Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Catequesis

Año de la fe 2012-2013

«Creo en la resurrección de la carne»

16 de julio de 2013


Temas: resurrección.

Publicado: BOA 2013, 423.


Excavaciones arqueológicas realizadas en enterramientos cristianos de Roma han hallado lápidas sepulcrales donde se había grabado la sigla DIP, que quiere decir ‘depositus in pace’. Esta inscripción significaba que la persona allí sepultada había muerto en la paz de la Iglesia y era cedida a la tierra como en préstamo, esperando la resurrección. En consonancia con esto, la palabra “cementerio” procede de otra griega que significa ‘dormitorio’; así como los dormidos despiertan del sueño, de manera semejante los que duermen en Cristo el sueño de la muerte despertarán, resucitarán, se levantarán del polvo.

La profesión de la fe culmina en la proclamación de la esperanza en la resurrección de los muertos o de la carne. Fe y esperanza cristianas están íntimamente unidas, y la fe desemboca en la esperanza. En el Credo, la palabra “carne” significa el hombre en su condición frágil y mortal (cf. Gn 6,3; Sal 56,3; Is 40,6; Jn 1,14; 3,6; 17,2). Los cristianos esperamos no tanto la inmortalidad del alma cuanto la resurrección del hombre en su unidad corporeoespiritual (cf. Rm 8,11). Aunque hemos sido formados del polvo de la tierra (cf. Gn 2,7), nuestro destino es la gloriosa resurrección, ya que Dios infundió en el hombre su aliento de vida, y hemos sido recreados a imagen de Jesucristo resucitado. La resurrección de los cristianos está en estrecha dependencia de la resurrección de Jesucristo. La esperanza en la resurrección por Jesucristo y unidos a Él es una característica fundamental de la fe cristiana.

La resurrección de los muertos al final de la historia fue revelada progresivamente por Dios a su pueblo; poco a poco, la fe en Dios Creador y en el Dios de la vida fue expresada en términos de resurrección, como victoria sobre la muerte (cf. Mc 12,26-27; Hch 2,25-28; Sal 16,8-11). Desde el Antiguo Testamento, la expresión “resurrección de los muertos” significa, por una parte, la esperanza en la plenitud de la vida en Dios, y, por otra parte, la situación del hombre previa al juicio y a su premio o castigo. «Los que están en el sepulcro oirán la voz del Hijo del hombre; los que hayan hecho el bien, saldrán a una resurrección de vida; los que hayan hecho el mal, a una resurrección de juicio» (cf. Jn 5,28-29; Dn 12,2; 2M 7,9).

En el Nuevo Testamento, la resurrección de los cristianos expresa sobre todo y casi siempre la comunión con Jesucristo en su gloriosa resurrección, después de haber participado en sus padecimientos (cf. Rm 8,11.17; Flp 3,10-11). Nuestra meta última, la que da sentido a nuestra vida, consiste en estar siempre con Cristo, a quien estamos unidos por la fe en la predicación del Evangelio, centrado en su crucifixión por nuestros pecados y su resurrección según las Escrituras (cf. Hch 3,13 ss.; 1Co 15,2-4); por el sacramento del Bautismo, participamos en su muerte y resurrección (cf. Rm 6,1-11; Col 2,12); alimentados con el Pan de la Eucaristía, que es el banquete pascual, recibimos la prenda de resucitar en el último día (cf. Jn 6,54); también la vizda moral del cristiano se expresa con la muerte al pecado y la vida para Dios en Cristo Jesús (cf. 1Co 6,13-15.19-20; Col 3,1). Es cierta esta afirmación: «Si morimos con Cristo, viviremos con Él» (2Tm 2,11).

Nuestra resurrección está unida y depende de la resurrección de Jesucristo; por eso se comprende que Pablo, en 1Co 15, infiera de la negación de una la negación de la otra. «Si se anuncia que Cristo ha resucitado de entre los muertos, ¿cómo dicen algunos de entre vosotros que no hay resurrección de los muertos? Pues bien, si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo ha resucitado. Pero si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también vuestra fe» (1Co 15,12-14). En la hipótesis de que Cristo no hubiera resucitado, pierden contenido tanto la predicación como la fe. Unidos a Cristo por la fe, el Bautismo, la Eucaristía, la vida nueva en el amor, la esperanza como luz en el camino hacia el futuro, tenemos la garantía de la vida eternamente feliz; Jesús es la primicia de una abundante cosecha, es el Primogénito de los resucitados de entre los muertos.

San Pablo, en el mismo capítulo (1Co 15,35-49), se plantea el modo de la resurrección, o más precisamente, el del cuerpo de los resucitados; y lo explica con los recursos disponibles. Digamos que tanto el modo del acontecimiento de la resurrección como las características del cuerpo resucitado nos desbordan, superando nuestra capacidad de representación; tampoco podemos comprender lo que Dios ha preparado para los que lo aman (cf. 1Co 2,9). Creemos en el hecho de la resurrección de Jesús y esperamos la nuestra, pero las modalidades se nos escapan. Pablo termina su disertación con esta exclamación de triunfo: «¡Gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo!» (1Co 2,57). Hay una “docta ignorancia” que consiste en decir sí a Dios y renunciar a entender las circunstancias de su fidelidad. La fe es la plena convicción de lo que no podemos ver (cf. Hb 11,1). Aunque la comparación sea deficiente, podemos afirmar que tan seguro es el hecho de nuestra muerte como desconocidas son sus circunstancias; y, por la confianza en Dios, aceptamos la muerte y también el cómo, el cuándo y el dónde de la misma. De modo semejante, proclamamos la fe en la resurrección de Jesús y esperamos la nuestra, renunciando a la ulterior curiosidad; confiadamente, reducimos nuestro desconocimiento al misterio de la sabiduría de Dios.

Unidos a Jesucristo, participamos de una esperanza que ilumina nuestra vida y nuestra muerte. La muerte no es el adiós definitivo, ni el término de todo, ni la disolución en la nada. La muerte es como una puerta que, si la atravesamos unidos a Jesús muerto y resucitado, nos introduce en una luz que no conoce el ocaso. El amor de Dios, manifestado en Jesucristo, nos asegura a cada uno: “No morirás para siempre”. Si el amor es el sentido de la vida humana, el amor de Dios es la garantía de la vida eterna. San Pablo pudo exclamar: «Para mí, la vida es Cristo, y una ganancia el morir» (Flp 1,21).