de Gaza, de la primera mitad del siglo VI, nos ofrece una clave acertada y experimentada para vivir la libertad cristiana, sin huir de la presencia de Dios ni temer, murmurar o halagar a los demás. Esa clave es la acusación de sí mismo. En la acusación sincera del hombre ante Dios, sin intentar escudarse en falsos pretextos, reconociendo humildemente sus pecados, solicitándole confiadamente el perdón y la misericordia, se sanea el corazón y se pacifica profundamente. Colocado en este nivel de verdad, el hombre se libera de los enredos que el egoísmo y el orgullo, el desprecio de los demás, ante los cuales se siente superior, el resentimiento, que es como un veneno del espíritu, el recuerdo de las ofensas recibidas y el olvido de las causadas, tejen en la vida de la persona. Como David ante la denuncia del profeta Natán, debe reconocer: «He pecado». «Dame, Señor, un corazón puro y un espíritu nuevo; infúndeme la alegría de la salvación» (Sal 50). La acusación de sí mismo, el reconocimiento humilde de los pecados en presencia de Dios, además de serenar el corazón, lo libra de acusar a terceros y de murmurar sobre ellos, creando obstáculos a la comunidad fraterna. Por la vida de los santos aprendemos que, cuanto más se acerca una persona a Dios, tanto más claramente ve sus pecados y los reconoce; a veces incluso puede parecer una exageración, pero en realidad se trata del encuentro del Dios Santo con el hombre pecador. Cuando un haz de rayos de sol entra por una rendija, se descubren las partículas flotantes en el aire de la habitación que creíamos limpia. “Tu luz, Señor, nos hace ver la luz”; Dios ilumina el pecado del hombre en su magnitud y en su raíz.

La humildad no es señal de apocamiento ni de debilidad, ni la autosuficiencia equivale a grandeza de alma. En la humildad cristiana germina y se afianza el valor para anunciar la verdad y denunciar la mentira, para reconocer la bondad de los demás y la maldad de uno mismo. A la humildad se llega frecuentemente por la vía de la humillación; por eso, quien aborrece la humillación se cierra a la humildad y a la sabiduría que otorga el sufrimiento. En la humillación, que fortalece la humildad, reside la mansedumbre del corazón. El humilde no niega los dones recibidos, pero los remite a Dios, que es su fuente; el humilde no rehúye prestar la colaboración que puede, ni asumir la responsabilidad que se le confía. La citada expresión de santa Teresa de Ávila, «humildad es andar en verdad», tiene numerosas perspectivas que iluminan muchas confusiones y oscuridades.

La humildad es una virtud originalmente cristiana, ya que se funda en el ejemplo de Jesús y en su espíritu. El Hijo de Dios se hizo hombre, no alardeó de su dignidad, se humilló a sí mismo y aprendió a obedecer hasta la muerte, y muerte de cruz (cf. Flp 2,7-8). El Señor compartió nuestra condición humana, haciéndose nuestro hermano (cf. Hb 2,17; 3,7 ss.; 4,14-16); por eso comprende nuestra fragilidad. En el descenso con Jesús tocamos la verdad; perdiendo la vida por Él, encontramos la Vida verdadera y eterna. El amor humilde es poderoso contra la violencia y el deseo de venganza, mientras que en la prepotencia se oculta muchas veces el miedo y la debilidad. Jesús, entregando su vida por amor a la humanidad, sin devolver mal por mal ni insulto por insulto (cf. 1P 2,22-25), obedeciendo al Padre y pidiéndole perdón por quienes lo habían conducido hasta la muerte cruel y la cruz ignominiosa, es ejemplo sublime de libertad para entregar y tomar de nuevo la vida. En el amor humilde reside la fuerza para cambiar al mundo hacia la reconciliación y la paz. El Espíritu de Jesús crucificado y glorificado nos enseña que Cristo en la cruz es la verdad del hombre y del mundo. Por eso, la comunión con Jesucristo crucificado regenera la vida del hombre y la hace disponible para la fraternidad.

El amor humilde y la acusación de sí mismo crean comunidad, a diferencia del orgullo, del individualismo y de la murmuración, que siembran discordia y desazón. La crítica inmisericorde destruye y esteriliza; en cambio, la comprensión benigna y generosa fortalece la fraternidad. Precisamente en un contexto eclesial, ante la Asamblea archidiocesana de Buenos Aires, el cardenal Bergoglio recuperó este breve, denso y profundo escrito, dirigido originalmente a unos jóvenes religiosos.

La humildad, la acusación de sí mismo —por utilizar los términos de Doroteo de Gaza—, la petición sincera de perdón a Dios y la consiguiente curación del odio y del orgullo del corazón son las condiciones para la unidad de los fieles cristianos en la comunidad (cf. Flp 12,1-5).

El amor, la humildad y la concordia forman una especie de constelación; en interacción recíproca, se influyen unas en otras. La relación cercana con el otro nos saca de posibles engaños, ya que mientras una persona viva sola y aislada puede pensar que ama a los demás, pero la vida en comunidad y el trato asiduo con los demás sacan a la luz lo que realmente hay dentro; la proximidad a los hermanos pone frecuentemente en interrogación el presunto amor a todos los hombres, que suelen estar distantes. La humildad y el amor maduran en la relación interpersonal concreta y diaria.

El cristiano, en la Iglesia, en cada comunidad cristiana, es y debe actuar como parte, agere ut pars. La comunión eclesial, en su dinamismo de actuación como parte, significa, por un lado, renunciar a la pretensión de acaparar la totalidad o de ser el centro de todo, y, por otro, no hurtar el hombro a la colaboración dentro del conjunto. Un cristiano, con los dones que ha recibido de Dios, no es un competidor, sino un hermano; los carismas del Espíritu están destinados al bien común de la vida y de la misión de la Iglesia. Siguiendo el ejemplo de Jesús, el amor, derramado en nuestro corazón por el Espíritu Santo (cf. Rm 5,5), sostiene, alienta, regula y armoniza las diferentes aportaciones al Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, el edificio espiritual construido con piedras vivas (cf. 1P 2,5). La autorregulación primordial de los carismas se realiza a través del amor, que es paciente, no busca el interés propio y se alegra con la verdad (cf. 1Co 13). Un cristiano, un carisma, un ministerio, una comunidad, deben sentirse y actuar como parte en la comunión eclesial; pues bien, el alma de esta solidaridad es la acusación de sí mismo ante Dios y la aceptación humilde de los demás.

La acusación de sí mismo, sin autojustificarse ni acusar a los demás, es el fundamento de una vida serena y gozosa en la presencia de Dios y en la concordia de la comunidad cristiana. Para san Francisco, la alegría perfecta consiste en ser rechazado y excluido como indigno, ya que este trato manifestaría sinceramente lo que se es y se vive (cf. 2S 16,5-14). La humildad ante Dios es el camino para la paz personal y para la paz en la Iglesia.