Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Catequesis

Año de la fe 2012-2013

«Creo en el perdón de los pecados»

1 de julio de 2013


Temas: pecado y perdón.

Publicado: BOA 2013, 420.


Este inciso del Credo une dos realidades que probablemente han padecido en los últimos decenios algún oscurecimiento en nuestra conciencia cristiana. Desde hace tiempo se habla de la pérdida del sentido del pecado, que debilita la percepción de la realidad del perdón. Frente al peligro de que tanto el pecado como el perdón se diluyan, hemos de reconocer que en el marco de la redención son realidades básicas; no es una exageración afirmar que somos pecadores, ni es enfermizo reconocernos culpables ante Dios; lo contrario sería orgullo, inconsciencia o superficialidad. Debemos confesar humildemente, sin pretextos, como David cuando fue denunciado por el profeta Natán: «He pecado» (2S 13,13).

Las palabras de Pascal, que clasificaba a las personas en dos grupos, los justos que se creen pecadores y los pecadores que se creen justos, tienen vigencia también hoy. Solo cuando reconocemos confiadamente nuestros pecados ante Dios, el perdón puede regenerar la vida, darnos un corazón nuevo, comunicarnos la alegría de la salvación (cf. Sal 50).

El perdón de Dios no es como el olvido que facilita el paso del tiempo, ni dar por no cometido el pecado, ni mirar distraídamente para otra parte. El perdón no desconoce el poder del pecado, pero cambia de raíz la relación entre Dios y el hombre pecador. Perdonar pecados desborda la capacidad del hombre: «¿Quién puede perdonar pecados, sino Dios?» (Mc 2,7). Según san Pablo, el poder de Dios se manifiesta eminentemente, tanto en la creación de la nada, como en la resurrección de los muertos, como en la justificación del pecador (cf. Rm 4,13-25). Dios Padre nos tiende la mano para levantarnos de la postración por medio de Jesucristo, entregado por nosotros; por la fe, como acogida humilde y personal de Dios revelado y comunicado en Jesús, su Hijo, somos perdonados. Anularíamos la gracia de Dios (cf. Ga 2,21) si pretendiéramos justificarnos por nuestras obras y no por la fe en nuestro Señor. En la parábola del “Padre bueno” se contraponen las actitudes del padre y del hijo mayor ante el retorno del hijo menor, que huyó de la casa paterna malgastando “pródigamente” su hacienda, su vida y su corazón: el padre lo «besaba efusivamente» (Lc 15,20), y el hermano mayor «no quería entrar» a la fiesta (Lc 15,28); el padre restituye al hijo perdido en la condición filial, y el hermano mayor reniega de su fraternidad.

Pecado del hombre, comenzando por el de los orígenes (cf. Gn 3,1 ss.), redención por Jesucristo y perdón otorgado a los pecadores arrepentidos son realidades que forman parte del corazón de la fe cristiana; prescindir de ellas sería una mutilación fundamental. Recordemos algunas indicaciones del Nuevo Testamento que muestran su centralidad. El nombre de Jesús significa ‘el que salvará a su pueblo de los pecados’ (cf. Mt 1,21). Jesús ha sido enviado a los pobres, pecadores y enfermos; come con los publicanos y pecadores en cumplimiento de su misión (cf. Mc 2,15-17); reivindica el poder divino de perdonar pecados (cf. Mc 2,10); y ejerce de hecho la capacidad de perdonar: «Tus pecados están perdonados» (Lc 7,48), dijo a la mujer pecadora que, como signo de confianza y gratitud, había ungido los pies de Jesús con un perfume (cf. Jn 8,11). Jesús nos otorgó el perdón de los pecados por su sangre (cf. Ef 1,7); en la celebración de la Eucaristía se actualiza sacramentalmente la entrega de Jesús, que derramó su sangre por todos los hombres para el perdón de los pecados.

Otros lugares neotestamentarios testifican la misma conexión entre la obra de Jesús y el perdón de los pecados. «Es palabra digna de crédito y merecedora de total aceptación que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero» (1Tm 1,15). Y la Carta a los Hebreos, relacionando la primera y la segunda venida de Jesús, las distingue así: «Cristo se ofreció una sola vez para quitar los pecados de todos. La segunda vez aparecerá, sin ninguna relación con el pecado, para salvar a los que lo esperan» (Hb 9,28). Ha entregado su vida en la cruz como reconciliador entre Dios y los hombres, y ha puesto en nuestros labios la palabra de la reconciliación (cf. 2Co 5,16-21).

Jesús envió a sus apóstoles a proclamar el Evangelio para que quienes creyeran ese anuncio recibieran la vida eterna (cf. Mc 16,16). Una vez resucitado, encargó a sus discípulos la misión de perdonar los pecados: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados» (Jn 20,22-23). Los que crean y se conviertan ante la predicación recibirán en el nombre del Señor el perdón de los pecados y el Espíritu Santo a través del Bautismo (cf. Hch 2,38).

Por el Espíritu Santo, que actúa en la Iglesia, y en el nombre del Señor, los ministros ordenados sacramentalmente pueden perdonar los pecados. Los sacramentos del Bautismo, de la Eucaristía y particularmente de la Penitencia (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1422-1498) , son celebraciones de la misericordia de Dios y de perdón. La Iglesia es sacramento de salvación, de perdón de los pecados y de vida eterna.

Debemos unir íntimamente las realidades de la tercera parte del Credo: el Espíritu Santo, presente en la Iglesia, comunica por sus ministros, como instrumentos del Señor, el perdón de los pecados para la vida eterna. En palabras de san Agustín: Si en la Iglesia, como casa de la misericordia de Dios, no hubiera remisión de los pecados, no habría para nosotros, pecadores, esperanza de vida eterna ni de liberación definitiva. A un mundo sin misericordia le faltaría el aliento para el futuro. La misericordia de Dios, que es inagotable, se ha convertido en surtidor de esperanza para todos. Confiamos en que también nosotros podremos escuchar de labios de Jesús: “Yo te perdono”; hasta los pecados más execrables pueden ser perdonados. ¿De qué nos habría servido el nacer, e incluso, en qué nos aprovecharía la redención realizada por Jesucristo, si no recibimos personalmente el perdón de los pecados?

En el Padre Nuestro, que es una síntesis del Evangelio en forma de oración, pedimos a Dios que perdone nuestros pecados; y el perdón recibido nos capacita y exige que también nosotros perdonemos a quienes nos ofenden (cf. Mt 6,12).